Para los que transitan los fines de semana por diversas canchas de fútbol infantil el título puede resultar familiar. Las miradas adultocéntricas vinculadas al dolor físico de un niño en situación de deportes de oposición y contacto como es el fútbol tienden a minimizar discursivamente lo sucedido para que este tolere un golpe o una caída, generando comentarios que intentan aumentar psicológicamente el umbral de tolerancia al dolor (llegando a ser amenazantes con comentarios del tipo “no seas cagón” o “no seas nena”, poniendo en entredicho su identidad sexual en formación) o restándole importancia (“pisá fuerte que ya se te va”). Consideramos poco importante o intrascendente lo que les sucede a los niños, ya que ellos tienen la capacidad de levantarse y seguir. Increíblemente, en esas acciones tan simples y rutinarias ponemos en juego mucho de lo nuestro: el honor, la dignidad e incluso nuestra identidad masculina, ni que hablar cuando sucede una derrota y se intenta asumirla como parte de la vida.

“El deporte nos enseña eso: el triunfo y la derrota son dos caras de la misma moneda”; hermosa frase para un libro de autoayuda, pero no para los uruguayos, para quienes la moneda tiene una cara sola.

Desde hace unas semanas se están llevando a cabo los campeonatos infantiles de clubes y ligas interdepartamentales. Las selecciones campeonas derivan a los campeonatos nacionales de selecciones de fútbol infantil. Es llamativo ver a niños formados en fila escuchando y cantando el himno nacional. El fútbol genera eso, “es lo más importante de lo menos importante”. Al ser lo más importante, empiezan a sobrevolar en las cabezas de los niños enunciados que forman parte de nuestro diccionario de frases hechas, tales como: “tranquilo, no te pongas nervioso”, ante los ojos desorbitados del adulto que se la repite; “vamo a jugar concentrado”, y a los costados se escuchan los insultos del partido que se desarrolla antes; “poné la pierna fuerte”, mencionada por un padre o entrenador en tono amenazante, y un sinfín de comentarios que deleitan las anécdotas de los asados futboleros de los que mandan: los adultos.

Luego de la previa viene lo importante: el partido, donde las excusas sobran y van de los injustificados fallos del villano de siempre (el juez), pasando por la imposibilidad de plasmar la propuesta táctica debido al terreno de juego (salvo un número minoritario de canchas, la mayoría de sus pisos son deficientes), los rivales siempre son peores y no querían jugar (sin embargo, ganan), dicho por una horda de sujetos que desde la tribuna exige una sola cosa: meter. El significado del término se vincula con la actitud predispuesta en la cancha y que es difícil de explicar pero todos entendemos.

En Uruguay la actitud no se negocia y creemos que es un patrimonio exclusivo de nosotros, ya que la irracionalidad se vincula con la pasión y resulta muy difícil poder salir del trance que generan los minutos transcurridos ante el público enardecido que en ningún momento se da cuenta de que los verdaderos protagonistas son niños. Ellos saben rápidamente que el enojo o la molestia culmina cuando, una vez terminado el partido, se concurre a la cantina del club para consumir el refresco, la torta frita y legitimar otra frase hecha: “Panza llena, corazón contento” (para los que pueden hacerlo). Mientras que el adulto continúa molesto y amargado más allá de la contienda deportiva, arriba del ómnibus o en su vehículo particular, el niño satisfecho sabe que después del partido hay premio.

Nos cuesta mucho entender que detrás de toda esta parafernalia organizativa llamada “fútbol infantil” (popularmente conocido como baby fútbol), creada en 1968 (antes Comisión Nacional de Baby Fútbol, hoy Organización Nacional de Fútbol Infantil -ONFI-), donde se vinculan unos 60.000 niños participando todos los fines de semana,1 el componente fundamental de todo esto es el juego. Y con el juego se nos complica entenderlo aún más, ya que entramos en el terreno de lo lúdico, del placer y del disfrute, y de la búsqueda de fundamentos biomecánicos para el logro del cometido (técnica), donde las reglas y los acuerdos que genera el juego (reglamento) implican la búsqueda de estrategias para llegar al objetivo (táctica), que es ganar.

Sería injusto generalizar a todos aquellos que de una forma u otra intentan promover el desarrollo del fútbol infantil en nuestro país, pero para muchos, detrás de estos eventos deportivos, el único cometido es ganar. Y no debería ser nuestra única preocupación en niños menores de 13 años, sin tener en cuenta los aprendizajes, su desarrollo motriz y su proceso formativo. Cuesta mucho dimensionar que el verdadero protagonista es el niño o la niña que están aprendiendo a jugar. En este juego se adquiere y desarrolla un talento deportivo y, si se alcanza el destaque suficiente, se ingresa a otra estructura llamada divisiones formativas, donde el único cometido siempre es el mismo: ganar. De los niños que ingresan por año a las categorías sub 14 (séptima) de la Asociación Uruguaya de Fútbol, llegan a primera división alrededor de 60, y con suerte uno de ellos llegará a la élite del fútbol mundial. Los restantes aprendieron a ganar no ganando nada, ya que el objetivo principal no lo lograron. ¿Podríamos decir que las estructuras que hoy existen y de las que todos nos sentimos orgullosos son muy poco eficientes?

El problema que se intenta plantear es: ¿A qué jugamos?, ¿A qué enseñamos a jugar? ¿Son realmente los niños los protagonistas del juego? ¿Somos nosotros los que demandamos un tipo de fútbol priorizando solamente el resultado?

Intentar responder esta pregunta exige un estudio más serio y pormenorizado y no emitir una opinión sin mucho fundamento más allá de cierta intuición, la cual nos remite rápidamente a volver al tema que nos motivó en un principio, referido a los aprendizajes y las diversas capacidades que pudieron adquirir estos chicos. El juego y la capacidad creativa para la improvisación y experimentación, el desarrollo de las capacidades cognitivas y psicomotrices a través del ensayo-error son muy limitadas, pues al tener un componente cultural, la práctica inevitablemente nos mandata a ganar, “sea como sea y cueste lo que cueste”.

El resultado importa y mucho, ya que forma parte del juego. El problema que se intenta plantear es: ¿A qué jugamos?, ¿A qué enseñamos a jugar? ¿Son realmente los niños los protagonistas del juego? ¿Somos nosotros los que demandamos un tipo de fútbol priorizando solamente el resultado? ¿O estamos tan acostumbrados a los fines que dejamos de lado que para jugar hay que aprender, y eso demanda tiempo, aprendizajes y procesos?

Luego somos los adultos los que criticamos los fines de semana a los deportistas en nuestra liga profesional, quejándonos de lo trabados, tediosos y poco creativos que se hacen muchos de los partidos que observamos.

¿Es un problema estético, de formas y maneras? ¿Los que “juegan lindo” y “salen jugando” nunca ganan nada? Si siempre jugamos de una forma, ¿para qué intentar modificar lo inmodificable?

Aquí la academia nos puede ayudar,2 ya que a lo largo de la historia no siempre jugamos a lo que consideramos que es nuestra identidad: tirársela al 9 para que la peine y corra uno “rapidito”, la mande guardar y, luego, todos “colgados del travesaño”.

Fuimos durante la década de 1920 la escuela de fútbol que Europa y América intentaban imitar, forjada en el juego creativo, osado, optando por el riesgo y la firmeza donde en el potrero se permitía “el caño y la gambeta”.3

“La pelota es un compromiso”, me dijeron una vez, y cada vez lo confirmo más, pero hubo un tiempo que no fue así, no había problema en “tenerla, acariciarla y tratarla bien”, sabiendo que cuando se pasaba el balón era porque se venía lo difícil al acumular rivales que también la querían.

Hace unos meses se publicó una noticia que daba cuenta de que la federación de fútbol de Alemania4 modificó las prácticas futbolísticas de los niños a partir de 2024-2025. Estas se basan en dos principios fundamentales: la diversión de los niños y la tenencia del balón. Para llevarlas a cabo se implementa la modificación de las dimensiones espaciales de los campos de fútbol acordes a los niños, el número de jugadores aumenta con la edad, permitiendo de esta forma la tenencia de la pelota, priorizando el juego asociativo y el protagonismo de todos los que juegan.

Ya no veremos “goleritos” con menos de un metro de estatura en arcos casi dos veces más grandes en altura, donde el adulto les dice: “Pateen arriba del golero que no llega” al ejecutante de siete años que mayor fuerza tiene en ese momento. Ya no tendremos “chatitas” de cinco o seis años corriendo detrás de un balón en un campo gigante donde algunos de ellos jueguen con sus rivales a juntar piedritas y se escuchan gritos intentando acomodar a los distraídos. Ahora parecería que la tarea estará pensada y creada sólo para los verdaderos protagonistas del juego, aunque sesgadamente sigamos creyendo qué es lo mejor para los niños desde el mundo adulto.

Pero no nos pongamos nerviosos, de seguro ese tipo de propuestas nunca llegarán a nuestro país, ya que pensándolo bien, los alemanes, ¿a quién le ganaron?

Pablo Peluffo es licenciado en Trabajo Social, entrenador con licencia Pro FIFA-Conmebol, docente de ITP-Audef e integrante del Grupo de Estudios Sociales y Culturales del Deporte, ISEF, Udelar).


  1. El fútbol infantil como fenómeno educativo, social y cultural, Extensión, Udelar, Montevideo, 2021. p. 77. 

  2. https://trainingground.guru/articles/germany-revolutionises-foundation-age-formats 

  3. Mazzucchelli, Aldo: Del ferrocarril al tango. El estilo del fútbol uruguayo 1891-1930. 2019; ensayo. Taurus, Montevideo, 2019. 

  4. Destrezas que se fomentaban en los baldíos y espacios abiertos en la búsqueda de resolver situaciones de juego inesperadas (Archetti, 2008).