Cada vez resulta más evidente la necesidad de contar con una política para responder al fenómeno de los narcodelitos. En Uruguay, al igual que en la gran mayoría de los países de América Latina, esta cuestión sigue siendo una asignatura pendiente.

En el lenguaje convencional de las políticas de campaña, el combate al narcotráfico se presenta como un problema de naturaleza eminentemente policial, que se complementa con necesidades de reforma de la justicia, especialmente del Código Procesal Penal. Y tal vez, con una incipiente y cada vez mayor preocupación por el fracaso del sistema penitenciario. Ello quedó en evidencia cuando se demostró a partir de estudios empíricos que aproximadamente el 70% de la población carcelaria está conformada por reincidentes. Y, además, con baja escolaridad, y elevado índice de adicciones.

Desde principios de este nuevo siglo, la tasa de privación de la libertad se ha incrementado de manera vertiginosa. Parecería que así se responde al problema creciente de la inseguridad, pero en esencia estamos ante una forma altísimamente ineficiente de barrer la mugre debajo de la alfombra. La ausencia de políticas consistentes y sistemáticas de rehabilitación pone de manifiesto el vértigo con el que se mueve la puerta giratoria. Entran dañados, pero salen peores. Y lo más grave es que salen estigmatizados, con serios riesgos de fracasar tanto en el estudio como en el trabajo, generando así condiciones para que la repetición de prácticas delictivas se convierta en una opción difícilmente evitable.

Sin lugar a dudas, la toma de conciencia parcial que viene ocurriendo en la sociedad respecto a este problema representa un gran paso hacia adelante. Esta toma de conciencia implica una primera verificación de que las cosas no funcionan en absoluto como deberían funcionar.

Y no es para menos, pues en países con fortísima capacidad de ejercer influencia en Uruguay como es el caso de Brasil, las cárceles se convirtieron en un territorio dominado por el crimen organizado.

El narcotráfico tiene por lo menos dos dimensiones diferentes, aunque interconectadas.

El uso de la infraestructura logística para la exportación de la mercadería ilegal hacia los destinos conformados por los grandes centros de consumo constituye una de las dimensiones de este fenómeno.

Si solamente fuéramos país de tránsito, recibiríamos la presión de los centros donde se concentra el consumo para desarrollar estrategias de detección y confiscación de los embarques. Para ello existen tratados y convenciones internacionales que, al ser homologadas, obligan a los países miembros a actuar según las pautas y acuerdos establecidos.

Pero el problema es que a la dimensión de tránsito hacia los destinos de altos ingresos, que están representados principalmente por Estados Unidos y Europa, se suma una segunda dimensión del fenómeno. Nos referimos al narcomenudeo, actividad mediante la que se comercializan en el mercado local estupefacientes tales como la pasta base de cocaína, que es una droga de bajo costo desarrollada con base en el sulfato de cocaína y procesada habitualmente con ácido sulfúrico y keroseno. Las dosis obtenidas por esta vía generan gran dependencia y actúan como un estimulante del sistema nervioso central.

Ello no quiere decir que haya que renunciar a la represión de las bandas organizadas, pero centrar toda la estrategia solamente en esa dimensión es esencialmente no entender la naturaleza del fenómeno.

Y acá el problema adquiere otra dimensión. Las grandes bandas les pagan a quienes les dan soporte logístico local con mercadería de peor calidad. La comercialización de la droga en el mercado local se realiza a través de bandas domésticas que operan en todos los eslabones de la cadena. Ello abarca desde la organización y gestión de las cocinas, el fraccionamiento de la mercadería, la comercialización de las dosis y el lavado del dinero. Y se obtienen grandes beneficios que le dan un sentido muy lucrativo a la actividad. Por supuesto que ello supone también la logística del cuidado de los quioscos, complementado con estrategias de soborno a autoridades locales, lo que no evita las disputas territoriales y da lugar a la instalación de la violencia como fenómeno habitual para conquistar y defender mercados. Esta mecánica hace subir los homicidios y allí el fenómeno comienza a adquirir notoriedad. Pero, además, los adictos, que son en su mayoría jóvenes no necesariamente involucrados con el narcotráfico, para poder mantener el acceso fluido a las dosis que demanda el organismo una vez que generan índices fuertes de dependencia, recurren a prácticas delictivas tales como robos y arrebatos y todo ello redunda en un creciente deterioro de la seguridad en los barrios. Y como esto se expande a gran velocidad, el problema de la inseguridad comienza a ser percibido por la ciudadanía como una de sus principales preocupaciones.

Las adicciones acarrean debilitamiento de los lazos familiares, deserción educativa, generación de antecedentes que marginan a quienes padecen estas circunstancias del fluido acceso al mercado de trabajo. Entonces resulta que las respuestas más convencionales dejan de ser las más adecuadas. Ello no quiere decir que haya que renunciar a la represión de las bandas organizadas, pero centrar toda la estrategia solamente en esa dimensión es esencialmente no entender la naturaleza del fenómeno.

Porque el narcotráfico en la dimensión del narcomenudeo está directamente asociado a los problemas de pobreza y a la mala distribución del ingreso. El narcomenudeo prospera donde hay pobreza y falta de inclusión social.

Una política de esta naturaleza no se resuelve a partir de la administración de stocks, sino que en realidad se trata de la gestión de flujos. Y no son flujos de cualquier cosa, sino de personas.

El problema no se reduce solamente a quienes ya están reclutados por organizaciones vinculadas al crimen organizado, sino también al riesgo que conlleva la expansión del fenómeno al encontrar en el tráfico de estupefacientes soluciones económicas, sociales y culturales mucho más eficientes que las que ofrece la sociedad para muchas personas que encuentran en esta actividad una multiplicidad de soluciones a sus problemas existenciales.

Por supuesto, está el tema básico de la solución al problema de los ingresos. Pero también, en una sociedad crecientemente individualista, de individuos con dificultades de integración y contención, inclusive en los ámbitos familiares, estos encuentran que la organización grupal les ofrece marcos de contención e inclusive expectativas para definir metas de desarrollo personal y con ello proyectar estrategias de futuro. De igual modo, la pertenencia al grupo genera un sistema de códigos referenciales que al sujeto aislado le da la posibilidad de participar de un “nosotros”, con jerarquías, con referentes, en definitiva, con ejemplos y modelos a ser imitados.

De lo anterior se deriva que en la agenda política del nuevo gobierno, este tema debe ocupar un lugar central.

Pero resulta que por lo brevemente expuesto no existe una respuesta unívoca, que dé cuenta de manera integral del problema. Y es en este punto donde estamos completamente convencidos acerca de la importancia que tienen los ámbitos locales para poner de relieve la naturaleza concreta de estos procesos, ya sean de carácter delictivo, adicciones, deserción escolar, violencia intrafamiliar, corrupción y soborno de autoridades.

El 4 de julio de 2013, según acta resolutiva del Congreso de Intendentes, se creó el Plenario de Municipios. Este incluye 125 municipios en todo el país y es representado por una mesa pluripartidaria conformada por nueve alcaldes que son elegidos en asamblea plenaria. Esta instancia tiene un inmenso potencial para desarrollar una estrategia de abordaje de los problemas de la seguridad ciudadana desde una perspectiva participativa, con fuerte énfasis en la jerarquización de las dimensiones locales.

Es en los ámbitos locales donde las tendencias se expresan bajo la forma de casos y el diagnóstico con fundamento es la base imprescindible para la definición de estrategias de políticas públicas que respondan a las diversas realidades que coexisten en nuestro país.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del PNUD (1984-1986), fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990) y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de la provincia de Buenos Aires (2003-2012).