Nos aproximamos a un evento esencial para obtener una muestra cuantitativa sobre el estado de nuestra cultura, no en su acepción más restringida –artística o intelectual– que tanto preocupa a la senadora Graciela Bianchi, sino en otra bastante más importante, que refiere al “sentido común” de los uruguayos, fuertemente disputado entre la tradición solidaria, el debate público y las luchas populares, por un lado, y el constante ascenso del neoliberalismo y la mercantilización de la vida, por el otro.1 En esa contradicción, el Estado no se ha retirado, sino que ha asumido nuevas funciones administrativas y represivas; por tanto –como es lógico cuando tanto se valora el adiestramiento en armas y jerarquías–, la irrefrenable búsqueda del lucro quedó asociada, desde la posdictadura, a la defensa acrítica y autoritaria del statu quo. Un arreglo de fuerzas difícil por más que se presente en tecnicolor, ya que la libertad de los “malla oro” nunca termina liderando nuestro tan postergado progreso sin absorber una buena dosis de veneno retrógrado y medieval, que lubrica sus políticas ultraliberales con olvido y perdón para genocidas, permanente renovación del autoritarismo y ataque a la “ideología de género”.

Pero no nos engañemos: esa batalla no se expresa tan claramente por la forma en que habitualmente se dividen los votos entre “izquierda” y “derecha”. Ante la idea timorata y la vocación tangencial de algunos progresistas –desde el principio más temerosos de una derrota que convencidos de la trascendencia de la disputa– de que el 27 de marzo sólo se dirime la aprobación o desaprobación de algunas disposiciones legales, muchos pensamos, por el contrario, que aquí se expresan –una vez más, y no será la última– dos concepciones ideológicas y políticas muy distintas: claro que está en juego cómo queda parado el gobierno, resulta hasta infantil negarlo. De ganar el Sí, podríamos poner un freno más al punitivismo, al castigo como principal remedio social, a los intereses del capital sobre la lucha de los trabajadores, a la afirmación del patriarcado y su esencia policial-represiva, a la prioridad de la defensa a ultranza de la propiedad privada sobre cualquier otro derecho, incluso el de la vida. Por el contrario, de ganar el No, se afirmará la esencia represora de la ley, hasta ahora en buena medida autorreprimida frente a la disputa que hemos logrado instalar. Porque de confirmarse en las urnas, bien sabemos que se utilizará el derecho a la “libre circulación”, el castigo al “piquete” y el “desacato” ante la Policía, para iniciar procesos represivos y judiciales contra todo aquel que luche por sus legítimos derechos. Una ley, entonces, que hasta ahora funciona sólo a medias porque de lo contrario hubiera generado demasiada evidencia en su contra. El gobierno ha sido lo suficientemente astuto para no dar esa chance, conteniendo (a veces con dificultad) sus deseos represivos y preguntando, haciéndose el distraído: “¿acaso alguien se ha visto perjudicado?”.

No casualmente es timorata la perspectiva de los que no se animan a asumir el fondo ideológico que resaltamos. Desde hace tiempo muchos agentes progresistas oscilan entre conquistar el “sentido común” sin cambiarlo –posicionándose muy cercanos a lo que ahora cristalizó en la LUC– y oponerse al gobierno en una mera gimnasia política para canalizar descontento de cara a las próximas elecciones. A esos actores no les conviene profundizar en la controversia de fondo, porque buena parte de las tendencias culturales que han defendido fueron también el punitivismo, el emprendedurismo, la defensa del gran capital y el culto a la individualidad. Presos de la obtención de votos como objetivo primordial –ya absolutamente consustanciados con un sistema que funciona en tanto se limen al máximo las contradicciones ideológicas–, la LUC no puede significar otra cosa que una disputa menor sobre algunas leyes que, de ganarse las próximas elecciones, incluso podrían revocarse.

La LUC es un intento –felizmente ahora “en suspenso” y sujeto a crítica– de producir un hecho despojándolo de su necesaria reflexión.

Disputa tangencial entonces por ubicar lo político en un casillero electoral absolutamente irrelevante; llegado el momento lo más importante de lo que vivimos y cómo vivimos no estará sobre la mesa. No nos desviaremos mucho si esbozamos, a grandes rasgos y desde lo que consideramos una perspectiva de izquierda, qué es eso que consideramos importante: poner límites a los despotismos del capital y el patriarcado, organización racional del trabajo (límite a las jornadas laborales, salario mínimo digno), vivienda para todos como política verdaderamente urgente, educación antipatriarcal y emancipatoria (que trate los verdaderos problemas sociales y planetarios que enfrentamos y no sólo los requerimientos de las empresas), fortalecimiento de la organización comunal y de nuestros espacios públicos, desmercantilización de la vida habilitando cada vez más y mejores vías para que nuestras capacidades de crear y compartir no dependan del lucro y la acumulación, auténtica praxis transformadora sobre la mutua afectación de la naturaleza-cultura, términos cada vez menos indiferenciados e imposibles de tratar por separado.2 Al no considerar nada de esto, sencillamente despojamos la política de lo cotidiano y más necesario. De acuerdo a la dinámica que maximiza la obtención de “todos los votos”, la política se ha encaminado por un solo carril que no habilita crítica, una actividad administrativa de lo dado, de meros hechos. La LUC es un intento –felizmente ahora en suspenso y sujeto a crítica– de producir un hecho despojándolo de su necesaria reflexión: una forma brutal y muy expeditiva de negar los temas que hemos resumido: reducción al máximo del espacio público discursivo, avance en la privatización y mercantilización de la vida, administración de la educación para el capital y, sobre todo, mayor legalización de la represión frente al disenso.

No tengo idea de cómo se programan las encuestas y quiénes las ordenan, pero hay un perfil de los encuestados que poco se menciona en ellas: la edad. Quienes estuvimos recogiendo firmas sabemos que la receptividad de la gente joven era muy superior a la de la gente mayor. Es que la necesidad imperiosa de organizarse, luchar por sus derechos, resistir la represión policial y el poder mediático, los malos salarios y los alquileres desproporcionados, en fin, ser absolutamente consciente de la mentira de un país bien ordenado y equilibrado que nos quieren vender, está bastante relacionado con ser joven, ser mujer o ser trabajador. En otras palabras, son las fuerzas que impelen a ser auténticamente de izquierda aunque no tengan las formas orgánicas ni piramidales que la tradición manda para hacerlo. Por otro lado, el miedo al diferente, la criminalización de los jóvenes y los pobres, la defensa del patriarcado, el racismo, la sumisión y resignación frente al capital, así como a las múltiples maneras arbitrarias de manifestarse el poder, suelen ser una prédica constante de la derecha más auténtica, esta sí bien piramidal, arrogándose todo el tiempo hablar por mayorías que sólo convocan con ayuda de los grandes medios. ¿Alguien puede afirmar que estas no son contradicciones culturales-ideológicas de fondo que hoy están en juego?

Pero también dos posturas que de muchas maneras han evadido el fondo de lo que habría que discutir por ubicarse fuertemente alineados en un simulacro de controversia como guerra de divisas: o estás en la coalición o estás en el Frente Amplio. Pero, parafraseando a Marx: “No lo saben pero igual lo hacen”; cada uno está –por el hecho de existir sólo dos opciones– de uno u otro lado de la verdadera contradicción, dominada no por lo que creen que están haciendo, sino por la fuerza de las potencias en juego. De una parte, el viejo y más que sustentado orden autoritario del capital y el patriarcado, la política tradicional y los grandes medios concesionados por la derecha, por el No. Del otro, el impulso participativo que no pide permiso de las y los trabajadores, feministas, cooperativistas, ollas populares, estudiantes y memoriosos que sufren en sus propios cuerpos lo político. En su mayoría jóvenes, hoy cada vez más contrapuestos a la generación que les precedió, demasiado afectada por el horror de la dictadura, conteniendo “a contrapelo” –tal como decía Walter Benjamin– el recuerdo histórico de la única izquierda posible, una izquierda que, al decir de Vladimir Safatle, “no teme decir su nombre”.3 Ellas y ellos son las nuevas potencias transformadoras, las que han dinamizado sin titubear y desde el inicio el proceso del Sí.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.


  1. Ver esta disputa según Amparo Menéndez-Carrión en uno de los libros más interesantes que se ha escrito sobre el proceso histórico uruguayo: Los avatares de una polis golpeada, Fin de Siglo, Montevideo, 2015. 

  2. He tomado esta idea del último y estupendo libro de Bruno Latour: Cara a cara con el planeta, una nueva mirada al cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, Siglo XXI, Buenos Aires, 2017. Ahí se explica que la tradicional forma de considerar lo humano como sujeto y lo natural como objeto inerte sobre lo que aquel tiene absoluto poder de decisión es ya imposible, viviendo la difícil situación de no asumir siquiera esta imposibilidad envueltos en la ficción de un “no pasa nada”. 

  3. Vladimir Safatle, La izquierda que no teme decir su nombre, LOM Ediciones, 2014.