Hace pocos días se conoció, en Santiago de Chile, que hay un montón de huesos que van de aquí para allá desde hace veinte años sin que nadie se haga cargo de ellos.

Huesos de personas desaparecidas durante la dictadura de Pinochet. Huesos de víctimas hasta ahora no identificadas. Huesos peregrinos abandonados a la desidia del Estado y de los sucesivos gobiernos chilenos (los de derecha y los de izquierda). Huesos que han permanecido durante largos períodos sin cadena de custodia, arrumbados en un sótano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. Un sótano que en 2014 se inundó, que deterioró las cajas y su contenido, que arruinó documentos.

La información, revelada el pasado 1º de febrero por una magistrada chilena, es o debería ser motivo de gran alarma y conmoción internacional, pero lo cierto es que la noticia ha pasado casi desapercibida en Chile y en el resto del mundo. También en Uruguay.

Debe recordarse que la sociedad y el Estado uruguayo tienen (tenemos) arte y parte en este asunto, ya que ocho uruguayos todavía figuran entre las personas nunca encontradas tras el golpe de 1973. Eran nueve víctimas, pero una de ellas fue hallada e identificada de casualidad y muy tardíamente (la políglota Mónica Benaroyo, en el año 2010). Los nombres de los ocho desaparecidos son: Ariel Arcos, Juan Cendán, Julio Fernández, Alberto Fontela, Nelsa Gadea, Arazatí López, Enrique Pagardoy y Juan Povaschuk. En todos los casos hubo juicios contra el Estado chileno, y varios altos jefes militares de Chile fueron condenados por esos crímenes y enviados a prisión, aunque con sentencias mínimas nunca cumplidas en su totalidad.

Ahora, los expertos chilenos ni siquiera se ponen de acuerdo en la cantidad de cajas con osamentas que están a la bartola: unos dicen que son 80 cajas, otros que son 89. Unos dicen que “podrían pertenecer” aproximadamente a un centenar de personas, y otros que serían más: “unas trescientas”. En rigor, es imposible saber a cuántas personas pertenecen esos restos, pues en una caja pueden hallarse restos óseos de una, de diez o de cien personas. ¿Quién puede saberlo con precisión? Es pura especulación y es, también, una desgraciada señal de impunidad que lleva ya medio siglo.

El hallazgo en Chile de esas cajas con huesos es una afrenta a la verdad y a la justicia, pero también debería ser una nueva oportunidad para seguir buscando en aquel país a nuestros desaparecidos.

No es algo novedoso en Chile. En mayo de 2006 se produjo una grave crisis jurídica cuando se denunció “la desidia y el poco profesionalismo” de los peritos del Servicio Médico Legal (SML) de ese país al analizar e identificar, quince años antes, los restos de 124 cuerpos exhumados del Cementerio General de Santiago. Resultó que, al parecer, los peritos habían trabajado al tuntún y se habían equivocado. Muchos de los restos identificados y entregados a sus familias en aquella instancia no eran de quienes el SML decía que eran.

Eso fue lo que ocurrió con Arazatí López. Mal identificados los restos, fueron repatriados a Uruguay, velados por sus familiares, compañeros y amigos, y sepultados con su nombre en el cementerio del Buceo. Años después las pericias de ADN confirmaron la dura verdad: aquellos huesos no pertenecían a Arazatí López. En el año 2009 ese esqueleto fue otra vez exhumado y devuelto a Chile, sin que se realizara una identificación positiva. Un nomen nescio más, otro NN para enviar a depósito.

Entre los desaparecidos tras el golpe de Pinochet y nunca hallados figuran personas oriundas de Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, España, Uruguay y otros países. Sesenta personas en total, la inmensa mayoría de ellas menores de 25 años. No es descabellado suponer que en esas cajas llenas de huesos (actualmente en custodia del SML) se encuentren los restos de uno o varios ciudadanos uruguayos. Creo que, al revés, es una obligación moral suponer eso y actuar en consecuencia.

Será de gran importancia que nuestra Institución Nacional de Derechos Humanos asuma una actitud proactiva en el tema, que accione en el caso, solicite más información y busque la manera de cooperar con las autoridades chilenas. Para ello cuenta con herramientas legales, posee abundante documentación, tiene el respaldo del Parlamento y el apoyo de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad.

El hallazgo en Chile de esas cajas con huesos es una afrenta a la verdad y a la justicia, pero también debería ser una nueva oportunidad para seguir buscando en aquel país a nuestros desaparecidos, que en alguna parte están. Que son, justamente, porque están, aunque todavía no sepamos dónde.

Fernando Butazzoni es escritor.