La “transformación educativa” avanza, ciega y desordenada, sin fundamento claro para la población más que el mil veces repetido, hasta la extenuación, de la necesidad de cambio que debe experimentar la educación uruguaya, en este caso, en el marco de una ideología que se muestra como a-ideológica, pero que busca implantar, desde los cimientos mismos, una forma empresarial, técnica y tecnocrática de organización de la educación, de sus lugares, de los roles de sus actores, en los que el conocimiento acumulado por la humanidad se reduce a una serie de competencias que, para peor, están pésimamente construidas.
En el Marco Curricular Nacional, documento oficial en el que se definen los fundamentos de la estructura curricular de la enseñanza en Uruguay,1 no aparece presentada ni una sola vez la relación del sujeto con el conocimiento en términos de amor (la cuestión no tiene que ver con el deseo de saber, con el amor al conocimiento, sino con encontrarle una utilidad determinada); asimismo, se distinguen una Competencia en Pensamiento Creativo y una Competencia en Pensamiento Crítico. Más allá de la similitud fonética entre creativo y crítico, ¿cómo es posible aceptar esta distinción? ¿No es acaso lo crítico, por definición, creativo y lo creativo, por definición, crítico? ¿Qué se está entendiendo por crítico y por creativo? Esta es apenas una de las múltiples objeciones que podríamos realizar sobre las competencias definidas.
En este contexto, la discusión instalada por docentes y estudiantes en todos los niveles en que esto ha ocurrido ha desplegado diversos argumentos. Los más sonados han sido, para el caso de los primeros, el relativo a las condiciones laborales (la pérdida de puestos de trabajo como efecto de las reducciones horarias en algunas asignaturas y de otras maniobras burocráticas hechas por los “padres” del “nene transformado/reformado”, como la posibilidad de que el director de un liceo pueda seleccionar a su personal, la elección de horas, en Formación en Educación, a partir de los concursos que el propio gobierno de la educación llevó a cabo hace unos años) y a los asuntos pedagógicos. Entre estos últimos, se puede mencionar la sustitución, en Secundaria de los contenidos por las competencias –aunque esta sustitución se vista de amigable complementariedad–, la obligación de optar entre las artes y las ciencias, el cambio de asignaturas por talleres, entre otras.
En Formación en Educación, tenemos las mallas curriculares que se van elaborando a los pechazos, con un trayecto tan indefinido como sospechoso, así como los “lenguajes diversos”, forma aggiornada y políticamente correcta de una “adecuación al mundo”, en franco desmedro y deterioro de los saberes disciplinares establecidos a lo largo de los siglos. También las diversas cuestiones relacionadas con la semestralización de los cursos, entre ellas, la ya mencionada elección de horas, el desmantelamiento de los departamentos académicos y un etcétera tan diverso como complejo. En todos los casos, se ha destacado insistentemente la improvisación con que las autoridades educativas están trabajando en la propuesta que pretenden llevar adelante a partir de 2023.
Sin embargo, los diversos argumentos señalados han reparado menos en el carácter estricto y ferozmente policial de la “transformación” en curso (se ha hablado sí de una “transformación” autoritaria) y, por ende, de la actitud de las autoridades que la están llevando a cabo. Por carácter policial debe entenderse, a la Jacques Rancière, el hecho que en el reparto de los espacios y las funciones sociales, que conciernen a los involucrados en la educación y en la “transformación educativa”, están aquellos que ocupan el lugar de la causación del “emprendimiento transformador” que se abre paso a los empujones y aquellos otros que ocupan el lugar de sus efectos, es decir, el lugar de los que reparten roles y legitimidades y el de los que deberían limitarse a asumir lo repartido (los que no tienen parte, diría Rancière, en el reparto de las partes).
Así, una línea muy nítida divide el espacio social en dos, señalando de qué lado se ubica la palabra pertinente, apropiada (la palabra que razona, que sopesa, que argumenta, que define la forma de las cosas) y de qué lado la palabra impertinente, inapropiada (la palabra que solo expresa la angustia, el dolor, pero que no puede argumentar sobre la injusticia, sobre la racionalidad de los planteos que hace la palabra pertinente/apropiada); esto es, respectivamente, la palabra de las autoridades de la educación y la palabra de los docentes y los estudiantes, estén sindicalizados/agremiados o no. Esa línea divisoria, puesta por quienes defienden a rajatabla la exclusiva ocupación del lugar donde se produce la palabra pertinente (tres figuras ilustran esta grosera imposición: el ministro de Educación y Cultura, Pablo Da Silveira, el presidente del Codicen, Robert Silva, y, con menor afectación, la directora sectorial de Planeamiento Educativo del Codicen, Adriana Aristimuño), implica un “cordón policial” (muchas veces concretado en las calles) que manifiesta, con su sola presencia, que del lado protegido no hay nada que ver, no hay nada para poner en cuestión.
La educación no es un asunto exclusivo de las autoridades educativas en particular o de las políticas en general, por más legítimas que sean, por más referéndum ratificador de la LUC que haya habido en el medio.
Es así que en las discusiones que se han venido llevando adelante en distintos lugares de la opinión pública (entre ellos, los medios de prensa televisivos y radiales, en los que los periodistas han ocupado, más bien, el “primer lado” de la división en cuestión), no se ha podido realizar siempre ese movimiento argumental necesario que permita exhibir que el carácter propiamente político de lo que está sucediendo ante los ojos de todo el mundo se juega, también, y quizás en primer lugar, en mostrar cómo opera esa división policial fundante, qué clase de argumentos se ofrecen para conservar el trazado de la línea que condena a los docentes al espacio de “aplicadores” de la “transformación” y a los estudiantes a sentarse en las aulas y poco más que eso, y, por ello, para preservar la propiedad de la palabra pertinente, en recurrente desmedro de esa otra palabra descalificada como queja, grito, aullido corporativo, hecho que deja a las autoridades educativas en un relación totalitaria con el sentido de lo que ellas mismas están proponiendo, anulando cualquier tipo de desacuerdo.
Pero la educación no es un asunto exclusivo –nunca lo fue, nunca debe serlo– de las autoridades educativas en particular o de las políticas en general, por más legítimas que sean, por más referéndum ratificador de la Ley de Urgente Consideración (LUC) que haya habido en el medio. El espacio propiamente educativo es un espacio común en permanente litigio, cuya división debe ser permanentemente impugnada, con el propósito de hacer ver (producir una sensibilidad: un sentido, una intelección, una afectación emocional, una estética) los mecanismos por medio de los cuales se pretende evitar la aparición de la política como acontecimiento, precisamente, litigante, como un disenso en el seno de un consenso conseguido a fuerza de sentido común y de asignación fija de lugares, nombres y funciones, con las conocidas calificaciones de las autoridades educativas dirigidas a docentes y estudiantes.
El gastado enunciado del “palo en la rueda” no hace otra cosa que determinar y remachar, una y otra vez, la impertinencia y la impropiedad, incluso la indeseabilidad, de que los docentes y los estudiantes conviertan su voz chillona en discurso pertinente, eludiendo las formas consensuales en que se asienta la voluntad transformadora de las autoridades educativas y del gobierno nacional que integran. En este sentido, el enunciado del “palo en la rueda” es una variante más visiblemente aceptada, y hasta políticamente correcta para el caso del “zapatero a su zapato”, lógica policial con la cual se busca que los reclamos de los docentes en general y de sus sindicatos en particular se reduzcan, en todo caso, a las cuestiones laborales y que los “otros” docentes –los que no reclaman, los que están para hacer aquello para lo que se formaron, sin andar siquiera pensando en salirse del rol que el discurso policial criticado aquí les ha asignado: el de meros dadores de clases– se aboquen al silencioso armado de los programas o de las mallas curriculares, sobre la base del insistente machaque en la escisión interna de la palabra docente (esa escisión que parte las cosas en docentes y corporativismos, en docentes y sindicalistas), en una distribución inherente que procura debilitar la propia voz que viene intentando hacerse escuchar, particularmente en una situación en la que las posiciones de los sindicatos docentes y de las Asambleas Técnico Docentes coinciden, más allá de la especificidad de cada ámbito.
La lógica de los reclamos docentes y estudiantiles procura, en primer lugar, borrar la línea que divide su confinamiento a la palabra que no tiene nada para decir, nada para mostrar, aun cuando se le pida una propuesta alternativa, principal trampa en la que se quiere hacer caer a quienes, desde diferentes posiciones, no están de acuerdo con la “transformación educativa” (huelga decir que propuestas de transformación no escasean). En segundo lugar, y de forma concomitante, los reclamos docentes y estudiantiles, haciendo uso de los medios de que disponen para cuestionar la línea divisoria trazada por las autoridades y, sobre todo, por el sentido común reinante desde hace décadas, buscan producir una sensibilidad capaz de dar lugar a una repartición de lo que se ve y lo que no, de lo que se puede pensar y decir y de lo que no, en suma, una sensibilidad en que la línea policial definida por las autoridades educativas en particular y por las autoridades del gobierno en general se vea como lo que es: una operación de exclusión profundamente conservadora, que busca, finalmente, evitar toda clase de disenso sobre la materia tratada y los objetos de los que se habla: el sujeto de la educación, el ciudadano, la sociedad, el conocimiento, la democracia.
Santiago Cardozo González es doctor en Lingüística y profesor de Formación en Educación y de la Universidad de la República.