Karl Polanyi en su interesante libro La gran transformación dice que el capitalismo se consolidó convirtiendo en mercancía tres cosas que no lo eran: la tierra, el dinero y el trabajo. Este último pierde parcialmente su condición de actividad inherente a la vida social y se convierte en un producto con precio. El concepto de trabajo enajenado formulado por Karl Marx en sus Manuscritos va en la misma línea, cuando dice que la enajenación del trabajo lleva a que el ser humano se sienta humano cuando ejerce sus funciones “animales” (alimentarse, descansar, reproducirse) y animal cuando ejerce su función “humana” (trabajar). Claro que se refería al trabajo fabril en el siglo XIX, ya sabemos en qué condiciones. Hoy las cosas son algo diferentes en gran parte del mundo, aunque persisten sistemas de explotación terribles en otras. Sin embargo, en lo conceptual, esa distancia impuesta por la relación salarial como precio por un producto vendido mantiene, en muchos casos y con importantes diferencias de grado, ese sentimiento de ajenidad del trabajador con respecto al trabajo realizado.

El individualismo, inherente a la sociedad actual, nos coloca, en palabras de Beck y Beck-Gernsheim, como protagonistas de una “biografía hágalo usted mismo” que “es siempre una biografía de riesgo, por no decir incluso una biografía de cuerda floja, una situación de peligro permanente (en parte abierta y en parte oculta)” (2012: 40). Cada uno de nosotros se vuelve un emprendedor a la fuerza. En este proceso, las personas parecen participar, según el ejemplo de Bauman, en el juego de la silla, “[...] cada vez menos sillas libres de distintos estilos y tamaños, y de distintos números y posiciones, lo que obliga a hombres y mujeres a estar constantemente ‘en danza’, sin perspectiva de descanso, consuelo ni satisfacción a la ‘llegada’ o en el destino, donde uno se pueda desarmar, relajarse y olvidar toda preocupación” (Beck-Beck Gernsheim, 2012: 22).

Tenemos tan internalizada la lógica mercantil, que asumimos como natural que una persona vinculada al mundo de la producción a través de una relación laboral se convierta, de un día para el otro, en un “pasivo” (palabra detestada por Enrique Iglesias), alguien que cobra una prestación sin tener que trabajar para ello. Así también hacemos cálculos sobre nuestros aportes a la seguridad social durante la vida laboral y su relación de ganancia o pérdida con respecto a lo que se va a recibir en un hipotético tiempo de vida posjubilatoria. La sola antinomia activo/pasivo establece una frontera tan abrupta que resulta difícil imaginar una transición armónica. La palabra “jubilación” remite a una situación feliz, a un premio merecido por “tantos años de servicio”.

La jubilación, cuando todavía no llegó, es una especie de utopía cargada de ilusiones sobre la libertad, el tiempo libre y el disfrute; un territorio idílico en el que se depositan todas las fantasías sobre lo que se desea hacer y no se hace por estar sometido (ya la palabra nos dice algo) a rutina, horario, jerarquías, obligaciones. Para muchos, la proyección fantástica convierte a la jubilación en un espacio vital dedicado a no hacer nada, el clásico dolce far niente. Una especie de revancha por todo el tiempo ocupado en hacer cosas bajo presión y para otros.

Simplificando muchísimo, la vida laboral de las personas se podría reducir a los verbos “trabajar” y “cobrar”. La remuneración a cambio de la entrega de la fuerza de trabajo es lo que convierte un trabajo en un empleo e incorpora a la persona en el mercado. Sin embargo, todos hacemos, a lo largo de nuestra vida, algún tipo de trabajo sin cobrar; con enormes diferencias en cuanto a tiempo dedicado, intensidad y responsabilidad. El trabajo doméstico y las tareas de cuidados, adjudicados tradicionalmente a las mujeres y realizados todavía mayoritariamente por ellas, son los ejemplos más claros y abundantes, pero no los únicos: las reparaciones domésticas, el mantenimiento de vehículos; la carpintería aficionada, la jardinería y un largo etcétera, ocupan parte del tiempo de vida de la gente.

La jubilación corta el lazo entre trabajo y remuneración. Esta, poca o mucha, se convierte en una renta vitalicia a la que se accede por derecho y que no exige ninguna contraprestación, salvo estar vivo. La rutina laboral se esfuma y el tiempo se convierte en un bien abundante que hay que administrar. Sí, ya sé lo que me van a decir, no todos los casos son iguales. Está claro, no es lo mismo la abuela o el abuelo que tiene que hacerse cargo de los nietos mientras su hija o hijo trabaja, ni aquel que debe seguir trabajando informalmente para completar los ingresos, que la mujer divorciada o viuda, con hijos independientes, sin nietos, que vive sola y sin dificultades económicas. No es igual la transición de una trabajadora doméstica o el obrero de la construcción que depende de su estado físico para trabajar y que debe conformarse con una jubilación magra, que la del docente o profesional que puede seguir trabajando o jubilarse gradualmente, reduciendo poco a poco sus horarios. La lista de diversidades puede ser casi infinita. El sistema actual tiene, además, inequidades evidentes e irracionales entre las distintas cajas y categorías. La jubilación militar es el caso más nombrado e irritante; pero también hay diferencias inexplicables entre las otras cajas paraestatales y el Banco de Previsión Social (BPS), entre trabajadores de industria y comercio y empleados públicos, entre sistemas jubilatorios comunes y de ahorro individual, etcétera, etcétera.

Si pensamos en el curso de vida de las personas, la jubilación constituye un punto de inflexión significativo y casi siempre irreversible, un pasaje marcado con muy poca ritualidad, si no entendemos los actos administrativos como rituales sociales.

La transición hacia la vida jubilada es un desafío que tiene como principal insumo la reapropiación del tiempo y la tan ansiada libertad.

Observemos algunos datos: según el censo de 2013, 18,4% (más de 600.000 personas) de la población uruguaya era mayor de 60 años (INE, 2014). Según las estimaciones del INE, en 2043 ya una de cada cinco personas será mayor de 65 años, superando en proporción a los menores de 15. Actualmente hay 77 mayores de 65 por cada 100 menores de 15, en 2050 se estima que por cada 100 menores de 15 años habrá 144 mayores de 65.1 La esperanza de vida al nacer según el censo de 2013 es de 76,91 para la población total; para las mujeres, 80,20, y para los hombres, 73,24, y estas cifras aumentan día a día (INE, 2014). El peso poblacional de los mayores de 60 es cada vez mayor y el tiempo de vida posjubilatorio es cada vez más largo; en muchos casos, en condiciones físicas y mentales que les permiten algo más que sentarse a mirar televisión o dar de comer a las palomas. Una mirada productivista diría que hay que ponerlos a trabajar. Una interpretación desde los derechos concebiría al jubilado como una persona que conquistó el derecho a cobrar sin trabajar y que lo disfrute. La realidad no es tan simple; ambas miradas se atan al concepto mercantil del trabajo.

Lo primero que hay que entender es que el trabajo no es solamente un medio para conseguir un salario, es uno de los canales de integración de la persona con su entorno social. Claro que es vivido como una obligación y en algunos casos se logra una concordancia entre preferencias, gustos y la actividad realizada. En muchos otros, esa armonía no existe. Incluso cuando la persona trabaja en el oficio que eligió, la rutina, el desgaste y las dificultades asociadas (entorno de trabajo, carencias económicas, monotonía de la actividad, etcétera) producen un hastío que hace que lo que era una vocación se convierta en una pesada carga; es allí cuando la jubilación se presenta como un momento deseado, pero, en ocasiones, esta ilusión sufre el choque con una nueva realidad.

En muchos casos, la soledad, la pérdida de vínculos, la constatación de que el cuerpo no responde de la misma manera y requiere una mayor atención, la sensación de no ser útil, deteriora la autoestima.

Muchas personas tienen los medios y la actitud para reemplazar el tiempo de empleo por actividades de otro tipo (artísticas, manuales, de cuidado familiar, intelectuales, deportivas, recreativas, viajes, etcétera). De esa manera se convierten en sujetos activos, con un lugar en la economía (entendiendo la economía en un sentido amplio, como la relación de las personas entre sí y su entorno para satisfacer sus necesidades) como consumidores o como trabajadores no remunerados (tanto en el medio familiar como en otros entornos sociales). Pero no a todos les resulta tan fácil encarar esta transición.

En muchos casos, la soledad, la pérdida de vínculos, la constatación de que el cuerpo no responde de la misma manera y requiere una mayor atención, la sensación de no ser útil, deteriora la autoestima. Estos sentimientos no siempre se manifiestan hacia fuera del hogar (que en muchos casos se reduce a la persona sola) y, quizás, la manifestación más extrema sea la alta tasa de suicidios de personas mayores. Un estudio sobre la soledad en el envejecimiento (Monteiro y Bonilla, 2020: 85 y ss.) revela resultados contradictorios en la percepción de la soledad de los adultos mayores en comparación con los jóvenes. Habría que preguntarse si el “deber ser” no está sesgando las respuestas de los más veteranos que no se quieren victimizar y consideran que deben dar una imagen de bienestar y autonomía, aceptando con cierta resignación su situación, como resultado de sus acciones durante toda su vida anterior.

Es necesario, también, prestar atención a las diferencias de género. Las diferencias entre esperanza de vida de mujeres y varones tienen como consecuencia que, por cada diez mujeres mayores de 60 años, hay siete hombres y esta diferencia aumenta con la edad (INE, 2014: 19). En 2009, 11,6% de los hombres mayores de 60 años era viudo, en las mujeres este porcentaje sube hasta 42,1% (Paredes et al., 2010: 24).

En el debate sobre la reforma del sistema previsional, uno de los temas más mencionados es el del tope mínimo de edad para acceder a la jubilación. Escudero y Lladó (2020: 214) lo señalan, junto con “los procesos de individualización financiera de las prestaciones” como las dos “necesidades de reconfiguración en torno de lo jubilatorio”. En este artículo se exhorta a problematizar el tema. Reducir el problema al establecimiento de mayores topes para adaptar el sistema a los cambios demográficos resulta una simplificación. Así como los cambios tecnológicos, demográficos y culturales están produciendo modificaciones significativas en las maneras y en la distribución del trabajo, también van a tener consecuencias en las formas de encarar la jubilación.

La reforma previsional puede ser más o menos justa, mejorar las condiciones de trabajadores y jubilados o empeorarlas, solucionar las inequidades o acentuarlas. Otro asunto es la atención social al lugar que se le da a una enorme cantidad de personas que, ya desvinculadas del mundo del trabajo remunerado, tienen algo para aportar y derecho a no ser consideradas descartables.

Bibliografía

Beck, U y Beck-Gernsheim, E (2012). La individuación. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas. Barcelona: Paidós.

Escudero, E y Lladó, M (2020). Experiencias de formulación de la jubilación como objeto problema. En CIEN, Miradas interdisciplinarias sobre envejecimiento y vejez. Aportes del Centro Interdisciplinario de Envejecimiento. Montevideo: Udelar, pp. 213-230.

Instituto Nacional de Estadística (2014). Uruguay en cifras. Montevideo.

Monteiro, L y Bonilla, R (2020). La soledad como campo de estudio del envejecimiento. Una mirada interdisciplinaria. En CIEN, Miradas interdisciplinarias sobre envejecimiento y vejez. Aportes del Centro Interdisciplinario de Envejecimiento. Montevideo: Udelar, pp. 85-101.

Paredes, M, Ciarnello, M y Brunet, N (2010). Indicadores sociodemográficos de envejecimiento y vejez en Uruguay: una perspectiva comparada en el contexto latinoamericano. Montevideo: Udelar, Nieve, UNFPA, ONU Uruguay.