Después de una larga disputa, la Convención Constituyente de Chile aprobó los derechos de la naturaleza. En el artículo 9 se reconoce que “Las personas y pueblos son interdependientes con la Naturaleza y forman un conjunto inseparable”. Y más específicamente se establece que “la Naturaleza tiene derechos y el Estado y la sociedad tienen el deber de protegerlos y respetarlos”.

El ejemplo chileno es expresión de que el mundo avanza en la discusión sobre los derechos de la naturaleza. La razón es simple, la realidad no se puede encubrir más. El colapso ecológico es inocultable. Ninguna región, población o mar está ya a salvo de los daños que actualmente provoca dicho colapso, nos dice el Informe del Panel de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC). La humanidad está confrontada de forma brutal y global con la posibilidad cierta del fin de su existencia. Tenemos que actuar. Eso explica por qué este debate encuentra un punto relevante en Chile, país afectado por múltiples destrozos socioecológicos.

El tema despierta una creciente acogida y choca también con el desconocimiento sobre su significado y con el miedo a perder privilegios por su aplicación. Se ha posicionado un argumento que habla de la inutilidad de dichos derechos, remitiéndose a la experiencia ecuatoriana. Incluso se ha dicho que los derechos humanos se subordinarían a los derechos de la naturaleza y esto afectaría el modelo de desarrollo… aclaremos algunas dudas.

A pesar de las múltiples incomprensiones en diversas instancias y las limitaciones que se ponen para impedir la vigencia de estos derechos en Ecuador, empezando por sus propios gobernantes, hay cabida para el optimismo. En este pequeño país andino, paulatinamente se consolidan los derechos de la naturaleza. Una serie de procesos judiciales ‒casi 60 hasta la fecha‒ lo ratifican. Se trata de un trajinar arduo en un país atrapado por desbocados extractivismos.

Sin minimizar la necesidad de acelerar el paso para su mayor enraizamiento, tengamos en mente que la vigencia de la Constitución es reciente: menos de 14 años, y que su aplicación está rompiendo con visiones conservadoras. Adicionalmente, podríamos preguntarnos cuánto tiempo ha tomado la aceptación de los derechos humanos, cuyo cumplimiento en muchas partes es más que deficitario. Lo mismo se podría comentar de los derechos de las personas afro que fueron esclavizadas: la esclavitud fue abolida, pero el racismo no ha sido superado; los derechos de las mujeres avanzan, pero el patriarcado sigue presente; similares reflexiones cabría para los pueblos originarios. Aceptar estas falencias no debería llevarnos a la peregrina conclusión de que esos derechos son inútiles.

Lo importante, entonces, es que, pese a múltiples reticencias e ignorancias, los derechos conquistados por grupos tradicionalmente marginados de forma cada vez más acelerada permean en la sociedad. De a poco los derechos provocan más sensibilidad social, una sensibilización muchas veces más efectiva que los simples cambios institucionales.

Respecto de la justicia ecuatoriana, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza no ha resuelto el conflicto entre la naturaleza-objeto y la naturaleza-sujeto. Incluso registramos manipulaciones estatales de dichos derechos al ser enarbolados para expulsar actividades mineras irregulares en determinados territorios con el fin de abrir el campo a grandes empresas mineras.

La indignación que pueden provocar estas aberraciones no puede desanimarnos. Tengamos siempre presente que una Constitución por sí sola no cambia la realidad, pero sí puede ayudar a que la misma sociedad se empodere de lo que ella dispone en tanto vigorosa herramienta para la cristalización de los cambios que sean indispensables.

Ambos grupos de derechos se complementan y potencian. Es más, aceptemos que sin derechos de la naturaleza no habrá plenos derechos humanos.

El ejemplo chileno

Más allá de Ecuador, hay avances en el mundo. De acuerdo a Naciones Unidas, ya son 37 países los que han incorporado de alguna manera este tema a nivel oficial e institucional. En noviembre de 2016, en Colombia al río Atrato y su cuenca la Corte Constitucional les reconoció derechos; igual sucedió en 2018 con la Amazonia colombiana. En 2016 la Corte Suprema de Uttarakhand en Naintal, al norte de India, sentenció que los ríos Ganges y Yumana son entidades vivientes, y recientemente Panamá marcó un hito notable con una poderosa ley de derechos de la naturaleza. Además, hay otras propuestas en marcha para llegar a aceptar constitucionalmente a la naturaleza como sujeto de derechos.

Este eco internacional se expande. Tratándose de un asunto de repercusiones mundiales, nos urge, entonces, que más y más países constitucionalicen estos derechos y que se avance en la construcción de la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, como se planteó en Tiquipaya, Bolivia, en 2010. Esta reunión fue el detonante para el surgimiento del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza, construido desde la sociedad civil de todos los continentes, como paso previo a un tribunal formal en el marco de Naciones Unidas para sancionar los crímenes contra la Madre Tierra.

Bien sentencia Eduardo Gudynas: “El reconocimiento de los valores intrínsecos de la naturaleza impone mandatos universales, ya que la vida debe ser protegida en todos los rincones del planeta. Problemas ambientales globales, como el cambio climático o la acidificación de los océanos, refuerzan todavía más esa ética como un valor esencial”. Y así, más temprano que tarde, la globalización de estos derechos seguirá el camino de los derechos humanos, que sirvieron para encauzar al dictador chileno Augusto Pinochet y detenerlo en Europa por sus crímenes de lesa humanidad.

Una iniciativa en esta dirección ya se expresó hace un par de años en la acción pública para impedir la construcción de la hidroeléctrica en Belo Monte, Brasil, que buscaba defender al río Xingú y a sus habitantes riberiños, remitiéndose a los derechos de la naturaleza de la Constitución ecuatoriana.

Pese a la ignorancia de algunos y a la defensa de los privilegios de otros, la aceptación de los derechos de la naturaleza es, a todas luces, una cuestión global e indetenible. Chile es ahora ejemplo mundial y el segundo país en el mundo en liberar constitucionalmente a la naturaleza de su condición de objeto, como lo fue cuando emancipó a los esclavos en 1823.

Por último, aquello de que los derechos humanos se verían limitados al asumir a la naturaleza como sujeto de derechos es insostenible. Los derechos de la naturaleza no se oponen para nada a los derechos humanos. No se pueden tolerar modelos de desarrollo depredadores de la vida de los seres humanos y no humanos. Por lo tanto, ambos grupos de derechos se complementan y potencian. Es más, aceptemos que sin derechos de la naturaleza no habrá plenos derechos humanos.

Alberto Acosta es economista y profesor universitario ecuatoriano. Exministro de Energía y Minas y expresidente de la Asamblea Constituyente de Ecuador.