La conciencia de la historia es imprescindible para el presente. Si la “tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, sigue vigente aquello de que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. Sigue vigente por cuanto las generaciones vivas, con vivencias distantes, tienen para aportar al presente; es el caso de memorias y secuelas de la dictadura iniciada en 1973. Tanto pesan hoy, a 50 años, que muchos procesos siguen ocurriendo.

No es cuestión exclusiva de historiadores o cronistas, ni circunstancia para la anécdota. Se trata de un asunto de la sociedad uruguaya toda, por cuanto fue toda la sociedad la agredida y afectada por un proyecto totalitario que perduró por casi 12 años.

La distancia con los hechos, ciertamente mucha, no difumina su incidencia determinante en el presente. Algunos datos que aportan a constatarla: no sólo persisten de violaciones a derechos humanos que aún siguen ocurriendo como desapariciones forzadas o sustituciones de identidades. Me refiero, entre otros, a la profunda sensibilidad –aun de integrantes de generaciones nuevas– que se expresa los 20 de mayo. La tenacidad de la memoria, desde lo cotidiano a lo excepcional, incluye la reaparición bajo nuevas formas de la “teoría de los dos demonios”, la manipulación de contenidos y bibliografías en programas educativos, los juicios de Roma, causas de delitos de lesa humanidad en la Justicia, el pedido de extradición de un médico torturador, la frustrada designación de un oscuro amanuense como agregado militar ante Alemania (que alardeó su admiración a un sádico asesino como Juan Carlos Larcebeau en actas de un tribunal de “honor”). Y podría seguirse.

Hay tramos de procesos históricos en los que el tiempo se acelera, adquiere intensidad e impacta de modo duradero en décadas posteriores. Cuando se menciona a estos hechos se habla de la “generación del 68” y, posteriormente, la del 83. Vale también recordar a quienes integramos, entre otras, la “generación del 72”, que se sumó a la lucha social en un contexto fermental, altamente peligroso.

Quienes atravesamos niñez, adolescencia y juventud primero en un período de lucha social y violencia estatal y dictadura después, recordamos aquellos años como testigos, luego víctimas en lo colectivo e individual; también como protagonistas de la resistencia y la salida.

Antes de 1973

Parece obvio, pero se necesita recordar que para llegar a 1973 tuvo que haber 1972 y, en sentido retrospectivo, podríamos remontarnos hasta inicios de los años 60 y los primeros indicios de procesos autoritarios.

1973 comenzó con los dramáticos sucesos de febrero, así como con los hechos de junio-julio cierra la fase desarrollada en un marco “constitucional” para dar paso a la dictadura que duró hasta febrero de 1985.

Esa antesala del golpe culminó en el Pacto de Boiso Lanza acordado por el entonces presidente constitucional y futuro dictador. Entre otras claudicaciones, Juan María Bordaberry acordó con los sublevados la instalación del Consejo de Seguridad Nacional institucionalizando la participación militar en la conducción política.

El gradualismo golpista fue un proceso cuyos primeros anuncios fueron a comienzos de los años 60 y tiene como fecha determinante junio de 1968. A partir de entonces sigue el avasallamiento a las libertades públicas: medidas prontas de seguridad sostenidas por el Poder Ejecutivo aun cuando el Parlamento las levantaba, confinamiento de opositores, ilegalización de organizaciones políticas, militarización de funcionarios públicos, represión a sindicatos y estudiantes, asesinatos represivos en las calles, clausura de medios de prensa y censura previa (incluyendo la prohibición de palabras). En paralelo, acciones de bandas fascistas y el Escuadrón de la Muerte, asaltos a locales de enseñanza, atentados a domicilios y locales políticos, asesinatos y desapariciones forzadas.

Para llegar a 1973 tuvo que haber 1972 y, en sentido retrospectivo, podríamos remontarnos hasta inicios de los años 60 y los primeros indicios de procesos autoritarios.

El decreto que determinó la intervención de las Fuerzas Armadas en el “combate a la subversión” en setiembre de 1971 fue un hito, seguido por los hechos de abril de 1972 y la declaración del Estado de Guerra Interno, de la que se arrepintió Wilson, con la aplicación de la “Justicia” militar a civiles. Siguieron el fusilamiento de los obreros comunistas en Paso Molino y la Ley de Educación General. Para antes de finalizar 1972 las Fuerzas Armadas anunciaron su victoria sobre el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, lo que no detuvo su avance sobre las instituciones y la sociedad.

La dictadura, un proyecto totalitario

No resulta sencillo describir no solamente el horror de crímenes abyectos, sino también la cotidianidad en una sociedad militarizada, controlada en sus aspectos más nimios.

Creó “institucionalidad” mediante decretos-ley y actas institucionales. Parodias de cuerpos legislativos, Consejo de Estado y Juntas de Vecinos se poblaron de oportunistas, políticos tradicionales fracasados, retirados militares y rinocerontes varios.

Las eclécticas referencias ideológicas de la naciente dictadura anclaron en fuentes con denominador común del anticomunismo de la Guerra Fría, sumados la inspiración en la España nacionalcatólica y el franquismo, el rechazo a las influencias e ideas “foráneas” y, en alguna versión extrema, el nazismo y el fascismo sin pudor, condimentados con un vago nacionalismo, el discurso de “la orientalidad”, alusiones sui generis a un fatuo “artiguismo” y la reivindicación del coronel Lorenzo Latorre. Cóctel increíble pero real. Más adelante, se alineó el discurso con lo que ya se reconocía como Doctrina de la Seguridad Nacional en todo el continente.

A esas referencias se sobrepuso la política económica regresiva y desreguladora que buscó desmantelar el Estado social e implantó una redistribución regresiva de la riqueza.

Lo directamente represivo impacta: asesinatos políticos y muertes en la tortura; secuestros y desapariciones forzadas, incluyendo el robo de bebés; coordinación represiva en Chile, Argentina, Brasil, Paraguay; miles de detenidos políticos, miles de exiliados políticos y muchos más económicos; miles de destituidos de la actividad pública, miles de despedidos sin derechos en la actividad privada; sindicatos y partidos ilegalizados, universidad y enseñanza intervenida y desmanteladas; carreras cerradas, comunidad científica en diáspora; censura y clausura de medios escritos y emisoras de radio; prohibición de obras de teatro y películas; comunicados terroristas; patrullajes callejeros permanentes; control de largo de pelo y faldas en instituciones educativas; purgas de textos en bibliotecas; represión a artistas; censura a expresiones culturales, música, literatura, teatro, carnaval, deportes. Para muchas personas, la “muerte civil”: clasificación en “categorías” A, B y C, miles de proscriptos, incluyendo referentes de los partidos tradicionales. Instituciones intervenidas y algunas dirigidas directamente por militares, como los entes y servicios del Estado, controladas por “oficiales de enlace”, ojos y oídos del régimen.

La dictadura nunca logró respaldo ciudadano. La resistencia ocurrió desde la madrugada del 27 de junio, cuando se empezaron a ocupar fábricas en cumplimiento de una decisión de la CNT de 1964. Nunca cesó. Los intentos de generar centrales sindicales “democráticas” o facciones políticas afines al “proceso” fracasaron.

Este recuento incompleto advierte la amplitud totalitaria de la dictadura, que explica sus profundas secuelas. Heridas que solamente con verdad, justicia y memoria, a la que se sume una amplia expresión del arco democrático por un “Nunca Más”, podrán ir cerrando.

Salvador Schelotto fue decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República y director nacional de Vivienda.