La estandarización ha sido una de las prácticas más distintivas del capitalismo desde sus primeros tiempos. La esencia de esta práctica consiste en la creación de un modelo prototípico que establece los criterios de lo estándar, validándose por su uso, invisiblemente, sin discusión, como el criterio a seguir. Luego de generado el objeto modélico, las estrategias de mercado se ocupan de construir el deseo, es decir, de configurar un dispositivo propagandístico capaz de hacer creer a los sujetos que necesitan de las bondades del prototipo, disparando de esta forma las dinámicas del consumo.1 Basta conectarnos a cualquier dispositivo electrónico para exponernos a ejemplos cotidianos de productos y de servicios que, expuestos a la vista de un análisis común, liviano, nos tientan mientras nos constituyen. La estandarización, entonces, no sólo activa el mercado. Sus virtudes trascienden los límites del intercambio.

El nacimiento del prototipo, adicionalmente, genera la normalidad, aporta un patrón, inaugura una regla. La oferta de otro objeto que a partir de esos códigos ose superar la normalidad accederá a un estadio de valorización superior, destacándolo de la media estándar, transformando ese nuevo objeto en objeto de “algunos” sujetos, aquellos que cuenten con las posibilidades materiales de acceder a él. El anterior objeto queda en manos de los “pobres”.

Nace así el objeto para ricos. Los sujetos normales, los sujetos pobres, seguirán accediendo al “viejo” prototipo que, en definidas cuentas, fue creado para ellos, como blanco de mercado. Por otra parte, y en la escalada del patrón, los objetos que hayan quedado en el devenir histórico por debajo del prototipo pasarán gradual e indefectiblemente, más tarde o más temprano, a la lista de la obsolescencia.

La estandarización ha intentado incansablemente apropiarse del campo educativo. Lo propuso Comenio (1657) con su didáctica, adelantándose incluso al modelo productivo en pleno siglo XVII, y lo hicieron los principales referentes de la teoría curricular, especialmente Ralph Tyler (1973) e Hilda Taba (1974), con su pedagogía por objetivos, en la primera parte y hasta el último tercio del siglo XX.

Desde ese entonces, la idea del prototipo, de sujeto devenido objeto –sujeto/objeto– que avanza sin saber mucho por qué para alcanzar el “valor del estándar”, a fin de (en lo posible) superar el prototipo, ha sido el fantasma impetuoso y silencioso que, de distintas formas y en distintos tiempos, ha amenazado con fagocitar al modelo educativo. Si bien es cierto que ese patrón ha cambiado de ropaje, vistiéndose a veces de objetivo de aprendizaje y otras veces de competencias, siempre se ha sostenido en su naturalizada piedra fundamental: la evaluación, que, para el caso, se constituye en externa y estandarizada, es definida por el deber ser del prototipo. Su práctica, dialécticamente, sostiene el modelo y en él se perpetúa. A la vez, regula a los sujetos/objetos a partir de sus estándares. Discrimina a los buenos de los malos, los útiles de los inútiles, los ricos de los pobres.

Lo que sucede con la educación en relación a la estandarización es, en suma, exactamente lo mismo que les sucede a los objetos del mercado.

El mercado, regulador tácito, padre supremo del prototipo sujeto/objeto, instala las formas estandarizadas, asociando el dominio estándar de un saber hacer además de un ser-para-el-mercado.

La estandarización en educación, sostenida por una evaluación del mismo tipo, clausura la lucha por la transformación y, en consecuencia, afianza un modelo que sumerge y aliena, que produce y reproduce desigualdades.

Así podrían discriminarse –porque así se lo permiten sus condiciones materiales– al menos tres tipos de estudiantes (sujetos/objetos). El estudiante tipo, capaz –tal como decía Tyler– de hacer lo que el prototipo, se instala en las dinámicas del capital humano: será un sujeto productivo. El estudiante rico, que supera la barrera que el prototipo regula, se nutre primero del saber hacer prototípico y luego de otro tipo de saberes que serán sólo de ellos. Además, se sabrá consciente de que, en tanto lo desee, su distancia sobre el “sujeto-objeto medio”, aquel que no logró superar la regla, se incrementará exponencialmente. A estos sujetos/objetos y desde la misma lógica de producción, se abrirán nuevos estándares, nuevos mercados: formaciones en el exterior, ostentosos diseños curriculares, nuevas carreras estandarizadas que coronarán nuevos estándares para nuevos ricos (estandarizados). Los estudiantes supervivientes, aquellos y aquellas que caerán en la desgracia de no llegar a los límites mínimos del prototipo, deberán vender al bajo precio de la necesidad su fuerza de trabajo, en un modelo productivo en el que la diferencia entre el trabajo intelectual y el trabajo manual no supera los estados que describió Karl Marx.

De las nuevas modas hoy a la venta en educación indignan tanto la impunidad con que se somete a los y las jóvenes al “mejor de los mundos posibles” –satirizada por Voltaire (1759)– como la ceguera indiferente con la que pregonan mensajes salvadores, cargados de evaluaciones estandarizadas, de progresiones de aprendizaje y de bolsas de autoayuda alineadas al coaching emocional, impurezas neoliberales que merecen ser sometidas a sospecha y que requieren prácticas de resistencia que demandan mucho más que fundamentalismos.

Es decir, no se trata de un no a las competencias, se trata de un no a un modelo productivo sostenido en los prototipos del ser humano cosa, creado a imagen y semejanza de relaciones productivas que lo modelan y lo construyen, como en definitiva ha sido siempre.

La estandarización en educación, sostenida por una evaluación del mismo tipo, clausura la lucha por la transformación y, en consecuencia, afianza un modelo que sumerge y aliena, que produce y reproduce desigualdades.

José Luis Corbo es licenciado en Educación Física y magíster en Educación; Mariana Sarni es profesora de Educación Física, Deporte y Recreación, y magíster en Educación.