Decía Max Weber (2019), en su célebre ensayo sobre la política como vocación, que el Estado es la institución que ostenta el monopolio sobre el uso de la fuerza y que, por tanto, el terreno de disputa de la política como práctica se podría definir como un espacio en el que ciertos actores aspiran a ser parte de una institución que define el poder, llegando, en este caso y a partir de esa posibilidad, a influir sobre la vida de la totalidad de las personas vinculadas con él. No obstante, agrega Geuss (2004), el “poder coercitivo” no encuentra en la imposición el único mecanismo para que las personas actúen del modo deseado, apareciendo, en este sentido, prácticas como la influencia y la emulación.

El propio Geuss complementa que en cualquier grupo de pares que comparte un interés o una práctica común, alejado del Estado, y que se regula a partir de la instalación de reglas tácitas o explícitas, pueden surgir diferencias sobre las que el grupo procure avanzar en medidas conjuntas, pero recurrir al uso de la fuerza no será, en este caso, un recurso válido a considerar.

Parece necesario, en este punto, establecer las distinciones entre lo que la política representa como práctica que se propone “el manejo” del poder a partir de la ostentación del monopolio estatal sobre el uso de la fuerza, y de lo político como totalidad que expresa –o esconde– relaciones de poder, sucediéndose estas en dependencia dialéctica con el Estado pero más allá de sus límites.

Para Weber, el Estado se erige como una asociación política capaz de realizar determinada actividad con éxito, es decir, capaz de manejar exitosamente el uso de la fuerza para mantener situaciones deseables de estabilidad democrática, en el caso de los estados democráticos. En este sentido avanza el autor sobre una distinción necesaria. El Estado es una asociación política diferente de cualquier otra asociación social que nuclea un grupo de personas que se reúnen con ciertos fines y que disponen de un orden particular de funcionamiento capaz de operar –y de regularse endógenamente– buscando equilibrio propio y sin apartarse en principio de los fines que la propia institución se propone.

Para el caso de las asociaciones –llamémosle civiles– es necesario definir agentes encargados de mantener el orden interno y de vigilar en cierta forma los fines para los que fue creada o de promover, en cualquier caso, estados de consenso que habiliten el devenir de esos fines en función de los intereses de los integrantes del colectivo. Esos agentes reguladores funcionarán en concordancia con un estatuto dispuesto también por el colectivo y oficiarán de mediadores dirigiendo la asociación, en el mejor de los casos, en diálogo con la totalidad del colectivo, evitando abusos de poder desde el lugar que, eventualmente, se les ha delegado.

Por otra parte, en caso de que la asociación decida instalarse con personería jurídica y definir sus fines sociales, deberá someterse al control del Estado, a sabiendas de que lo que los agentes de control de la asociación no pueden hacer en relación con el uso de la fuerza –real o simbólica–, el Estado sí podrá hacerlo, encargándose este último de la regulación sobre el cumplimiento de los acuerdos intersubjetivos materializados en el estatuto que la asociación presentó para legalizar su personería jurídica.

Dicho de otra forma: la asociación civil con personería jurídica se somete a un agente externo, en este caso el Estado, que ostenta el monopolio sobre el uso de la fuerza y le asegura, desde esa posibilidad de uso, su estabilidad institucional.

No obstante lo que esa entelequia expresa en términos de idea, la realidad se instala más allá del concepto, y lo que el Estado representa como abstracción no es más que lo no idéntico del objeto práctico, y es la necesidad de establecer un concepto la que instala sus propios límites epistémicos y la que demanda, por tanto y en palabras de Adorno (2018), la búsqueda de una verdad más allá del concepto pero desde el uso de los conceptos.

En los últimos tiempos, la debilidad de la democracia y de los estados democráticos ha sido objeto de análisis permanente. La corrupción sistémica se ha manifestado en la expresión de prácticas que lejos están de preservar la búsqueda de los intereses generales de la comunidad, desviando fines y promoviendo el bienestar de sectores de privilegio desde el uso indebido de las facultades del Estado. Si la corrupción se define como el comportamiento de las personas que, desde su condición de agente público utilizan su lugar delegado para la obtención de beneficios que redunden en su propia persona o en su grupo, podríamos decir que las acciones corruptas vienen siendo naturalizadas en los estados democráticos, legitimando discursos que parecen habilitar espacios para prácticas de perversión colectiva (Vidal-Beneyto, 2010).

En esta línea de análisis, podríamos preguntarnos, y en relación específica con las asociaciones sociales no estatales, cuáles son las garantías reales que ofrece el delegar la regulación a un agente externo como el Estado, cuando la naturalización del uso fetichizado del poder parece siempre latente y cuando la válvula que regula la matriz coercitiva la manejan los mismos grupos de poder que recursivamente lo corrompen, acarreando agua para su molino, lejos de los intereses de todos y guardianes denodados de la hegemonía de clase.

La fetichización del poder es tal que la preservación de la estabilidad democrática parece validar el uso a destajo de un poder delegado que no deja de ser eso, un poder que el pueblo presta a un grupo eventual de agentes con la intención de que retorne sobre ellos, ecuánimemente, pero que lejos está de ser el poder “para” un grupo que cuida y que se cuida y que parece no dudar en el uso monopólico de la fuerza en tanto se sienta amenazado por aquellos que, de una forma u otra, persiguen los intereses del colectivo en su conjunto, arrastrados por la fuerza que les imprime la utopía como posibilidad (Vidal-Beneyto, 2010).

José Luis Corbo es licenciado en Educación Física y magíster en Educación.

Referencias

Geuss, R. (2004). Historia e ilusión en la política. Barcelona: Kristerios Tusquets.

Vidal-Beneyto, J. (2010). La corrupción de la democracia. Madrid: Catarata.

Weber, M. (2019). La política como profesión. Madrid: Biblioteca Nueva.