Marx y Engels, en la obra escrita en conjunto La sagrada familia, dicen: “La humillación del sexo femenino es una característica esencial tanto de la civilización como de la barbarie, pero con la diferencia de que el orden civilizado eleva a un modo de pensar complejo, de doble sentido, equívoco e hipócrita […]”. Los autores en esta obra van más allá y agregan: “Nadie paga más caro que el mismo hombre la pena de mantener a la mujer en la esclavitud […]. ¿Acaso las hijas jóvenes no son una mercancía ofrecida en venta al mejor postor que quiera adquirir la propiedad exclusiva sobre ella? […]”. Y rematan: “El cambio de una época histórica puede determinarse siempre por la actitud de progreso de la mujer ante la libertad, ya que es aquí, en la relación entre la mujer y el hombre, entre el débil y el fuerte, donde con mayor evidencia se acusa la victoria de la naturaleza humana sobre la brutalidad. El grado de la emancipación femenina constituye la pauta natural de la emancipación general”. Marx y Engels, como siempre, muy nombrados, pero poco leídos.

El problema de la mujer en la sociedad capitalista siempre ha sido considerado, por los fundadores del marxismo, en el marco de la explotación de la clase trabajadora. Hay varias menciones al tema en las obras de Marx y Engels, pero siempre vinculadas a cuestiones de poder y de sometimiento, integrado al análisis de la lucha de clases sobre el que versa su vastísima obra. El patriarcado, una institución nacida en etapas históricas ya milenarias, fue luego adoptado por el sistema burgués como estrategia auxiliar de reproducción y recreación del poder dominante en el capitalismo. Este lo integró, lo perfeccionó a su gusto y lo mantuvo, con nuevas fórmulas legales y ropajes religiosos, que le fueron funcionales y redituables, a tal punto que aún hoy se mantienen vigentes (con diferencia de detalles) en todas las sociedades modernas y en reservas de sociedades milenarias. Recordemos que Engels, cuando nos explica el origen de la familia de hoy (de su tiempo), la familia burguesa (el matrimonio burgués), con todos los elementos económicos, culturales y legales que le dan sustento, nos dice que la mujer es considerada por los burgueses un instrumento de propiedad, entre todas sus propiedades. Ese tratamiento se ha impuesto a toda la sociedad (incluidos los trabajadores y los sectores medios) por la cultura hegemónica (diría Gramsci) y la ideología dominante. La sumisión de la mujer al poder del hombre no es sólo porque el patriarcado es machista (que lo es), sino porque el patriarcado ejerce un dominio necesario para la reproducción del poder en todos los sentidos, no sólo en el sentido de género. El matrimonio burgués existe para la transmisión de la propiedad privada a los herederos (primogénitos, en general), mediante las leyes de la herencia patrimonial establecidas en los códigos civiles. Para el burgués, dice el marxismo, la mujer también es un “medio de producción”. Producción de hijos que heredan la fortuna de la familia y la administran o la controlan.

Estos esquemas hoy son cuestionados, desde algunos ángulos, por concepciones novedosas sobre el tema del género, pero aún se mantienen de pie en muchos de sus aspectos. Dependerá de cómo se interpretan las contradicciones en el mundo de hoy. Para quienes pensamos que sigue habiendo un conflicto básico entre aquellos que detentan los medios de producción y quienes son explotados por esos detentadores, los temas de sexo, género y feminismo se inscriben en las relaciones de clases sociales y la lucha por cambiar el mundo. Hay voces disonantes, provenientes de algunas visiones feministas (no todas) que se enfocan en las contradicciones en un nivel de lucha de géneros (machos que someten contra hembras insumisas) y la dilucidación de este conflicto está en lograr la igualdad entre ambos. Convenimos en el objetivo de la igualdad, pero no en las causas de la desigualdad, y muchas veces tampoco en los métodos de lucha contra ellas. Pero ese es otro tema.

Lo que es claro es que la izquierda debe reprogramar su visión de los temas de género, en la sociedad y en la historia, porque durante muchos años esa visión ha estado soterrada tanto por el fragor de la batalla principal (según el contexto), como por las desviaciones (y hasta olvidos) de los planteos iniciales de Marx y Engels. Por mucho tiempo se afirmó que estos objetivos (no desconocidos) deberían esperar a que la clase obrera instaure la sociedad del pan y de las rosas, pasando del estado de necesidad al estado de libertad.

Haber dejado pasar inadvertida (y hasta ninguneada) la situación de sumisión de la mujer, sin ubicarla entre los objetivos principales de la lucha por la emancipación, o simplemente banalizarla como pretensión sólo realizable con la emancipación general de la humanidad, ha acumulado desazón, frustraciones y rencores. Y ha arrojado a mucha gente al extremo del arco de posibilidades de expresión de las reivindicaciones de derechos de la mujer. No considero que sea el feminismo el que tenga que explicar esas frustraciones y la energía aplicada en la exigencia de la igualdad de géneros, ni tampoco rendir cuentas de sus arrebatos extremistas en esa lucha. Pese a denodados esfuerzos de algunos (de derecha, de centro o de izquierda), no será posible detener ni controlar a la revolución cultural más importante ocurrida en el siglo XX, que además arremete imparable en el siglo XXI. La izquierda tendrá que reprogramarse también en esto, para entender que este movimiento es mucho más enérgico que una simple expresión de indignación y, como todo movimiento revolucionario, viene con todo su bagaje de sentimientos, incluidos los extremos. Y ellos se expresan también, como en todo movimiento reivindicativo, por lo que esto no debe alarmar a nadie. Este verdadero terremoto cultural ataca al sustrato mismo de la dominación de unos pocos a unos muchos y a unas muchas.

La cara femenina expresada en este nuevo y abierto escenario de luchas debe ser bienvenida en la izquierda, sin cortapisas y sin intentos de “redireccionar su accionar para evitar desbordes”, como escuchamos decir a algún veterano dirigente de izquierda. Es la izquierda la que se debe interpelar por sus incomprensiones y retrasos, y no el movimiento feminista en sus múltiples y fermentales expresiones. Y, por cierto, estoy de acuerdo con que el feminismo debe ser de izquierda o tendrá muchas más dificultades para lograr sus demandas, cuando en el marco político general se deciden cuestiones vitales para el destino del país. Pero más estoy de acuerdo con que la izquierda deberá ser feminista o dejará de ser izquierda, definitivamente, porque dejará de lado uno de los objetivos más claros y potentes de su empresa democrática y libertaria.

Carlos Pérez Pereira es militante de izquierda.