De despertar tardío se puede calificar esta arremetida de algunos sectores del herrerismo y aliados de hoy para manipular datos de la historia con tal de comprobar la tesis que han manejado muy a medias desde hace tiempo: que la izquierda apoyó a la dictadura en Uruguay. Nada más mendaz y poco serio.

Es en estos tiempos y no antes (o no con tanta energía), que importantes personalidades del herrerismo, algunos ministros y legisladores, aportan, desde sus cargos, a la construcción de un relato tan inclinado de la historia. Con esta visión se suman a los sectores más retardatarios integrantes de la coalición multicolor y, lo peor, con algunos sedicentes wilsonistas que les llevan el apunte. En este último caso es un despropósito y, a nuestro entender, una profunda falta de respeto a uno de los líderes políticos que más padecieron con la dictadura cívico-militar que reventó al país. Porque, entre otros objetivos, esa dictadura fue impuesta para (además de impedir el crecimiento de la izquierda) imposibilitar que Wilson Ferreira Aldunate fuera presidente de Uruguay. Este segundo punto lo consiguieron, y con creces.

Los ya famosos comunicados 4 y 7 han servido para todo, menos para impulsar un análisis desapasionado y libre de interpretaciones basadas en preconceptos o en visiones fuera de contexto.

Fueron publicados el 9 de febrero de 1973, casi cinco meses antes de que se instalara el gobierno de facto, el 27 de junio de ese año, en un contexto político-militar muy diferente del de los días en que se ejecutaría el golpe definitivo. Muchos acontecimientos se precipitaron entre febrero y junio, y esa precipitación debe ser ubicada en los tiempos que corrían para ser entendida.

En febrero de 1973 la confrontación entre el gobierno de Juan María Bordaberry y sectores militares (la controversia era por cuestiones de medios y no de objetivos, aclaremos) había llegado a su punto crítico. El día 9 (en medio de movilizaciones militares rodeando la Casa de Gobierno), uno primero y otro más tarde, se publicaron los comunicados. El motivo que desató la rebeldía fue el descontento por mantener a un ministro de Defensa Nacional al que no querían. Sin embargo, los textos de ambos revelaban mucho más que lo que expresaban en una simple lectura. Aparecía, disimulada en tono de arenga, la tensión en la interna militar entre los sectores llamados “peruanistas” (entre los cuales, inicialmente estuvieron el general Gregorio Álvarez y otros connotados jefes del Ejército), articulados por el coronel Ramón Trabal, y los sectores más duros, que presionaban para encontrar una salida “definitiva” a la crisis, entre las cuales estaban las más extremas, que no reparaban en pruritos republicanos-democráticos.

Es sorprendente escuchar, en los análisis de hoy (intervenciones en el Parlamento el 9 de febrero de 2023), cómo se reivindica al senador Amílcar Vasconcellos, quien alertaba sobre la irrupción en las Fuerzas Armadas de “latorritos”. Es curioso. En aquel momento, siendo mayoría en el Poder Legislativo, los correligionarios hicieron caso omiso a la prédica del senador. La conducta parlamentaria de los “demócratas” de entonces más bien fue de aquiescencia a las actitudes autoritarias, tanto del anterior gobierno de Jorge Pacheco Areco como del de su sucesor y delfín, Juan María Bordaberry.

¿Qué actitud tomó el Parlamento, con mayoría de partidos de derecha, cuando el presidente constitucional llamó al pueblo a defender las instituciones republicanas? Ninguna. “No más de 100 personas respondieron a mi llamado”, confesó, algo compungido pero sin despeinarse, el presidente golpista. Muy loable reconocer, con el diario del lunes (del martes y del miércoles) a Amílcar Vasconcellos, a Carlos Quijano, a (tímidamente) Liber Seregni y algún otro vidente más allá de sus narices. Pero... ¿y los demás? ¿Qué opinión tenían, tanta gente importante y gravitante en las decisiones políticas? ¿Sólo en la izquierda había una “expectativa” de la orientación de aquel proceso? Me consta que no.

En ese lapso (febrero a junio, e incluso antes), además de la arremetida de los militares contra Bordaberry, hubo de todo, como en botica. Hubo negociaciones rodeadas de desconfianzas, con presiones múltiples sobre los protagonistas principales, mientras, detrás de los sucesos, muchos aguardaban con una expectativa controlada, en espera del desenlace. Nadie tenía la verdad revelada ni la solución perfecta, todos dudaban y todos presionaban por definiciones de otros, quienes a su vez esperaban decisiones de terceros. Esa tensión se transmitió por los comunicados 4, 7 y 8 (aunque este último pasó totalmente inadvertido) y su publicación puso al país en vilo.

Los ya famosos comunicados 4 y 7 han servido para todo, menos para impulsar un análisis desapasionado y libre de interpretaciones basadas en preconceptos o en visiones fuera de contexto.

Fuentes cercanas a los protagonistas principales especulaban acerca de que, mientras que el comunicado 4 parecía haber sido escrito de puño y letra por Ramón Trabal, no ocurría lo mismo con los números 7 y 8. Estos tenían la intención de corregir, o aclarar, aspectos del primero con los que no acordaban. Para muchos la intención del jefe de la Inteligencia militar (SID) rebasaba objetivos estratégicos relativos a sus ideas políticas, declaradas o atribuidas (se sabía que era admirador del proceso peruano encabezado por el general Juan Velazco Alvarado). Y había mucha aversión, más allá de la suspicacia, acerca de cómo trataba a los dirigentes tupamaros detenidos en el Batallón Florida.

Hay evidencias (opiniones testimoniales, puesto que no hay documentación escrita) de que Trabal pretendía evitar las soluciones extremas propiciadas por los sectores más duros del Ejército. A eso respondería su esfuerzo por lograr acuerdos entre “militares y tupas”, para los cuales estuvo trabajando durante meses, buscando una rendición incondicional a la que se negaba un MLN ya derrotado. Esta rendición “incondicional” tendría la contrapartida de algunos beneficios a los guerrilleros (parar con los “apremios”, liberación progresiva de la mayoría, dar ocupación a quienes se quedaban sin trabajo, para lo que se prepararía el establecimiento de Silva y Rosas, etcétera). Trabal hizo un trabajo a varias puntas, con conocimiento de las fuerzas que se movían en la interna militar y la manipulación de información aportada por extupamaros que operaron a su lado.

El plan presentado por Trabal (que no trascendió a los medios en ese momento), con varios puntos para ser acordados, finalmente no prosperó, porque los más poderosos jefes del MLN, decididos a gravitar en los sucesos vertiginosos de esos días, no aceptaron. Ante el fracaso de la pulseada, los extremistas redoblaron energías. Arrastrarían con ellos a los generales Álvarez y Cristi (los jefes militares más fuertes del momento), y empedrarían el camino al infierno.

El descaecimiento del prestigio de Trabal, el apartamiento de Gregorio Álvarez (sobre todo luego del asesinato de su hermano) y, por ende, de Esteban Cristi, fueron elementos más que suficientes para precipitar un cambio en la orientación del proceso. Con el tiempo, Ramón Trabal sería sacado del país primero; luego sufriría las consecuencias de haber mantenido aquellas opiniones, contrarias a las de la mayoría de los mandos castrenses y de minorías civiles que les apañaban y azuzaban.

Pero estas “salidas” no se discutían sólo en el Batallón Florida, como se ha dicho, sino que también se jugaban en el terreno civil, con propuestas varias de sectores o personalidades políticas, los que a su vez “cocinaban” con los militares, abierta o solapadamente. Había zonas de intersección de influencias, con emisarios que llevaban y traían “información reservada” y “datos de fuentes seguras”. Wilson Ferreira Aldunate negociaba soluciones, entre las cuales estaban la renuncia de Bordaberry y la asunción del vicepresidente Jorge Sapelli. El Frente Amplio, a través de su portavoz, Liber Seregni, antes había pedido la renuncia del presidente Bordaberry como salida a la crisis. En aquel momento (al decir de Eleuterio Fernández Huidobro, testigo privilegiado), en dependencias castrenses había desfiles diarios de conocidos políticos civiles que venían a conversar con los altos mandos.

Desbrozado el camino en la interna, el 27 de junio, meses después de los comunicados 4 y 7, y con mucha agua pasada debajo de los puentes, los sectores militares más decididos (ahora con sus internas saneadas) arrasaron con la Constitución y emprendieron la ejecución de uno de los períodos más nefastos de la historia del país. Muchos de quienes hoy tergiversan esa historia, interpretando a su gusto los hechos de esos meses anteriores al golpe, permanecieron callados mientras se producían acontecimientos determinantes. No reaccionaron en febrero, porque Bordaberry era indefendible; desoyeron su pedido de auxilio para defender la democracia republicana (aunque ese sayo le cae bien a todos). Pero tampoco reaccionaron después, en junio, cuando el golpe definitivo se produjo, porque aguardaban pacientes que la balanza se inclinara hacia lo que realmente querían que pasara, y pasó.

El Frente Amplio y la izquierda lucharon desde el 27 de junio de 1973, y eso no puede ser desmentido sin mala fe y en franca desatención a la realidad y a los documentos que lo acreditan. También wilsonistas y blancos y colorados demócratas se opusieron a la ruptura constitucional, y padecieron sus consecuencias.

Es una gran injusticia y una tendenciosa manipulación del pasado afirmar que la izquierda apoyó a la dictadura, cuando un análisis desapasionado de los hechos dice otra cosa. O se falsea por desinformación, o hay mala intención en pervertir la interpretación de los acontecimientos de entonces, para sacar réditos en el presente.

Carlos Pérez es jubilado.