Se nos fue junio y con él, como en un partido pasado la hora, llegó un gol en contra que sufrimos en el arco de nuestra sociedad uruguaya: el retiro de Santiago López, popularmente conocido como el Bigote, en el lamentable contexto de haber vivido, junto a otros jugadores del club Villa Española, una serie de amenazas de muerte.
Y es que luego de que el área propia estuviera amenazada por la violencia que parecía contenida desde hacía un buen tiempo en los alrededores del estadio Obdulio Varela, la respuesta conservadora nos recuerda, por si se nos había olvidado en algún momento, que el regreso y fortalecimiento de una opción contrahegemónica no puede estar sino cargada de esa vehemencia propia de toda reacción. Al parecer, un humilde club de barrio fue capaz de desatar esa furibunda ira conservadora.
Así, Villa Española sufrió una regresión a lo que había sido su tradición: un equipo muy complicado en el ámbito económico, que llegó a estar incluso con riesgo de dar a quiebra y ser desafiliado; complicado en el ámbito social, siendo apenas un club que contaba con una cantina de poco movimiento sin anclaje social; y políticamente hablando, pareciera que se pretende una vuelta a ser reflejo directo de los intereses más conservadores del fútbol uruguayo, que acostumbran a ubicar al jugador de fútbol como el último eslabón de una cadena de consumismo explícito de seres humanos que tiene inequívocamente el mismo resultado: engordar los bolsillos empresariales sin escalas.
El Bigote en dos historias
Ahora bien, este artículo no busca agotarse en los cambios de coyuntura que atraviesa el Club Social y Deportivo Villa Española, sino en el acontecimiento que significa el retiro de quien fue, es y será Santiago López, tanto para dicha institución como para el fútbol uruguayo todo. Para lograr dimensionar el asunto, creemos pertinente traer dos anécdotas que lo ejemplifican.
Central y Villa Española jugaban en el Obdulio Varela, cancha que supo ser asociada con un contexto verdaderamente complejo, pero el amor por la camiseta propia pesó más y un padre decidió llevar a sus hijos a ver el partido, más allá de cierto clima hostil. Ambos equipos venían muy mal en la tabla y el primer tiempo terminó 0-0. Los jugadores de Villa Española se retiraron y pasaron por la tribuna visitante, donde se dio un hecho insólito para las aborrecibles costumbres que se imponen en la rivalidad. El capitán villero alentó a la tribuna contraria, levantó el dedo pulgar y se retiró al grito de “Vamo’ arriba”. El padre, sorprendido, recibió un nuevo revés a las presuposiciones. Su hijo pequeño de repente le dijo: “Si perdemos con el Villa, que nos haga un gol el Bigote”. Y eso fue mucho más profundo, mucho más valedero, que un grito de gol. El capitán de la vereda de enfrente fue capaz de generar en un niño un concepto del deporte. En un simple gesto pudo resignificar la cultura en disputa que gira en torno al fútbol, esa pugna que se basa en quien se apropia de conceptos, que genera nuevas sensibilidades, que educa en determinados valores.
Esa es la definición más clara de victoria: la que se siente como tal independientemente de la derrota circunstancial, incluso aunque pueda tratarse de la propia.
Por otro lado, el 4 de diciembre de 2016 se enfrentaban Wanderers y Villa Española en el Parque Alfredo Víctor Viera, en momentos complejos en nuestra sociedad. La violencia en el deporte se nos volvió una moneda corriente, en señal de espejo con una sociedad que incorpora cada vez más la agresividad como respuesta a sus frustraciones latentes. En medio de ese panorama, se juntaron ambas hinchadas para compartir un asado para un poco más de 40 personas. El responsable de dicha locura tiene nombre, apellido y bigote. Exjugador de Wanderers, intercedió entre referentes de ambas hinchadas (no barras) para concretar el encuentro.
¿El partido? Ganó Wanderers, el Bigote convirtió para descontar. Pero lo importante fue que al final, el estadio entero lo aplaudió de pie.
Dos anécdotas que hablan de lo mismo: la capacidad de trascender lo individual, incluso aunque se trate de algo tan grabado en la identidad como es la pasión. Así, Santiago López logró reflejar, desde el fútbol, algo que se impone más allá de la camiseta en cuestión. Y frente a ello, aparece entonces la regresión y lo peor del fútbol: más allá de las banderas políticas con que se juzgue el acontecimiento, lo cierto es que las cosas que han ocurrido este último tiempo marcan la pauta de que aquello que, hace cuestión de algunos pocos meses (¿o apenas semanas?), era entendido como un “progreso” para nuestra sociedad sumida en códigos de violencia, hoy da marcha atrás.
Otra forma de entender el fútbol y la vida
Estas anécdotas evidencian otro fútbol, otro modo de entender la rivalidad y la cultura del fútbol. El recorrido del Bigote por el mundo del fútbol y el proyecto de club que construía reflejan no sólo la ruptura con el modelo del jugador cosificado, convertido brutalmente en lo que Karl Marx llamaba el “fetichismo de la mercancía”, definida como todo género que puede ser “vendible u objeto de trato, idolatría y veneración excesiva”, sino su reivindicación como sujeto pensante, actor y protagonista de su sociedad y hacedor de la historia de su club, de su barrio y sociedad a través de la creación de una nueva cultura. Y también, si queremos agregar algo a la carrera deportiva de Santiago López, fue esa capacidad de luchar por transmitir un mensaje claro y distinto: el rival no es un enemigo a aniquilar o alguien a quien odiar, sino alguien con quien es posible (y necesaria) una relación en términos de igualdad.
El saludo y recibimiento al equipo contrario que visitaba el estadio del club, en la búsqueda de generar en el otro una respuesta, y la profundización del aspecto dialógico, son muestras de una manera de vincularse con el otro que rema a contramano con los valores predominantes en la cultura neoliberal, que establecen que al otro se le debe pisar la cabeza con tal de subir un pequeño peldaño en el juego de la acumulación que nos marca que “tanto tienes, tanto vales” y que la vida debe ser entendida como una feroz contienda. En ese juego, el “otro” con el que permanentemente estoy en competencia ocupa el rol de ser un rival y amenaza constante.
Santiago López se volvió célebre cuando estableció como parte de una cláusula en su contrato que si tocaban Los Redondos, él estaba eximido de jugar y tenía autorización para asistir al concierto, lo que parecía expresar que en su vida el fútbol no se volvió una prioridad absoluta u obsesión. Toda una declaración de principios, en tiempos que se caracterizan por una “ultraprofesionalización”, desde la que al jugador de fútbol no sólo se le exige una dedicación total, sino además aprender a guardar silencio y dedicarse única y enteramente a lo suyo.
La reivindicación constante de los derechos humanos, el rol social que ocupó Villa Española en su práctica comunitaria, su respeto por las diferencias, su vínculo con las escuelas de la zona, los árboles plantados en un claro compromiso ecológico, el apoyo declarado a la lucha del movimiento LGTB, y la convicción de cambiar la cultura del fútbol a través del concepto de “cultura de barrio” entendida como motor de desarrollo.
Pero el fútbol ha sido históricamente un espacio conservador.
Antonio Gramsci expresó muy bien la ambigüedad del fútbol: por un lado, reproduce un tipo de sociedad y sus modelos de comportamiento, promoviendo determinados valores e ideales dominantes que son puestos en juego y exigidos al individuo, al mismo tiempo que evidencia notables ventajas (el movimiento, el aire libre, la actividad saludable y artística). Un partido de fútbol es capaz de expresar y promover un contundente modelo individualista, exaltando la figura del individuo, pues si bien el fútbol es un deporte grupal, la narrativa futbolera siempre reclama al individuo exitoso, el héroe de voluntades inquebrantables, de actos salvadores y decisivos.
Gracias, Bigote, por tu ejemplo. La valentía, tarde o temprano, tiene su recompensa. Gracias por recordarnos a todos que la valentía y los principios no se negocian.
Ya nadie va a escuchar tu remera
Algunos gestos en la indumentaria de Villa Española usados en este último tiempo son tan revolucionarios como elocuentes. Sus camisetas alternativas expresaron claramente una posición frente a la realidad nacional y también una posición política frente a ciertos temas. La más célebre fue en la que estamparon la imagen de la lucha de los familiares de desaparecidos durante la última dictadura. Pero hubo lugar para otras más: una con los colores del arcoíris en la que homenajeaban a Wilson Oliver, el primer jugador uruguayo en declararse abiertamente homosexual, otra en la que el color violeta se sumaba a los tradicionales rojo y amarillo, honrando a la República Española, y una estrenada en 2022, que rendía tributo a la llamada “democracia corinthiana”, que el propio Bigote reconoce como una inspiración, proyecto encabezado en los años 80 por el jugador brasileño Sócrates, que hizo de su club una cooperativa y además un baluarte de la lucha contra la dictadura brasileña, reclamando democracia desde las camisetas del club en un gesto político de asombrosa valentía. El homenaje a Sócrates fue incluso más allá: llamaron al centro cultural que funciona en la sede del club Cantina Sócrates.
A los denostadores de la presencia de estos gestos en el deporte habría que hacerlos estudiar un poco de historia del fútbol. En Uruguay, por ejemplo, el proyecto batllista entrevió muy tempranamente el papel cultural que el fútbol estaba llamado a ocupar, cumplió un rol decisivo en la fundación de uno de los equipos grandes, y luego de la retirada de los ingleses, tomó el control del otro. En varios países del mundo, los anarquistas, quienes expresaron muy intensamente el amor al fútbol y percibieron su función social, fundaron por todas partes clubes a los que consideraban parte de su política cultural. En nuestro país, el club Progreso es emblemático: fundado por anarquistas, en un principio jugó con indumentaria completamente negra, pero en tiempos de la Revolución española adoptó el rojo y amarillo en bastones, replicando la bandera de Cataluña. También supo dedicar una camiseta al recientemente fallecido doctor Tabaré Vázquez.
En el mundo –porque el narcisismo criollo puede hacernos pensar que el caso nacional es único– varias instituciones sintieron la necesidad de construir modelos distintos y de enfrentamiento con el poder. Señalemos dos: el Clapton FC, centenario equipo de la ciudad de Londres, también adoptó la bandera republicana como camiseta oficial del club, llegando incluso a estampar algunas de las célebres frases revolucionarias en sus camisetas. Pero el caso más sorprendente es el del famoso FC St. Pauli, otro viejo equipo de la ciudad de Hamburgo que, jugando alguna temporada incluso en la poderosa Bundesliga, se declara resueltamente antifascista, apoya a los refugiados y expresa abiertamente ser solidario con la lucha LGBT, decorando su estadio con murales de hombres besándose, lo que en un ambiente como el fútbol resulta sorprendentemente subversivo. Y son dos ejemplos de clubes profundamente politizados, en el mismísimo epicentro del capitalismo europeo, clubes que han roto con la dominancia del club empresa o estancia, que únicamente debe dedicarse a la compra y venta de jugadores, o a la gestión de dineros. Los sostenedores y defensores de este modelo deberían saber que también hacen política al establecer esa cultura mercantil como modus operandi.
El fútbol expresa muy bien política e ideológicamente a una sociedad y fija las relaciones socialmente promovidas y aceptadas. La división del trabajo que lo caracteriza expresa muy bien la sociedad de clases en la que vivimos, sus jerarquías, roles y funciones. Algunos jugadores han expresado sus quejas contra ese lugar de “peones”, rol que los obliga únicamente a dedicarse a jugar y dejar las funciones de toma de decisiones a los dirigentes. El buen jugador es el que se mantiene calladito y se dedica a correr detrás de la pelota, en su doble condición de mercancía: siendo a la vez quien vende su fuerza de trabajo y, al mismo tiempo, el objeto vendible. Un club de nuestro país lleva al extremo esa visión, al referirse a sus divisiones inferiores como la fábrica.
El fútbol y la resistencia a la cultura neoliberal
En la actualidad, el fútbol expresa brutalmente la cultura neoliberal en la que estamos inmersos, y que a pesar de que se propone continuamente como la única posible de ser vivida, enfrenta con virulencia cada foco de resistencia.
La exaltación del individuo, el consumo generalizado, el espíritu de triunfo, el elogio permanente al victorioso, el enriquecimiento de unos pocos jugadores y de la clase dirigente, el millonario como modelo y ejemplo constante, la exaltación y premiación del “mejor individuo”, la repetida premiación del rendimiento personal son algunos de los ideales que funcionan como imperativos normativos.
Y entonces aparece en la realidad nacional un pequeño club de barrio que se opone y resiste, y que, encabezado por el Bigote López, entiende que el fútbol es una herramienta de transformación social, que un club de fútbol no debe ser un negocio, ni tierra liberada para realizar múltiples actividades financieras, y expresa abiertamente que decide bajarse del mundo económico del fútbol, priorizando su vida y felicidad en detrimento de sus intereses económicos personales, que la cultura neoliberal declara que debería ser el espíritu constante de cada ser humano.
La historia del Bigote, del Villa y de todo su barrio, es una larga historia de resistencia, que seguramente tenga aún nuevos capítulos por escribirse. Basta darse una vuelta por allí, por las cercanías de Varela y Corrales, ver sus muros, para entender de lo que estamos hablando.
Gracias, Bigote, por tu ejemplo. La valentía, tarde o temprano, tiene su recompensa. Gracias por recordarnos a todos que la valentía y los principios no se negocian. Para terminar, recordemos como regalo para el Bigote al Indio, esperando que la lucha continúe: “En la resistencia está todo el hidalgo valor de la vida”.
Nicolás Mederos es profesor de filosofía y escritor. Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.