La educación es un pilar del desarrollo humano y un inmenso reto para la sociedad uruguaya. Han existido tantos debates, enfoques y propuestas en relación a este tema que, como mínimo, la actual “transformación educativa” oficialista merece una particular atención. El punto es que desde el momento en el que el presidente Luis Lacalle Pou alineó a toda la coalición gubernamental en la reunión mantenida en Suárez y Reyes a fines de octubre, se hablan y reiteran conceptos de algo que se da como un hecho consumado. Pero la realidad es bastante más compleja y, más allá de los eslóganes, lo único visible y palpable es una inmensa nube de incertidumbre.

Tenemos el nuevo año lectivo de la educación ahí nomás, a la vuelta, pero por ahora sobran preguntas y no abundan las respuestas. No parece muy sensato hablar livianamente y a las apuradas de modificaciones en los planes de estudios, las modalidades de aprendizaje, las formas de evaluación, los criterios de promoción o incluso el acceso a la titulación de los docentes. No hay repetición, eslogan motivador o incluso pieza audiovisual que resuelva rápido todo lo que implica una verdadera reforma de la educación. Porque si fuera tan fácil, habría que plantear una primera hipótesis que señalara que desde hace décadas tenemos gobiernos perezosos que carecieron de voluntad y/o capacidad de empujar el tema.

Por si fuera poco, al desafío educativo se suma un contexto socioeconómico complejo, con cifras de pobreza que se han incrementado y que en particular afectan a la infancia y la adolescencia. Entonces, claramente no parece suficiente un spot que diga: “Con los docentes y las familias el cambio es posible”. ¿Qué familias y qué docentes? Se afirma que esto es viable como si hubiera una cuestión de voluntad de los entramados familiares y los colectivos docentes en relación a transformar y resolver problemas de la educación que tienen causas multifactoriales de larga data. Si eso fuera así, una segunda hipótesis a formular podría ser que la “transformación educativa” no ha llegado antes por falta de voluntad de esos padres, madres, referentes familiares y docentes que, ahora sí, mágicamente se pondrán las pilas. ¿No se piensa en la estructura de oportunidades de una familia uruguaya? Si es que hoy podemos dar por válido el concepto de familia. En realidad, debiéramos referir a colectivos de crianza, como muchas veces suele denominar a estos arreglos una querida compañera con mucho barro en los zapatos proveniente del trabajo social. ¿Cuántas cosas más hay para resolver hoy en esas comunidades y referencias antes de situarlas en el escenario de ser parte de un cambio sustantivo en nuestra educación? ¿Se puede hablar de cambio o transformación educativa en medio de un absoluto desdibujamiento de la matriz de protección social?

Desde agosto de este año los estudiantes resisten muchos de los planteos, la mayoría conocidos con base en trascendidos más que en información oficial. También desde hace meses, y en particular en estas semanas posteriores a la última arremetida oficialista, la comunidad docente parece tener más dudas que certezas en relación al qué, cuándo y cómo. Se habla por un lado de programas y currículas reformuladas con base en documentos que en algunos casos circularon por Whatsapp, pero que carecían de retroalimentación o aprobación previa. También han trascendido contenidos y modificaciones programáticas que incluso carecen de evidencias, se centran en relatos de protagonistas y alteran la descripción de procesos históricos en forma burda.

Entonces cabe preguntarse, ¿cuánto hay de elaboración previa? ¿En qué lugar de la “transformación” se ubican los principales involucrados? Esos protagonistas, docentes y estudiantes. El lindo spot de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) habla de “mayor autonomía y capacidad de decisión en escuelas y liceos”.1 ¿Alguien puede discutir que eso sea positivo? El tema es el trecho entre el dicho y el hecho. Más allá de la pieza comunicacional, ¿cómo se propone instrumentar? ¿En relación a qué habrá mayor autonomía?

El cambio educativo es tan crítico como complejo y por cierto progresivo, no por decreto. Peligroso asunto, entonces, pretender imponer una “transformación educativa” como la que plantean las autoridades de ANEP y del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), amparados en la solicitud presidencial y secundados por legisladores de la coalición. Hace unas semanas escuchaba una entrevista a un dirigente político latinoamericano con amplia experiencia de gestión que decía algo así como que “no se puede hacer lo que no se planifica y tampoco se puede comunicar lo que no se hace”. Esas premisas en este ejemplo parecen quedar absolutamente vilipendiadas. Estamos a unas semanas de las fiestas de cierre en los centros educativos y basta con apersonarse a los colectivos docentes para consultarles en relación a lo que sucederá el año próximo para cerciorarse de que lo que hay hoy es una inmensa incertidumbre. Por si fuera poco, el proceso continúa exhibiendo ausencia de diálogo y claramente carencia de una preparación acorde.

Otro elemento o pilar de la presente propuesta de transformación educativa es confrontar con lo anterior. Parece que nada de lo que se hizo en las gestiones previas a la actual contribuyó a mejorar. Cabe repasar brevemente algunas acciones educativas que, sin hacer una revolución, generaron efectos e impactos en un sistema que, por cierto, necesita hacer mucho más.

Tuve el privilegio personal y profesional de participar en la elaboración y luego institucionalización del Programa de Maestros Comunitarios entre 2004 y 2005. Léase que aquí había una fortaleza interesante, en la medida en que una idea que comenzó a evaluarse en el último año de gobierno del Partido Colorado fue recogida, robustecida y ampliada luego por el Frente Amplio. Los maestros comunitarios son figuras fundamentales para la labor de apoyo pedagógico, pero principalmente para tender puentes imprescindibles con los contextos que afectan a los escolares. Por eso se sustentó en una articulación que además del Consejo de Primaria involucraba al Ministerio de Desarrollo Social (Mides).

El negacionismo extremo de lo realizado en materia educativa durante 15 años por gobiernos anteriores no impide mirar críticamente, pero seguramente inhibe desplegar y consolidar nuevas políticas y procesos.

En 2007 irrumpió el Plan Ceibal y si bien muchos criticaron al inicio la audacia presidencial de definir dicha propuesta sin suficiente intercambio con la comunidad educativa, con el diario del lunes nadie criticaría ese avance que, entre otras cosas, permitió que Uruguay mitigara inmensamente los casi dos años educativos atravesados por la covid-19. Pero Ceibal fue un proceso que requirió dialogar y negociar para permear en las estructuras educativas y los colectivos docentes de aquel entonces.

La estrategia nacional de recreación y deporte también fue un enorme esfuerzo presupuestal y que aportó innovación en las escuelas públicas en el primer período de gobierno de Tabaré Vázquez. Hoy se naturaliza la presencia de un profesor o profesora de educación física en las escuelas; sin embargo, hace un par de décadas esa era la excepción y no la regla. Luego también cabe reconocer el avance que en el período de José Mujica implicó la innovación institucional de la Universidad Tecnológica (UTEC), que hoy, pese a la siempre latente lucha por recursos, nadie discute como vía de inclusión a la vida universitaria de cientos de estudiantes en distintas latitudes del territorio nacional. ¿Es mucho o es poco? Depende desde dónde se mire y analice, pero de lo que no hay dudas es que algo es.

Hace algún tiempo aquí en Posturas de la diaria, Nicolás Bentancur revisaba exhaustivamente varios efectos de las políticas educativas de los tres períodos anteriores. Y claro que es posible considerar que ese saldo haya sido insuficiente, pero no se puede desconocer que se amplió la cobertura educativa en todos los tramos. También se incrementó considerablemente el número de escolares que asisten en formatos de tiempo completo y extendido a los centros. Esa respuesta es la que, además de asegurar la inclusión educativa, les otorga a muchos niños y niñas la posibilidad de recibir una alimentación acorde a sus necesidades. Se incrementó el porcentaje de estudiantes inscritos en todos los tramos de la educación obligatoria, entre otros datos que, aunque no maten relatos, aportan evidencia.

El negacionismo extremo de lo realizado en materia educativa durante 15 años por gobiernos anteriores no impide mirar críticamente, pero seguramente inhibe desplegar y consolidar nuevas políticas y procesos que son imprescindibles. Porque no se empezó de cero, por lo tanto, no parece sensato desandar sobre avances, por muy pequeños que ellos parezcan.

Negarlo todo y empezar hoy a hablar de una vertiginosa y casi mágica “transformación educativa” que lleva a resolverlo todo, sin dialogar y profundizar en las cuestiones centrales, parece un grueso error político. Si para lograr el “cambio posible” es, como dice el spot, “con los docentes y las familias”, como mínimo habría que escuchar o al menos interpretar las realidades en las que estos contingentes se encuentran. Las reformas no se declaran, se propician y luego se implementan.

Una transformación educativa aislada del contexto social es una quimera. Hay que pensar la educación a la luz de las capacidades de las personas, y por eso también hay que construir intersectorialidad en las respuestas públicas a problemas complejos. La militancia a ultranza de la anunciada “transformación educativa”, que además de momento no da señales de apertura a modificar nada, impide mucho más de lo que podrá generar. Desde Amartya Sen para adelante se habla con mucha firmeza en relación a la centralidad del enfoque de capacidades para el desarrollo humano. Eso también debiera ser un pilar de cualquier sistema educativo que se quiera fortalecer. El enfoque de capacidades para el desarrollo plantea la importancia de trascender lo meramente técnico, sin minimizar dichos aportes, pero enmarcarlos en forma amplia en lo que implican los procesos de construcción social. Esos procesos no son parte de la implementación o implantación de un plan aislado, sino de acciones que se van sucediendo como resultado de la reflexión y la decisión. Para eso es clave el diálogo y la interacción de los actores.

El himno musical de Pink Floyd dice, entre otras cosas: “No necesitamos que controlen nuestros pensamientos. Ni sarcasmo oscuro en el salón de clases...”. Por ahora, lo que se sabe de la “transformación educativa” se parece mucho a “otro ladrillo en la pared”. Una pared de aulas que siguen arcaicas, aisladas, rígidas y distantes de lo realmente importante.

Martín Pardo es politólogo con especialización en desarrollo económico territorial.