La Naranja Mecánica no envejece y mantiene inamovible su impacto. Al ver la noticia de la golpiza que sufrió un joven por parte de un grupo de violentos en Punta del Este, la vinculé inmediatamente a la gran obra de Stanley Kubrick.

Basada en la novela del inglés Anthony Burgess, “A Clockwork Orange” es una distopía futurista en la que habita Alex: un joven sociópata que disfruta de sus noches de ultraviolencia agrediendo física y sexualmente de forma aleatoria a ciudadanos y ciudadanas con una clara situación de vulnerabilidad, y lidera una pandilla a los que llama “drugos” que, antes de salir de cacería, acuden a un bar para tomarse una dosis de Moloko. Alex es un carismático déspota que ama la música de Beethoven (en concreto su 9ª Sinfonía). Su habitación tiene la imagen de su ídolo, y tras una buena noche de piñatas y violaciones, el joven lo escucha y rememora imágenes de violencia que le provocan un glorioso placer.

En un momento del film, debido al comportamiento tiránico del protagonista y a partir de las sucesivas faltas de respeto hacia sus “drugos”, que concluyen en el momento en el que Alex los patea y arroja hacia el río, ellos le tienden una trampa y el joven es finalmente detenido. Acá es donde me gustaría detenerme. A raíz del comportamiento hiperviolento del protagonista y en pos de reformarlo para su reinserción en la sociedad, los defensores de la ley y el orden someten a Alex a un “lavado de cerebro” llamado “Ludovico”. Esta técnica, similar a la que usaba Pavlov con sus perros para poder controlarlos, tiene como objetivo convertir a la violencia en algo rechazable, asqueroso, imposible de acometer. Kubrick busca entonces instalarle al espectador la interrogante de si la violencia es producto de la naturaleza o de la cultura, del individuo o de las instituciones, del Ello o del Yo.

Lo que aconteció en Punta del Este me hizo pensar en la metáfora de “Ludovico” pero de manera inversa.

A diferencia de lo que pasó con Alex, las imágenes que vemos a diario en las pantallas o que escuchamos en la radio desde hace mucho tiempo transmiten permanentemente el miedo, el odio de clase, el afán punitivo, donde la vida tiende a valer menos que la propiedad privada. En este contexto pareciera que el estímulo recibido cotidianamente, en vez de generar vómitos y rechazo por esa violencia, la incentivara y legitimara. Y aún más desde la aprobación de la Ley de Urgente Consideración (LUC), que en algunos de sus artículos -como el de Legítima Defensa (Art. 1 de la LUC)-, y en buena parte de su espíritu ampara dichas acciones de violencia ciudadana. Al igual que pasó con PLEF, el joven asesinado hace tres años por un vecino que lo confundió con un delincuente, la paliza de Punta del Este se relaciona con el clima de odio generado, donde mucha gente se siente habilitada a reaccionar por sus propios medios, y se siente con la confianza de hacer justicia por mano propia y gozar de impunidad (justamente la antítesis de la supuesta confianza que la LUC busca generar en el ciudadano hacia la policía).

Si se junta el discurso excluyente y discriminador con el peso legislativo, se genera un campo social para que la ciudadanía se crea juez y verdugo de aquello a lo que considera, desde el prejuicio, como delincuente.

Es importante recordar que la juventud organizada (de todo el espectro político y social) fue protagonista tanto en la gesta electoral del “No a la baja” como del “No a la reforma”, donde en las urnas se laudó por mayoría que el camino de recrudecer penas y de meter más gente en las cárceles, sobre todo adolescentes, no era el adecuado. Pero aun así existe un amplio sector, hoy representado en el Gobierno Nacional, que cree firmemente en la “mano dura”, que entiende que se debe actuar con “firmeza” ante la inseguridad, y que hay personas que por el hecho de usar cierta ropa o tener piercing tienen “apariencia delictiva”, como expresó el senador del Partido Nacional Jorge Gandini, o que “no da el mismo temor un gordito de camisa y corbata que tres muchachos con una cerveza en la mano”, como dijo el diputado colorado Gustavo Zubía, o que “la policía va a poder detener a los que tengan cara de ladrón”, según el senador nacionalista Sebastián Da Silva.

Estas infelices declaraciones tienen como punto en común la asociación de la imagen de un sujeto a su caracterización como delincuente (aquí hay un claro trazo clasista, ya que la indumentaria y la fisionomía que se asume como delictiva es aquella que suelen vincular a los sectores populares). A su vez, la legislación punitivista, que puja constantemente por instalarse en nuestro país, trae consigo la idea de que la única respuesta posible a esa delincuencia es la violencia. En suma, si se junta el discurso excluyente y discriminador con el peso legislativo, se genera un campo social para que la ciudadanía se crea juez y verdugo de aquello a lo que considera, desde el prejuicio, como delincuente.

Encontraremos en “La Naranja Mecánica” muchas escenas de difícil digestión: la apertura en el Bar Korova con los delincuentes amantes de la ultraviolencia, bebiendo leche con aditivos (simbolismo de múltiples lecturas); la paliza al vagabundo en el túnel (de similar aspecto a la paliza cometida por “gente de bien” en Punta del Este); el asalto en casa de los burgueses; o el tratamiento “Ludovico” por parte del Estado. Cada uno de ellos constituye un momento mítico que ha pasado al imaginario colectivo cinéfilo y cultural. Los hechos ocurridos en el balneario bien podrían formar parte del film.

La sustancia de la película nos advierte sobre las prácticas fascistas y sobre el entorno social que las generan. Una vez más tendremos que decidir en las urnas entre seguir avanzando en una legislación punitivista que continúe promoviendo una sociedad que naturalice la violencia como forma de resolver las diferencias sociales, o apostar nuevamente por una alternativa que priorice el diálogo, el respeto (al otro y a las instituciones) y la convivencia democrática para una comunidad más justa e inclusiva. Habrá que ver cómo sigue esta historia y cuánto ha calado en nuestra sociedad el discurso represivo. Una vez más la esperanza puesta en los y las jóvenes.

Santiago Lanza es director de la Secretaría de Infancia Adolescencia y Juventud de la Intendencia de Montevideo