Recientemente, en un taller sobre argumentación que estaba dictando, me encontré con un problema previsible, y es el hecho de que los temas más interesantes para desarrollar se vuelven polarizadores de opinión aun como materia de análisis, o, lisa y llanamente, tratarlos puede causar el que se incurra en alguna violación de la laicidad.

Como tampoco es una opción el limitar la discusión a ejemplos triviales, y necesitado de un tema que permitiera tematizar la propia polarización (que implica un desplazamiento de lo racional a lo emocional, como veremos más adelante) encontré uno que tenía todas las características necesarias, como ser tratarse de problemas científicos, argumentaciones de apelaciones varias, falacias y, muy importante, alto contenido ideológico, pero no partidario ni religioso, aunque por momentos se parezca mucho a una religión: la pseudociencia. Sin entrar en problemas clásicos de epistemología como el de la demarcación entre ciencia y lo que no lo es, convengamos que llamaremos “apelación a la pseudociencia” a las afirmaciones que invocan ser científicas pero sin soporte de evidencia experimental o capacidad teórico-predictiva funcional.

A falta de un término académico para referirnos a los adeptos a las diferentes doctrinas pseudocientíficas y para no extendernos en largas elipsis cada vez que cambiemos de contexto (por ejemplo, terraplanismo o movimientos antivacunas o antivax) tomaremos el coloquialismo castizo de “magufo” y su derivado “magufero” teniendo en tal asunción que se refiere a afirmaciones sin sustanciación empírica que parten de peticiones de principio y elaboran sobre ello con diferentes estrategias sofísticas y falaces. Esto convierte cualquier intercambio con un magufero en una discusión de tipo ideológico sin posibilidad de mantenerse en un contexto argumental de tipo académico razonable.

La pseudociencia adolece de un defecto vital: tiene a la evidencia empírica en contra, por lo que no soporta pruebas conceptuales como las de la causa raíz.1 Ante tal carencia, los maguferos suelen –inevitablemente– recurrir a los dos únicos mecanismos que tienen y que es la diversión, cambiando de tema, o las falacias, especialmente la de la mota castral, que es el tema al que me quiero referir hoy. Sin contar la agresión, que no consideramos de ninguna manera un modo argumental.

Terminado el inevitable exordio, abandonaré la primera persona para adoptar un modo más aséptico.

La realidad es porfiada

Cuando se discute sobre temas de ciencias fácticas no debería ser posible hacerlo con la evidencia empírica en contra, porque –en teoría– la ciencia tiene un grado de objetividad que haría a la verdad ser evidente por sí misma, pero esto no es realmente así, como veremos.

De hecho, son más creyentes los maguferos en sus, llamémoslas, ex principia benevolentia, “teorías”, que los científicos en las suyas, especialmente porque conceptos tales como “margen de error”, “incertidumbre” o “resultado estadístico” son axiomas que se aprenden desde el primer momento en que uno empieza a ser formado en las disciplinas fácticas.

Y este es el primer tema, que implica diferenciar lo que es argumentar de lo que es demostrar. Argumentar solamente busca convencer o persuadir -si bien son parecidos, lo primero pretende generar convicción en el oyente, mientras que lo segundo busca moverlo a realizar (o evitar) un curso de acción-, pero demostrar tiene una carga de prueba que debe sustentar. El compromiso de la demostración es con la evidencia que –materialmente– apunte en dirección a la verdad, no solamente su apariencia.

Para entender esta diferencia, es imprescindible una digresión respecto de los modos de argumentar, en especial de sus apelaciones. Es decir, a qué aspecto de la subjetividad del oyente se están dirigiendo.

En particular se acepta, clásicamente, que estos modos de apelar son tres: al logos, es decir al pensamiento racional, al ethos o pensamiento racional práctico (ético) o, por último, al pathos o el pensamiento irracional subjetivo, que se dirige a las emociones del interlocutor, sin considerar los aspectos racionales. En la práctica obviamente no hay tipos puros, se apela de forma mixta, con un perfilamiento más pronunciado en uno u otro modo, pero por simpleza aceptemos que sí los hay.

Para cerrar la digresión, es evidente que para entender o hacerse entender, uno debe apelar en uno de esos modos que sea compatible con quien lo escucha, lo mismo para entender un argumento, uno debe esforzarse y pensar en ese registro, lo que no es fácil, porque lo ético depende de concepciones individuales que no siempre se comparten, como se ve con temas como el aborto, la legalización de las drogas recreativas, su regulación o los temas de la agenda de derechos. Fin de la digresión.

Si se maneja la argumentación en un contexto cientificista ingenuo se podría caer en la presunción de que la ciencia solamente argumenta en los dos primeros modos, pero la epistemología ha avanzado lo suficiente desde 1921 como para poder saber que tal suposición es falsa.

Sin embargo, hay algo que el Círculo de Viena sí ha dejado instalado, y es una suerte de “concepción heredada” (en la que creen más los que no creen en la ciencia) de que la actividad científica es totalmente objetiva, desprovista de ideología y de sesgos cognitivos personales. Lo anterior es absurdo, como toda actividad humana tiene todos los defectos y virtudes que nuestra especie puede dar, pero sí se esfuerza por, al menos, compartir un ideal de objetividad sin creer que es la dueña de dicha virtud y comparte –esto es bastante unánime salvo por los mecánicos cuánticos y personas que trabajan en entornos donde se aceptan situaciones paraconsistentes–2 que el mundo “es real” y que la ciencia “lo describe” lo más exacto que puede y con un criterio de mejora continua de aproximación a la verdad de dicha descripción.

Asimismo, asume que puede intervenir (dado que es real es pasible de ser modificado por la voluntad y el trabajo humano) de manera tal de que puede mejorar las condiciones de vida de la humanidad a través de solucionar problemas que la afectan como enfermedades, hambre, falta de fuentes de energía limpia, etc.

Ahora, dar el paso falaz de que a partir de lo anterior los científicos crean que son los amos de la verdad universal y únicos depositarios de todas las reservas de conocimiento objetivo de la humanidad es algo que solo las personas que tienen algún sesgo anticientífico dan. Y ese es el problema de base que queremos tratar: cómo es que alguien puede argumentar en contra de una institución3 cuyas afirmaciones están respaldadas por evidencia empírica que tiene, además, procesos bastante exhaustivos de revisión antes de ser sometidos a debate para luego, al final del proceso, ser aceptados.

Bueno, la verdad es que, lamentablemente y por fortuna, hay muchas maneras, y se usan todas. Es lamentable por un lado, porque muchos de los ataques son irracionales y sin fundamento, pero llevan a mucha gente honesta a la pseudociencia.4 Y decimos que por fortuna, porque ninguna institución humana debería estar más allá del escrutinio y de rendirle cuentas a la sociedad a la que se debe.

Relato y, si hay suerte, dato

Básicamente, se puede argumentar por los tres modos que describimos:

1) En casos como la clonación de seres humanos o la experimentación en animales, se argumenta por razones humanitarias claramente al ethos, porque el principal problema es decidir si tenemos derecho a hacer tal cosa. Un problema serio es cuando la sociedad misma impide tematizar los problemas maniatando a los científicos, como ocurre en países como Irán, donde hay temas prohibidos, o con la investigación fuera de los estudios interdisciplinares5 sobre temas de teoría de género, ya que la acusación de “biologicismo” en el tema ha terminado no pocas carreras científicas.

2) En temas en los que los científicos no se ponen de acuerdo unos con otros –en principio lo hacen, pero no siempre… casi nunca, de hecho– se argumenta al logos y se contraponen teorías y experimentos para determinar cuáles tienen mejores propiedades, ya sea capacidad predictiva de fenómenos, o modelos de explicación, o capacidad de intervenir y resolver problemas. Eso varía según el área pero siempre es una batalla entre diferentes aspectos argumentados racionalmente, al menos hasta que el sesgo de confirmación entra en juego. O la ideología...

3) En los momentos en los que la ideología coloniza la discusión, el logos y el ethos hacen “mutis por el foro” y desaparecen de la discusión, y eso pasa en la totalidad de los ataques pseudocientíficos pero también en muchas discusiones en las que la ciencia se ve contaminada por instituciones que la “intervienen” aportando becas, viajes y distintas financiaciones para formar profesionales adoctrinados por su propia ideología. Es el reino del pathos. Esto implica que también desaparece el modo racional de argumentar y todo gira hacia un relato basado en emociones y creencias totalmente desligadas de tener bases empíricas comprobadas.

Es el caso de algunas organizaciones ambientalistas, animalistas o antiorganismos genéticamente modificados, que primero deciden “lo que está bien” y después investigan para probarlo. Desastres varios como los incendios en Australia (los ambientalistas forzaron una ley que impidió las podas cortafuegos y gracias a eso, en vez de generar zonas higiénicas, se quemó todo en un desastre sin precedentes, que inclusive llegó a afectar a Uruguay).

Algunos animalistas también llevan la ideología a límites absurdos, cuando hacen lobby en contra de los criaderos profesionales de animales en extinción, como si todas las estaciones de reproducción fueran el personaje de la serie de Netflix The tiger king, un ejemplo en el que se muestra la incompetencia del animalismo cuando se lo necesita en serio; un individuo reprodujo de manera incontrolada grandes felinos en cautiverio, abusando no solamente de los animales sino también de sus empleados.

La ciencia no puede comunicar más que los resultados de las investigaciones y es muy fácil para los recalcitrantes intentar refutarlos, especialmente porque son inmunes a los datos de la realidad.

El tema es que ambientalismo y animalismo son dos ideales nobles y a los que la humanidad va a tener que irse orientando, porque más catástrofes no es probable que podamos sobrevivir, pero una cosa es un ideal ético con pruebas científicas de respaldo, y otra una ideología que fetichiza ese ideal y distorsiona la supuesta ciencia en la que se basa para operar políticamente.

Lógica muerta

Ahora bien, la parte complicada para argumentar es esta: todo el mundo cree que está argumentando al logos, nadie se autopercibe como alguien que se basa en opiniones no demostradas o emociones.

No obstante, si alguien sostiene “A” y otra persona replica “no A” es claro por el principio de no contradicción que uno está equivocado por necesidad, pero, igualmente necesario, aunque menos claro, jamás lo va a admitir de buena voluntad. Es más, lo usual es que se sientan agredidos y tomen dos opciones: victimizarse o agredir, una suerte de variante dialéctica del reflejo de lucha o huida.

Aquí es donde la ciencia demuestra su escaso poder para generar convicción en personas no entrenadas en sus métodos y formas de razonar, ya que como no se puede comunicar más que los resultados de las investigaciones, es muy fácil para los recalcitrantes intentar refutarlos, especialmente porque son inmunes a los datos de la realidad.

Así, es gratis y sin consecuencias afirmar cosas tales como que las redes celulares 5G provocan cáncer; las vacunas, autismo (esto es particularmente llamativo, porque el autismo, al no ser una enfermedad, no puede “provocarse” de ninguna manera); o que las emisiones de humo de los aviones son agentes químicos para esterilizar a la población en un intento maltusiano de frenar nuestra reproducción salvaje. Uno diría que no se llega lejos con esto, pero hay quien con estas afirmaciones llegó a la Cámara de Diputados en Uruguay.

Pero como decíamos, la realidad es porfiada, y a medida en que la evidencia en contra se acumula, los maguferos se sienten acorralados, con razón, pero impedidos de recurrir al logos para considerar los argumentos y repensar su postura, se colocan en una postura defensiva y recurren a una técnica descrita en 2005: la falacia de la mota castral. Nicholas Shackel la describió haciendo una analogía con la forma de defensa de un castillo medieval con este tipo de argumentación.

Asedio de torre

Una mota castral era un asentamiento fortificado más rudimentario que los castillos de piedra que han popularizado los cuentos y películas. Básicamente era un territorio rodeado por una muralla, generalmente de madera (el castro) y algo parecido a una torre, a veces apenas una formación elevada de piedra, la mota.

Al ser de piedra y mal ventilada, la mota era desagradable de habitar, pero fácil de defender, mientras que el castro era lo contrario, ventilado, soleado y amplio, pero ante un ataque dejaba a los habitantes totalmente expuestos. Por eso en casos de peligro, todos se refugiaban en la mota, permitiendo así la defensa hasta que los enemigos se retiraran.

Explicando la analogía, cuando un magufero sostiene sus premisas más traídas de los pelos, por ejemplificar fácil, que la Tierra es plana, se encuentra argumentalmente en el castro, porque esa afirmación es imposible de defender ante observaciones tales como: en un planeta plano no puede haber diferencias horarias, los satélites artificiales no pueden tener una órbita estacionaria, la luna no podría tener una cara oculta o, más interesante, los eclipses tendrían forma de rectángulo.

Ante esa acumulación de datos en contra, el primer intento es sustituir la afirmación por otra más defendible (en este ejemplo no es fácil) y al no poder, al igual que nuestros pobladores se refugia en algo que sí sea defendible, el castro, aunque no tenga nada que ver con lo afirmado previamente. Por ejemplo, afirmar “bueno, es mi opinión y tenés que respetarla”. Es para otro momento, pero no, hay opiniones que no son respetables, e incluso algunas son francamente estúpidas.

En ese momento uno podría argumentar (ya con menos ventaja a favor) que no, que el sagrado inviolable que es la dignidad humana y que me hace tener respeto por su persona, no se extiende a cualquier afirmación antojadiza que tenga a bien enunciar.

Y desde el castro, ya en un paroxismo de disonancia cognitiva, comenzaría a llover aceite hirviendo en forma de agresiones varias e incluso insultos. La Ley de Godwin, propuesta en 1990 por el sociólogo Mike Godwin, plantea que a medida que se alarga una discusión se hace cada vez más probable que alguien establezca una referencia al contrario comparándolo con Hitler o con los nazis.

Ese probablemente sea el punto en el que uno se plantee lo que debió hacer en el momento inicial de la discusión: ¿qué espero ganar con esto? ¿cuáles son mis objetivos?

Porque, salvo que sea una de esas situaciones en las que uno no puede retirarse a hacer algo más productivo, como depilar al hámster o lustrar la tortuga, es muy probable que la situación no tenga salida, porque la otra persona no piensa abandonar la seguridad de la mota y su altura moral, desde la que nos mira con condescendencia y algo de desprecio.

Y ahí es que llega el momento de asumir lo inevitable: es probable que nunca hayamos debido embarcarnos en esa discusión, en primer lugar.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.


  1. Esta consiste en preguntarse o preguntar, ante una afirmación que se presenta como verdadera, una interrogante que cuestione la verdad de esta, como “¿por qué?” ante una proposición causal o “¿cómo?” ante una de mecanismo, o cualquier otro cuestionamiento que permita inquirir sobre lo afirmado. Luego repetir el procedimiento ante la respuesta. De no incurrir en contradicción o inconsistencias, un número que varía según el experimento, pero que no pasa de siete, la afirmación puede darse por razonablemente fundada. Esto es de orden argumental, no constituye evidencia ni jurídica ni científica, porque de por sí no tiene materialidad. Este procedimiento se utiliza mucho en análisis de riesgos, para determinar por qué se materializó tal o cual incidente. 

  2. Es decir, estados contradictorios que se superponen y no admiten el principio de tercero excluido. Justamente la situación que trata de aclarar el tan famoso como no entendido experimento mental de Erwin Schrödinger. 

  3. Que está lejos de ser “una”, o consistente, o carente de conflictos o de errores, pero todo esto los científicos lo saben de sobra. Eso no les impide ser objetos de ataques ad hominem

  4. Antivacunas, terraplanistas, fanáticos de supuestas curas peligrosas como el dióxido de cloro y la versión siglo XXI, negacionistas de la pandemia de COVID. 

  5. Cuestionar, aunque sea con fines corroborativos, los “estudios de género”, pese a que Sokal y Brickmont demostraron que ese cuestionamiento es necesario para poder hacer contralor de resultados, sigue siendo un anatema en países como Estados Unidos, Canadá o Argentina.