En estas últimas semanas algunos medios de comunicación, parte del sistema político y de la academia han tratado el tema de la contención del uso de las armas de fuego a partir de un proyecto de ley que propone el senador del Frente Amplio Mario Bergara. El hecho de que se empiece a dar un debate serio respecto de este asunto es, en sí misma, una buena noticia.
Según la información oficial del Servicio de Material y Armamento del Ministerio de Defensa Nacional, organismo encargado del Registro Nacional de Armas, en nuestro país hay poco más de 600.000 armas de fuego registradas. A su vez, estudios internacionales y nacionales estiman que hay otras tantas en condiciones de ilegalidad. Así las cosas, tendríamos en Uruguay la alarmante cantidad de 1.200.000 armas de fuego, lo que equivale prácticamente a un arma de fuego por hogar, y que nos coloca en la quinta posición en el ranking mundial de cantidad de armas de fuego.
A su vez, la incidencia de la participación de armas de fuego en eventos de violencia es igualmente preocupante. Si tomamos en cuenta la información oficial del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior, 62,4% de los homicidios se cometieron con armas de fuego (promedio de los últimos cinco años). Este porcentaje se eleva a 66% en las rapiñas. Por otra parte, las armas de fuego son el segundo método más utilizado en los suicidios en nuestro país, representando 20% del total. A estas cifras debemos añadir las agresiones no letales que se cometen por medio de las armas de fuego.
En un contexto de aumento cualitativo y cuantitativo de la violencia, se impone la disminución de la proliferación de armas en la sociedad civil.
Si bien no puede establecerse una linealidad absoluta entre la cantidad de armas en una sociedad y los índices delictivos o de violencia, la literatura especializada identifica la alta proliferación de armas como un factor de riesgo fundamental en materia de seguridad ciudadana. Esto tiene un componente algo intuitivo, casi de sentido común: los potenciales usuarios de alto riesgo tendrán mayores dificultades de acceso a un arma de fuego en entornos en que la circulación sea menor. De igual manera, una mayor dificultad de acceso podría ayudar a disminuir las hipótesis de letalidad en altercados espontáneos.
Por otra parte, se ha destacado frecuentemente que no alcanza con tener una legislación en materia de armas de fuego de carácter restrictivo, si luego no se acompaña de políticas públicas ejecutivas tendientes al contralor y fundamentalmente a la educación de la ciudadanía en la materia.
En este sentido, quienes estudian estos temas señalan la importancia de un abordaje integrado. Es decir que en el diseño, evaluación e implementación de las políticas públicas en la materia se tengan en consideración los aportes de múltiples disciplinas (derecho, economía, salud pública, psicología, criminología, etcétera) y se logre una participación activa y proactiva de la mayor cantidad de actores posibles, a nivel público y privado, y con la intervención de la sociedad civil y de la academia.
Cosa (también) de mujeres
Como ocurre en otros casos, este flagelo no golpea por igual en los distintos sectores de la sociedad. Por el contrario, asumir que 98% de las armas están en manos de hombres implica —inmediatamente— advertir la amenaza y la violencia efectiva sobre las mujeres. Esta mirada sería incompleta si no incorporara la perspectiva de género.
Aunque los negacionistas argumentan que la violencia de género tiene lugar con o sin armas de fuego, es necesario reconocer la relevancia de las armas de fuego en términos de los riesgos y daños efectivos. La literatura identifica tres tipos de amenazas con estas armas en casos de violencia de género: amenaza verbal explícita, ostentación y conocimiento de la existencia del arma.
La presencia conocida o presumida de armas introduce un diferencial inocultable.
Para sumar una nueva arista negativa, “las armas de fuego afectan la vida de las mujeres aun cuando no están en la línea de fuego [...] se convierten en principales proveedoras de sustento y cuidadoras cuando los familiares varones mueren o resultan heridos o incapacitados debido a la violencia armada” (Amnistía Internacional, Iansa y Oxfam, 2005: 11).
La idea central es evidenciar y aportar soluciones ante la necesidad de una política de más información, de seguimiento y más control en la adquisición y tenencia de armas de fuego.
El relevamiento de información comparada a nivel regional muestra que, con contadas excepciones puntuales y discontinuas en Brasil, México y Ecuador, la perspectiva de género en este tema es un área de vacancia en la investigación académica y en el diseño de políticas públicas. Cabe consignar que hay esfuerzos puntuales significativos de la sociedad civil, pero ostensiblemente insuficientes en el conjunto de la cosa pública.
Por otro lado, los principales instrumentos internacionales específicos en esta materia son: la Convención Interamericana contra la fabricación y el tráfico ilícitos de armas de fuego, municiones, explosivos y otros materiales relacionados, de 1997 (Cifta); el Programa de Acción de las Naciones Unidas para prevenir, combatir y eliminar el tráfico ilícito de armas pequeñas y ligeras en todos sus aspectos, de 2001; el Protocolo contra la fabricación y el tráfico ilícitos de armas de fuego, sus piezas y componentes y municiones, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, de 2001; y el Tratado sobre el Comercio de Armas (TCA), adoptado en 2013 por la Organización de las Naciones Unidas. Tal como revelan Mia Schöb y Emile LeBrun, el TCA es el primero en introducir la cuestión de género.
El género, al igual que ocurre con otros identificadores sociales, es fundamental para una lectura social contemporánea en clave de violencia. Cualquier abordaje, más aún la imprescindible búsqueda colectiva de mitigaciones, deberá incluirlo desde el día cero de su diseño.
Algunas conclusiones
Como dijimos inicialmente, la instalación de un tema de esta magnitud en el debate ciudadano es, per se, un avance, un paso relevante e imprescindible. Pero no alcanza.
La coyuntura exige legislación y acciones con vocación de grandes mayorías. En esa búsqueda, el proyecto que impulsa el senador Bergara representa una oportunidad a nivel de política pública de seguridad y convivencia. No va por el camino del prohibicionismo ni de las recetas mágicas, sino que apunta a regular y controlar el uso de las armas.
La idea central es evidenciar y aportar soluciones ante la necesidad de una política de más información, de seguimiento y más control en la adquisición y tenencia de armas de fuego.
Para seguir dando pasos, urge la elaboración y el acceso a mejores estadísticas. La creación (prevista en el proyecto) de un órgano integrado por los ministerios del Interior, Educación y Cultura, Defensa Nacional, Desarrollo Social y Salud Pública, así como por el Poder Judicial, la Fiscalía General de la Nación, la academia (medicina y psicología) y la sociedad civil, va en la dirección de contribuir al rigor y la multidisciplinariedad La idea de coordinar los esfuerzos y obtener el compromiso activo de organismos públicos y actores privados resulta clave.
No hay diagnósticos, ni mucho menos conclusiones, que no sean hijas de los más amplios consensos.
Hará falta superar los prejuicios, incluir deliberadamente a los involucrados directos, dejarse decir cosas, de modo de habilitar decisiones informadas y pasibles de ser apropiables por la ciudadanía. Este es el único camino para construir una verdadera política de Estado.
Joaquín Arigón y Laura Fernández son asesores de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.