Peter Marcuse nos dice que la gentrificación es un fenómeno más de la privatización de la ciudad, estamos frente a una arremetida neoliberal con una aparente planificación estatal que tiene todo resuelto. Pero en la práctica, la planificación va por un lado y las propuestas de los inversores internacionales a los gobiernos por otro.
Estos capitales traen modelos de negocios inmobiliarios internacionales con un solo objetivo, que la investigadora argentina Ana María Vázquez Duplat denomina extractivismo urbano. Sus estudios apuntan a identificar el poder que han obtenido los capitales internacionales para imponer ciertas propuestas que les den alta rentabilidad en diversas ciudades de América Latina: exoneraciones fiscales, facilidades de inversión, cambio de destinación de uso del suelo, incluso excepciones a las normativas urbanas vigentes.
El debate público se polariza porque el Estado es el primero en normalizar la necesidad de contar con grandes capitales para transformar la ciudad. El discurso del desarrollo y el crecimiento hace que exista poca atención o denuncia cuando se les ofrece beneficios excepcionales que desconocen todas las discusiones políticas y las medidas creadas para una planificación territorial equilibrada con redistribución de cargas y beneficios para la sociedad. Los movimientos que se oponen son acusados de querer detener el progreso, el trabajo, el crecimiento, en un debate que parece no tener una mediación posible, con los inversores que toman parte activa exponiendo sus razones en la prensa y gobiernos locales generalmente omisos. Divide et impera, dice un proverbio romano.
Mientras tanto, los movimientos por el derecho a la ciudad piden una política igualmente decidida y de fuerte impacto para promover la vivienda social en las áreas centrales en donde existe un alto stock de viviendas abandonadas e infraestructuras subutilizadas que deberían recuperarse, viejas fábricas, galpones, excines, exclubes deportivos, entre otros, proponiendo suelo urbano que no sea tomado sólo por la inversión financiera y sí por los usos cívicos que demanda la comunidad.
Por otro lado, las transformaciones urbanas tienen impactos sociales que separan y polarizan la sociedad, tanto en una dimensión real, tangible, como en una dimensión simbólica que permea la vida cotidiana de las personas. Si miramos a los expulsados, podemos ver, siguiendo a Erving Goffman, que interiorizan esta situación, con esta idea de la autoestigmatización. Es decir, en un mundo donde todo se mueve por los recursos económicos, quien no los posee no puede decidir en dónde y cómo le gustaría vivir. Entre ellos, varios jóvenes o familias incluso de clase media que no estarán en condiciones de acceder a los mismos barrios, servicios y beneficios de la ciudad que les ofrecieron sus padres, porque este mecanismo hace que los alquileres suban mientras que los salarios de los trabajadores permanecen con aumentos mínimos en comparación.
Esto obliga a las personas a destinar muchas veces más de la mitad de su salario a alquileres y aceptar condiciones no buenas para no perder su ubicación, sus redes familiares, los servicios del centro y un estatus frente a sus amistades. Pero su calidad de vida será menor, se redefinirán como mano de obra trabajadora a favor de quienes sí se pueden permitir pagar esos lugares en cómodas casas.
Sabemos que el capitalismo trabaja mucho sobre los modelos culturales de comportamiento, sobre los deseos, diría la urbanista italiana Sandra Anunziatta, y hoy esos deseos están mercantilizados y sólo quien tiene los recursos puede comprarlos. Para no evidenciar esta contradicción social y moral existe el marketing: en las publicidades se vende un estilo de vida cosmopolita que es el mismo para Paraguay, Argentina, Brasil, Uruguay, las Bahamas, Miami o Singapur. Los mini apartamentos son escenarios de vida individualistas en donde relajarse realizando actividades de satisfacción personal, un spa, un gimnasio, una piscina, para una élite internacional que se separa cada día más de la pobreza y de la condición desigual de la ciudad real, latinoamericana, en la que vive.
Es un modelo muy peligroso porque atenta contra la vida común de la ciudad, y previene los malestares que me harían entender que no todo está bien con este sistema, que si camino por la calle, existen personas que deben vivir allí, que si me muevo en la ciudad a un cierto punto la trama urbana consolidada se detiene e inician vastas extensiones de barrios con servicios de menor calidad y personas en algunas ocasiones al estado de la sobrevivencia. Pero mientras que se siga promoviendo la construcción de ghettos, incluso en el tejido urbano consolidado, siempre tengo la opción de quedarme encerrado en mi torre de marfil, ver el mundo desde la barbacoa del piso 30 en donde los sufrimientos de quienes nada tienen no llegarán.
Una esperanza
A nivel internacional existen varias medidas para mitigar los efectos de la gentrificación, pero no se pueden reducir a meras recetas o modelos académicos, o buenas prácticas de gobierno.
Como señala la activista Macarena Valdés, en algunos momentos, como en las movilizaciones de 2019 en Chile, las varias asambleas locales tenían como uno de los temas centrales el derecho a la ciudad. Ahí se buscaron antecedentes en experiencias latinoamericanas y europeas, que podían servir para marcar una línea de acción concordada. Existen ejemplos también de organización a nivel barrial como lo que sucedió en España, frente al posible desabastecimiento que sufrieron en la crisis de 2008, o las cooperativas uruguayas de Fucvam, o el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos (MOI) en Argentina. Mientras que en las revueltas en Chile se levantaron cooperativas de arraigo barrial o zonal y se volvieron a recuperar memorias históricas de ayuda mutua que estaban latentes, como las ollas para el abastecimiento y los cordones barriales. Lo más importante fue recuperar la propia memoria histórica organizacional, “generaciones después volver a levantar esas prácticas solidarias que teníamos como cultura”, dice la activista. Recuperar el entendimiento del hábitat de manera integral, por ejemplo entender la vivienda como una función social. Poder levantar una lucha frente a los procesos gentrificadores y de especulación es lo central.
En América Latina se necesita cambiar los roles de los gobiernos locales como facilitadores de la inversión, ya que en el presente los movimientos sociales o de barrio organizados son el único antídoto a la imposición de una ciudad estándar por la inversión internacional. Aun no se ha llegado a debatir abiertamente sobre este tema, pero el dilema de la gentrificación se basa en las mismas falsas oposiciones, que los gobiernos tienen en otros campos. Se repite como un mantra que menos capital privado significa menos capacidad de hacer proyectos de regeneración urbana, ya que las economías locales son pocas. Pero son raras las ocasiones en las que realmente se generan planes urbanos y se cita a crear consorcios de desarrollo local con capitales internacionales para regeneraciones integrales de los barrios que traigan beneficios a las poblaciones que ya habitan allí y eviten la expulsión.
En el desarrollo de la trama urbana el capital no espera ser llamado, decide cuándo, dónde y cómo densificar y construir y negocia las condiciones padrón a padrón, si es necesario, con el nivel de gobierno correspondiente. Se ha probado a marcar una línea de inversión a través de políticas urbanas, que dan exoneraciones por ejemplo para aumentar el stock edilicio de algunas áreas de la ciudad, aumentando la oferta de vivienda para evitar la mudanza de población hacia las periferias. Pero generalmente el capital no está allí para hacer un servicio a la comunidad, los precios finales de las viviendas son los mismos del mercado, por lo que los incentivos de la política pública para dar accesibilidad al suelo urbano terminan siendo causa de gentrificación, desdibujando la coherencia del beneficio público con la única ganancia a favor de los privados.
Por otro lado, estas políticas urbanas de incentivo son también utilizadas para generar trabajo y mano de obra en la construcción frente a crisis económicas que ya son endémicas y prácticamente permanentes en todo el mundo. Con lo cual se tiene a favor sindicatos obreros y cámaras empresariales y claro, la opinión pública desinformada.
Recuperar el entendimiento del hábitat de manera integral, por ejemplo entender la vivienda como una función social. Poder levantar una lucha frente a los procesos gentrificadores y de especulación es lo central.
El problema es que un desarrollo de la ciudad que mira sólo a la vivienda o a servicios para compradores de altos ingresos, o de un ingreso superior al de los pobladores locales, no sigue la planificación urbana integrada que debería mirar todas las dimensiones. En varias ocasiones excesivas densificaciones generan sobrecarga en los servicios públicos, que son lentos en su actualización, por ejemplo la saturación de las escuelas públicas, que dan prioridad a las familias de menores ingresos en la ubicación, con lo que las familias de clase media con grandes sacrificios deben buscar opciones privadas, con la consecuente carga en las economías familiares. Por otro lado, pueden generar problemas de tráfico y congestión si no se piensa al problema del automóvil en el centro de la ciudad, aumentando también las ofertas de garajes privados, lo que otra vez aquí significa una mayor costo de vida que recae en la economía familiar. Lo mismo sucede con la sustitución de pequeños comercios de cercanía, de alimentación y otros, que dejan paso a supermercados interesados en servir zonas altamente pobladas, construyendo monopolios que fijan los precios de los alimentos. El resultado de no planificar estas acciones es el cambio en los costos del suelo urbano y en la vida cotidiana, lo que inevitablemente lleva a la expulsión de la población original de los barrios populares, por poblaciones de mayores ingresos que pueden permitirse este nivel de vida.
Cogobierno de las ciudades y bienes comunes
Los community plans de Nueva York siguen siendo al día de hoy uno de los instrumentos urbanísticos más claros de trabajo entre gobiernos, sociedad civil y universidad para parar la gentrificación en el centro de la ciudad. Como señala Tom Angotti, exdirector de la Oficina de Planificación de la ciudad, urbanista, activista por el derecho a la ciudad y profesor universitario de la CUNY, los community plans son un nivel más bajo que el de planificación del distrito o municipio y más alto que el del barrio. No es casual que hayan surgido en Nueva York, por excelencia la primera gran metrópolis en vivir veloces procesos de gentrificación, con una mercantilización de su imagen en los años ’80 y ’90 que llevaba a expulsar cientos de personas de los barrios tradicionales y turistificarlos en pocos años.
Angotti realizó una investigación con un equipo multidisciplinario sobre cómo los movimientos de base, junto a los gobiernos, pueden confrontar el Real Estate norteamericano e internacional. Nacen así los community plans, que ponen en el centro las necesidades de las comunidades y la exigencia de parar la agresión del mercado, gracias a normativas que toman medidas precautorias y posibilidades de financiación del Estado en proyectos de vivienda social.
Él dice que es una cuestión de tiempos. Una planificación gradual o progresiva, como la denomina, significa determinar tanto porcentaje para vivienda accesible, tales programas de apoyo a iniciativas de desarrollo local urbano, en economías de pequeñas escala, en grupos que apoyen la autoorganización y dialoguen con los servicios públicos del Estado. Un community plan se define en forma conjunta, se encuentran las formas de diálogo, deliberativas, pero lo más importante es que se deja en pie un comité mixto de gestión entre gobierno y habitantes locales que velan por su implementación más allá de los cambios políticos cada cinco años.
En Montevideo existe otra experiencia que puede marcar una nueva tendencia en la construcción de ecosistemas barriales de bienes comunes urbanos. Gracias a colaboraciones entre el movimiento del derecho a la ciudad, el movimiento de cooperativas de vivienda, el movimiento feminista que comienza a ocuparse de la ciudad de los cuidados, se reactiva el Programa Fincas Abandonadas en 2017, que implementa un mecanismo para recuperar inmuebles abandonados para vivienda cooperativa y usos cívicos en el centro histórico de la ciudad.
La Universidad colabora con la entonces directora del Departamento de Desarrollo Urbano de la Intendencia de Montevideo, la arquitecta Silvana Pissano, en el armado y facilitación de un laboratorio urbano para elaborar las propuestas con procesos participativos que lleguen en forma capilar a todo el tejido social y acordar las formas de gestión entre colectivos y gobierno. Sólo en la Ciudad Vieja emerge un mapa con más de 50 iniciativas, emprendimientos sin fines de lucro y colectivos sociales que ya están construyendo una ciudad solidaria, fuera de la órbita del mercado. De este proceso emergen 40 propuestas de usos cívicos, en vivienda social, economías transformadoras, alimentación solidaria, prácticas ecológicas, arte, deporte, cultura y cuidados.
Algunas colaboraciones ya existentes en la recuperación de espacios públicos, como por ejemplo la Plaza de Deportes N°1 en la Aduana, demuestran que es posible recuperar inmuebles o espacios públicos abandonados coproyectando sus usos con la Intendencia. Allí nace el movimiento por el Derecho a la Ciudad que trabaja junto a Fucvam, la Universidad y la Cartera de Tierras Pública en promover programas de acceso a la vivienda a través de una batería de opciones, como las cooperativas en lotes dispersos, casas comunitarias de estadía transitorias para mujeres con hijos, cohousing para la tercera edad, y programas de alquiler social, planteando acuerdos de gestión asociada con agrupaciones ciudadanas.
Este proceso salta de escala en 2022 junto al Municipio B, y pone en juego, no sólo repensar el uso de una serie de inmuebles abandonados en el centro histórico, desde la óptica de parar los procesos de gentrificación, sino de promover otro tipo de planificación urbana de y en los barrios del centro de la ciudad. Se lanza el Proyecto Reactor B, junto a la Universidad de la República y varios colectivos del Barrio Palermo y del área de la Diagonal Fabini en el límite Centro/Ciudad Vieja. El objetivo es mostrar que ya existen prácticas de construcción de bienes comunes (vivienda y otros usos) que reunidas, colaborando entre ellas en red, y con un Estado que las reconoce y decide apoyarlas a través de programas de política pública, se pueden construir sistemas locales como alternativa a la ciudad capitalista que crece solo a impulso de grandes inversores y especuladores inmobiliarios.
Estas experiencias pueden encaminarse hacia definir para Montevideo la idea de community plans, es decir, planes urbanos con el protagonismo de sus comunidades y con el foco en el bienestar común.
Cuando la lucha social está clara, hay que preguntarse cómo traer al Estado a reconocerla y a trabajar en conjunto. El mejor camino es cuando se dialoga, cuando se trabaja en conjunto en el lugar. Estos laboratorios urbanos habilitan espacios para entender las causas, para definir metas, y caminar construyendo estrategias hacia ellas.
Una planificación progresiva, diría Angotti, en donde se concuerda que será un largo proceso y que una vez iniciado no bastará con medidas de control aquí y allá. Para inventar un futuro urbano diverso hay que reconocer antes que nada en donde está la ciudad viva, la ciudad que inventa permanentemente formas de resistencia pero también de gestión colaborativa, que se pone al hombro las batallas locales, una a una, que reacciona y actúa. El desafío hoy es partir desde la dimensión barrial, construirla como una genuina ampliación de la casa propia, es la casa de la comunidad en donde encontrar, encontrarse y colaborar cada día.
Escuchar lo que nos dicen estas formas de autoorganización, las redes de solidaridad, el arte, la cultura barrial, y las otras economías que mantienen viva la solidaridad es sólo el inicio. Esto da un nuevo rol para los gobiernos locales, las formas de coordinación se pueden inventar de vez en vez, ampliando la forma en la que las administraciones públicas se relacionan con los grupos de la sociedad civil, con los vecinos y las vecinas en los territorios. Pero se invierte la pirámide y las soluciones que nacen para sostener la vida en la cotidianeidad, desde abajo, definen caminos que pueden transformar el sistema.
Adriana Goñi es profesora adjunta del Departamento de Resiliencia y Sostenibilidad de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo y de la Licenciatura en Gestión Ambiental (CURE, Universidad de la República). Esta es la segunda parte de la columna publicada en la diaria el 30 de enero con motivo del lanzamiento del Proyecto audiovisual de Miles de Ciudades sobre este tema.