La pretensión de exactitud matemática del título de la nota es un mero recurso discursivo que busca llamar la atención sobre dos órdenes de problemas (unos estructurales, otros puramente jurídicos) que aparecen en la actual discusión del sistema de negociación colectiva en nuestro país, luego de 12 años de debate sobre las formas de negociar los salarios, las condiciones de trabajo y las relaciones entre sindicatos y empresarios.
El origen de todo está en la queja que las cámaras empresariales plantearon en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a poco de adoptarse la Ley 18.566 de negociación colectiva en 2009. La norma introdujo modificaciones a las dos formas clásicas de negociación existentes: la tripartita celebrada en los Consejos de Salarios y la bipartita, que es la pactada por organizaciones sindicales y empresarios sin participación del Estado. Los empresarios se opusieron a ciertos contenidos de la ley referidos a ambas modalidades, mediante ese recurso presentado ante el organismo de Naciones Unidas.
En el caso de los consejos de salarios –cuya competencia básica desde su creación en 1943 es la fijación de salarios mínimos por categoría laboral y rama de actividad–, la ley de 2009 incorporó la atribución de establecer aumentos porcentuales en las remuneraciones del personal que se encontrara por encima de los salarios mínimos.
El aumento de las remuneraciones superiores a los mínimos era una práctica corriente de los laudos de los consejos de salarios, pese a que la ley de 1943 no habilitaba ese tipo de resoluciones, por lo cual bien podía decirse que estos organismos actuaban en esos casos por fuera del marco legal. No obstante esa posible objeción formal, empresarios y trabajadores usaban el mecanismo tripartito para economizar tiempo y energía, circunscribiendo la discusión –y la inevitable conflictividad consiguiente– a un solo momento, para abordar así de manera concomitante otros temas de las relaciones laborales, además de los mínimos salariales por categoría. Procuraban una máxima concentración temporal de la negociación para acordar no únicamente los mínimos salariales sino también el acompasamiento de la estructura salarial general, las condiciones de trabajo, las cláusulas de paz y un sinfín de aspectos que contribuían a asegurar la paz laboral por el período de vigencia de las resoluciones del respectivo consejo de salarios.
Esa concentración de la negociación en determinados períodos secuenciales (cada dos o tres años, esencialmente) no obstaba a que se complementara con el acuerdo sobre convenios colectivos por empresa para atender las particularidades propias de un establecimiento.
Contra todo pronóstico, el hecho de que la Ley 18.566 hubiera sumado competencias del consejo de salarios en materia de remuneraciones generales y condiciones de trabajo en tanto existiera acuerdo entre trabajadores y empleadores, subsanando jurídicamente una práctica social alimentada en todos los consejos por empresarios y trabajadores, provocó, por el contrario, que las cámaras de industria y comercio se demostraran iracundas en la Organización Internacional del Trabajo (OIT), al sostener, de manera sorpresiva, que el sistema –siempre utilizado de manera informal y ahora legalizado– violentaba la negociación “libre y voluntaria”.
El argumento fundamental de las cámaras es que el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS) interviene en los convenios colectivos. Este es el primer y fundamental equívoco, ya que dicho ministerio jamás interviene en la negociación de convenios colectivos, lo que sería naturalmente violatorio de la libre negociación. Pero a esa confusión, han contribuido decisivamente los propios participantes del consejo de salarios y hasta sectores de la academia, llamándoles “convenios” a las resoluciones tripartitas, que por acuerdo o mayoría simple, deciden sobre los contenidos de los laudos. Claramente no se trata de convenios colectivos, que a similitud de un contrato, configuran acuerdos privados entre dos partes que negocian en un marco de autonomía colectiva.
El segundo y fundamental equívoco es presentar a la estructura de la Ley 18.566 como una norma que induce obligatoriamente a los actores sociales a una negociación tripartita en el consejo de salarios donde les aguarda el ogro del Estado. El diseño institucional de la ley es muy distinto, ya que la norma es clara en optar en favor de la negociación bipartita entre organizaciones de trabajadores y empleadores, un dispositivo que no ha sido suficientemente advertido por observadores y actores de las relaciones laborales.
Así, el artículo 12 prescribe que los consejos de salarios serán convocados salvo que exista un convenio colectivo en el sector, con lo cual queda en evidencia que la solución de principio en nuestro sistema es la negociación bipartita entre sindicatos y empresarios y no la negociación tripartita, que sólo entraría en subsidio ante la hipótesis de que no existiera convenio colectivo.
El problema de fondo a resolver es cómo la pregonada libertad que pretenden las cámaras empresariales no trasunta el oscuro objeto del deseo de liberarse de todo compromiso de negociar con las organizaciones sindicales.
El problema no es entonces que el MTSS meta la nariz a través de los consejos de salarios limitando la libertad, sino que los empresarios son reacios a usar su libertad de pactar condiciones de trabajo mediante convenios colectivos. Si así lo hicieran, si fueran consecuentes con su discurso en favor de la negociación de convenios colectivos, los consejos de salarios sólo actuarían en aquellos sectores en los que no se dieran las condiciones para la negociación bilateral.
El tercer equívoco fundamental es sostener que la OIT ha “observado” la ley de negociación colectiva al exigir que se cambien algunos aspectos por ser violatorios de las normas internacionales.
Este error ha sido inducido de manera interesada por ciertos actores y por una lectura liviana que se hace de los términos empleados por las recomendaciones que ha hecho la OIT.
En concreto, en sus pronunciamientos sobre el caso, la OIT sólo sienta una serie de principios, como cuando manifiesta que “todas las partes en la negociación, gocen o no de personería jurídica, deben ser responsables ante eventuales violaciones al derecho de reserva”, o cuando subraya que los empresarios “han expresado su desacuerdo con toda clase de ultractividad automática de los convenios colectivos”, por lo cual “invita al gobierno que discuta con los interlocutores sociales la modificación de la legislación a efectos de encontrar una solución aceptable para ambas partes”.
En estos y otros casos, no hay una “condena” que obligue imperiosamente a ir a un cambio alternativo a lo vigente, sino tan solo una exhortación al gobierno a salvaguardar ciertos principios, a aclarar ciertos alcances de la ley o a buscar acuerdos con los interlocutores sociales para sortear las disidencias.
Este último equívoco, o sea, si es imperioso variar la ley o si el Estado cumple con la OIT al demostrar buena fe y debida diligencia en la búsqueda de los acuerdos, nos desplaza hacia la lectura de las soluciones que, en concreto, el proyecto de ley presenta, urgido en el supuesto (no absolutamente cierto) de que la OIT “exige” un cambio en la legislación.
Situados en el campo de las propuestas de modificación legislativa, aparecen entonces los cinco disensos contingentes que mencionábamos en el título, en tanto la auto/exigencia de modificar la ley conduce a que se opte por soluciones que siempre son discutibles en el plano de la regulación jurídica de las relaciones de trabajo.
Esto nos determina a incursionar en algún detalle técnico-jurídico. Parte de esos desencuentros son desatinos de algunas interpretaciones que se han hecho públicas, como aquella que dice que la eventual derogación de una facultad del Consejo Superior Tripartito de pronunciarse sobre los niveles de negociación suprime la posibilidad de ubicar una empresa en un grupo salarial de consejo de salarios, cuando esa competencia se mantiene y corre a cargo de la Dirección Nacional de Trabajo, previa consulta con una “comisión de clasificación” de empresas; o la que expresa que la supresión de la permisividad de negociación del sindicato de superior nivel cuando no existe organización en la empresa habilitaría automáticamente a la negociación con trabajadores no sindicalizados o afectaría la aplicación en la empresa de la negociación del sector de actividad, lecturas totalmente desenfocadas y contrarias al sentido común de los textos propuestos.
Otro tanto ocurre con las consecuencias que pretenden extraerse de la obligación de contar con personería jurídica de parte de los sindicatos, o el argumento falaz de las cámaras empresariales de que la ultractividad pone un cerrojo a toda variación de las condiciones de trabajo de acuerdo a los contextos cambiantes, como si la norma vigente cristalizara lo pactado para la eternidad de los tiempos, cuando modestamente, y a lo sumo (no es posible ahora entrar en detalles), sólo se trata de extender las condiciones mientras se negocia un nuevo convenio.
Las soluciones jurídicas del proyecto del Poder Ejecutivo son motivo de discusión como cualquier otra propuesta que aspire a convertirse en ley. Arreglos institucionales puede haber muchos. El problema de fondo a resolver es cómo la pregonada libertad que pretenden las cámaras empresariales no trasunta el oscuro objeto del deseo de liberarse de todo compromiso de negociar con las organizaciones sindicales, para lo cual se requiere que desaparezca el molesto Estado, que les toca el hombro para recordarles sus deberes de dialogar y concertar las condiciones en que utilizarán el trabajo ajeno.
Hugo Barretto Ghione es catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de la República.