En 1992, poco después de la caída de la Unión Soviética, los taxistas sin licencia proliferaban en las grandes ciudades rusas. Eran exobreros, exestudiantes, exprofesionales. Uno de ellos, recién llegado de Dresde, era exagente de la KGB. La política económica de terapia de choque llevada adelante por el joven gobierno ruso lo había forzado a manejar por las noches. Pocos años antes su pensión le hubiera procurado una vida relativamente cómoda. Hoy apenas alcanzaba para cubrir una parte de los gastos de cada mes. El protagonista de este relato es Vladimir Putin. La verdad en él es, hasta cierto punto, cuestionable. Por otro lado, hay otros relatos que proveen más certezas: los de la inmensa mayoría de rusos que vivieron lo suficiente para construir una vida en el espacio soviético y para presenciar, en pocos años, su total destrucción.

Llegué a esta anécdota por Emmanuel Carrère, escritor y francés, ambas pruebas de que con ella no busco aproximarme a la realidad desde el cristal fantasioso de la objetividad ni desde una perspectiva “rusa” que no me pertenece. Por ella hablan mucho mejor hombres como Limónov, a quien Carrère retrata en su libro, Alexandr Dugin o el propio Putin. Limónov como hombre de pluma y de acción; Dugin como supuesto ideólogo del entramado geopolítico ruso; Putin como persona concreta y como ángel o demonio, según quién opine. Todos ellos forman una pequeña parte de la primera pregunta que flota en el aire desde hace varias semanas: ¿qué pasa en Ucrania?

En noviembre es invierno en el suroeste ruso. Una persona aficionada al trainspotting ve pasar un tren y lo graba. Está cargado de todoterrenos blindados Tigr-M. El video de este usuario aparece en TikTok, junto con muchos otros similares. Todos los trenes se dirigen hacia la frontera con Ucrania, que hace poco ha retomado sus acercamientos con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En 1981, cuando el periódico clandestino Crónica de los acontecimientos actuales circulaba en forma de samizdat (copias de hojas finísimas hechas en carbónico por los propios lectores), el gobierno de la Unión Soviética no pudo interrumpir sus ediciones durante los más de 20 años en que la publicación logró escapar de la censura. En 2022, la estrategia del actual gobierno de Putin apunta a un lugar distinto. Aunque algunos resabios de la era soviética permanecen (como testifica la lista de periodistas asesinados que ostenta en su web Novaya Gazeta, uno de los pocos medios opositores al gobierno de Putin), en este caso el Kremlin consideró que detener el flujo de información era difícil, y quizá inconveniente. Las imágenes debían circular. No pasó mucho tiempo hasta que la noticia de una acumulación significativa de tropas rusas sobre la frontera ucraniana se hizo conocer a lo largo del mundo. Hoy, mientras las tropas rusas marchan sobre territorio ucraniano, las condenas y súplicas, las amenazas y los silencios conforman un conjunto de información y desinformación monstruoso. La incertidumbre reina. La guerra ha tocado las puertas de Europa de nuevo.

Volvamos a la imagen de Putin conduciendo un taxi por San Petersburgo. Las calles de la ciudad son un retrato de la nueva cara de Rusia. Ya no hay filas eternas ni almacenes vacíos, como en la época de Gorbachov, pero los ancianos piden limosna junto a los andenes. Sus ropas están raídas, rotas. Ellos tampoco lo esperaban. De hecho, nadie lo esperaba. Algunos incluso vieron ondear la bandera con la hoz y el martillo en Berlín. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que sus pensiones, que deberían haberles podido permitir vivir el resto de sus días, morir dignamente, pagar su funeral, ahora tuvieran el mismo valor que una caja de fósforos?

Rusia había sido humillada, pero, más importante que eso, los rusos habían sido humillados. El Estado los había traicionado y el mercado los había abandonado. Habían perdido.

Poco tiempo antes, el escritor ruso Eduard Limónov había decidido volver a su tierra luego de un largo autoexilio. Había cosechado fama en París luego de escribir un libro con un título impublicable bajo estándares actuales: El poeta ruso prefiere los negros grandes. Pronto avanzaría en su papel de provocador en tierras francesas, llegando a ser considerado como una especie de enfant terrible dentro del mundillo literario. Una cosa destaca de su vida previa a su llegada a Moscú: nunca había tenido participación política activa. No era más que un escritor, uno polémico y polarizante, sí, pero un escritor al fin. Su choque frontal con la nueva realidad de su país le produjo una amalgama de sentimientos de tal magnitud que tomó la decisión de pasar a la acción. En los años siguientes tomaría las armas en las guerras de los Balcanes desde el lado serbio (acción que le valdría el rechazo de gran parte de sus defensores en Francia) y volvería a Rusia para intentar transformarla desde el activismo radical.

Es de esa sensación de derrota que emergieron Putin y Limónov como figuras políticas. La deriva del tiempo llevó a que Putin terminara en el Kremlin y Limónov en la cárcel, como varios de sus opositores. Sin embargo, compartían una idea esencial: Rusia debía volver a ocupar el lugar en el mundo que la historia y la geografía le habían reservado. Cuando Limónov creó su primer partido político, el Partido Nacional Bolchevique (ilegalizado no mucho antes del ascenso de Putin), contaba en sus filas con Alexandr Dugin, un personaje que hoy fascina y horroriza a Occidente a partes iguales. Filósofo político, estratega, místico; muchos son los títulos que se le atribuyen. Por aquel entonces era sólo un hombre que escribía desde un pequeño despacho. Tenía un sentimiento nostálgico no por el comunismo en sí, sino por lo que había significado la Unión Soviética: la concreción de su destino manifiesto, el de ocupar Eurasia, el corazón del mundo. La civilización rusa, fundada sobre las bases de la expansión sobre tierra, era naturalmente antagónica con la civilización del mar, dentro de la cual identificó a Estados Unidos, Reino Unido y sus aliados europeos. Por esto odiaba a Gorbachov y a Yeltsin: habían capitulado ante sus rivales en su interpretación dicotómica del mundo, y haciendo esto se habían llevado puesta la propia identidad de Rusia. Si querían evitar su desaparición como nación, los futuros gobernantes rusos tenían el deber de restablecer su esfera de influencia en las antiguas repúblicas soviéticas (jugando entre ellas Ucrania un papel fundamental) y mantener un “cordón sanitario” de países que los protegiera de influencias occidentales.

No es una exageración decir que cada nuevo escombro en las ciudades de Ucrania sepultará aún más la utopía de multilateralismo con la que soñaron algunos de los constructores de las Naciones Unidas.

Pese a que la figura de Dugin ha dado mucho que hablar en la prensa occidental (algunos han llegado a llamarlo “el Rasputín de Putin”), lo cierto es que nadie es profeta en su propia tierra. No existe evidencia que respalde que su manual Fundamentos de Geopolítica forme parte de la instrucción militar en Rusia, como se repite con frecuencia desde Occidente como prueba de su indudable influencia. No está involucrado directamente con ninguno de los actores políticos importantes en la interna rusa. En 2014 fue removido de su puesto en la Universidad Estatal de Moscú tras declarar públicamente que era necesario matar a todos los nacionalistas ucranianos. La realidad sugiere una respuesta mucho más aburrida: la caja de herramientas que usa Putin para diseñar la política exterior rusa no difiere demasiado de la de los otros líderes mundiales. Eso no quita, por otro lado, que no existan convergencias con algunas de las ideas que defiende Dugin. El eurasianismo es una ideología presente hace más de un siglo en Rusia, y el debate entre perseguir un modelo similar al de Occidente o mantenerse fiel a la idea de Rusia como país “distinto” que requiere soluciones “distintas” hunde sus raíces hasta el siglo XIX. Negar su influencia en las élites rusas sería, cuanto menos, un acto de miopía intelectual; exagerarla, por otro lado, sólo es una prueba de la pereza de la prensa occidental en sus esfuerzos por comprender la enorme complejidad del espacio postsoviético.

Putin ocupa en la historia de Rusia el papel que muchos de sus anteriores líderes han representado y que muchos de los portavoces de las nuevas derechas han querido emular: un hombre fuerte, autoritario, que vino a “poner la casa en orden”. Los medios de los que se ha servido para lograr este objetivo, que implica volver a poner a Rusia sobre la mesa donde se deciden los designios del planeta, son los mismos que han sido y siguen siendo útiles para algunos de sus más acérrimos detractores: el poder y la fuerza. Para ello, no ha dudado en pasar por encima del derecho internacional, los derechos humanos o el derecho internacional humanitario. La reciente invasión de Ucrania es prueba suficiente. Un verdadero mundo multipolar se inauguró luego de que el primer soldado ruso marchó sobre el Donbás.

Frente a ello, la OTAN, Estados Unidos y Europa se han hecho la misma pregunta que se hizo Lenin a principios del siglo XX: ¿qué hacer?

A pesar del particular énfasis que hizo Occidente en sus intenciones de un accionar sólido y conjunto en tiempos de adversidad, los hechos no convirtieron estas declaraciones en algo más que una expresión de deseo hasta que la llegada de una noticia cambió el curso de los acontecimientos. En una ya completa violación de los Acuerdos de Minsk (que consagraron el alto el fuego en la crisis ucraniana de 2014), Rusia había reconocido la independencia de las autoproclamadas Repúblicas Populares de Lugansk y Donetsk, que la comunidad internacional reconoce como parte del territorio de Ucrania.

Previo a esto, la crisis de liderazgo dentro de la Unión Europea acentuada por las zozobras de Olaf Scholz, canciller de Alemania (quizás el país más importante del bloque), había llevado a que los intercambios más importantes con Putin tuvieran como protagonistas a Joe Biden y Emmanuel Macron, principales mandatarios de Estados Unidos y Francia, respectivamente. Mientras Europa amenazaba a Rusia con un paquete de sanciones sin precedentes, Scholz estaba petrificado. Los numerosos problemas internos de su gobierno apenas formado lo llevaron a afirmar que el proyecto del gasoducto NordStream 2, que suministraría a Europa gas ruso durante el invierno, era “completamente apolítico”. Un voluntad férrea de que el futuro de su aprobación no dependiera de las sanciones previstas por Bruselas lo llevó a que, cuando la situación en Ucrania continuó escalando, su largamente meditada decisión final llegara demasiado tarde. La falta de determinación de la Unión Europea puso aún más en evidencia su poca capacidad de acción rápida y efectiva en materia de seguridad, debilitando las aspiraciones europeas de autonomía estratégica.

Pero Europa no fue la única que salió perdiendo de la aventura rusa. Si ya eran pocas las esperanzas que quedaban de un mundo en donde las decisiones sobre cuestiones esenciales (como el mantenimiento de la paz) fueran tomadas por la actividad conjunta de todos los países, sin importar sus diferencias materiales, la falta de capacidad de acción real que ya había sido largamente acusada en organismos como las Naciones Unidas queda aún más evidenciada por su inhabilidad para poner un freno a la escalada imparable de la crisis en el este europeo. No es una exageración decir que cada nuevo escombro en las ciudades de Ucrania sepultará aún más la utopía de multilateralismo con la que soñaron algunos de los constructores de las Naciones Unidas.

Sin embargo, hay un país que destaca entre los muchos que se acodan en la barra del bar en el bulevar de los sueños rotos. En los últimos 30 años, Estados Unidos fue testigo del derrumbe, lento pero imparable, del proyecto global que creyó posible luego de la caída del Muro de Berlín. El atentado a las Torres Gemelas, el ascenso de China y la retirada de tropas de Afganistán fueron fogonazos dentro de un proceso que, pese a los esfuerzos de los gobernantes estadounidenses, todavía sigue en curso. El año 2017 significó el ascenso al poder de Donald Trump, un manotazo de ahogado de un país que se sentía cada vez más inseguro. Sus esfuerzos por confrontar al gran cuco chino (uno de los puntos más fuertes en la retórica de Trump) terminaron por debilitar aún más al país del norte, enfriando las relaciones con sus aliados en el proceso. El mundo se aleja cada vez más de aquel que imaginaba el sueño globalizador, construido sobre las bases del convencimiento (o la aceptación) de que la democracia liberal era el mejor sistema político construido por la humanidad y de que el capitalismo era el único sistema económico que había demostrado ser viable a largo plazo. Los avances tecnológicos que debían impulsarlo terminaron por convertirse en un arma de doble filo: el nuevo mundo interconectado generó un intercambio intercultural sin precedentes en la historia, pero también alimentó los radicalismos y la violencia. Estados Unidos, que debía haber sido su tutor, cedió ante el avance de sus detractores. El mundo unipolar, el fin de la historia, ha terminado.

Mientras escribo este artículo, la ciudad de Kiev se estremece ante grandes explosiones. Algunas estaciones de metro han sido ocupadas como refugios antiaéreos. El presidente ucraniano ha prohibido abandonar el país a los hombres de entre 18 y 60 años mientras declara que los han dejado solos frente a los tanques rusos. Frente a este panorama, no puedo dejar de preguntarme qué hubiera opinado Limónov sobre esto. Qué estará pensando Dugin mientras mira las noticias en la televisión, o Putin mientras asiste a los detalles de su ofensiva. Pero, más importante aún, me pregunto qué piensan los ucranianos refugiados bajo tierra y los rusos de la Rusia real, la que se extiende hacia el horizonte en un mar de tierra infinito, sólo salpicado por pequeñas ciudades. No conozco la respuesta, pero sé que todos estamos seguros de lo mismo: el futuro es incierto. Todavía quedan muchas preguntas por responder.

Martín Russi es estudiante de Relaciones Internacionales.