Un hecho reciente, para nada aislado y profundamente vergonzoso, nos interpela como sociedad.

Un joven que veraneaba en Punta del Este junto a su familia decide salir a dar un paseo por la zona, cuando es abordado por un grupo de personas que define que por su forma de vestir seguramente es un delincuente. Los hechos son conocidos: es amenazado, golpeado brutalmente, y por obra de la suerte el lamentable acontecimiento no culminó en una tragedia, como sí han culminado otros hechos similares.

En un libro publicado recientemente, el filósofo Michael Sandel nos habla de la tiranía del mérito y de qué ha sido del bien común1.

El autor sostiene que la meritocracia ha consolidado sociedades cada vez más desiguales en diversas dimensiones: económica, educativa, residencial; si le sumamos la polarización política creciente, se puede explicar el debilitamiento cada vez más ostensible de las democracias.

Por un lado, un grupo relativamente pequeño y sin duda heterogéneo de “ganadores” se vuelve cada vez más arrogante y autorreferencial, y por otro, una amplia masa de “perdedores” acumula frustración y mastica su bronca.

La sociedad mercadocéntrica en la cual vivimos no sólo ha profundizado las desigualdades, sino que termina vaciando el debate público de cualquier perspectiva moral en temas relevantes; entre otros, cómo sostenemos un contrato social que nos permita vivir en sociedades cohesionadas y saludables en materia de convivencia.

La fe meritocrática convence a los “ganadores” de que sus logros son sólo propios, sin reparar en su lugar de nacimiento, su herencia, su lugar de residencia, y fundamentalmente lo que el conjunto de la sociedad aporta en bienes públicos de diverso tipo. Es así que la sociedad meritocrática se convierte en lo que supuestamente nació para combatir: una especie de aristocracia tradicional.

Una polis que sostenga una democracia de calidad es imposible en sociedades cada vez más fragmentadas donde el encuentro cotidiano entre ricos, clase media y los sectores humildes se convierte en una rareza. Esto profundiza una especie de no reconocimiento que lo único que promueve es el resentimiento y la violencia.

El discurso punitivista sin duda agrava estos problemas, pero claramente no es el origen de los males que nos aquejan.

Por último, el libro de Sandel es también una reivindicación de la filosofía para hacernos las preguntas correctas, que nos permitan encontrar los caminos de salida a las encrucijadas de nuestro tiempo.

Sócrates para muchos fue el primer filósofo y no dejó nada escrito; lo que sabemos de sus pensamientos es a través de sus alumnos, el más conocido y relevante sin duda es Platón. Al afirmar “sólo sé que no sé nada”, Sócrates es proclamado por el oráculo de Delfos como el más sabio de los hombres. Para los franceses de la Ilustración, será una especie de santo “pagano”, ya que el hombre más sabio de toda Grecia optó por una vida basada en la virtud, la prudencia, la mesura y la humildad. Su método fue la dialéctica, entendida como el encuentro con los otros para, a través de un diálogo abierto y sincero, intentar acercarnos a la verdad.

No siempre a los humanos nos definió la riqueza, ni el cuánto tienes, tanto vales. Quizás nos estemos acercando a un tiempo cardinal como para poner el freno, e intentar entre todos entablar diálogos productivos y sinceros, que nos permitan encontrar los caminos que alumbren un destino mejor.

Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Michael Sandel. La tiranía del mérito. Editorial Debate, 2020.