A lo largo de la historia, distintos pensadores han establecido que la tiranía habilitaba, según las circunstancias, el derecho a la rebelión. Probablemente la reflexión más reconocida sea la de John Locke, quien sostenía que el abuso de poder o la vulneración del pacto social constitutivo habilitaba el derecho a rebelión de los ciudadanos. Pero mucho antes, Santo Tomás de Aquino en su Summa Teológica sostenía que quien perturba a un régimen tiránico no incurre en sedición.

La Declaración de Derechos de Virginia, votada por los delegados el 12 de junio de 1776, y posteriormente la Declaración de Independencia de Estados Unidos, del 4 de julio del mismo año, también establecen a texto expreso el derecho a rebelión de los ciudadanos.

En la época moderna, la Revolución Francesa consagra la rebelión o la resistencia popular como un derecho humano fundamental; la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793 en su artículo 35 establece el derecho a rebelión.

En el derecho internacional moderno, el derecho a rebelión queda establecido en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Este concepto, que sin duda ha configurado los sistemas políticos y la propia política desde la modernidad, se enfrenta a un problema de difícil solución: si dicha tiranía es ejercida por los propios individuos.

Éric Sadin publica La era del individuo tirano1 y elabora una genealogía mostrando cómo desde las concepciones liberales se avanza en un proceso de profundización y radicalización del individualismo que en la actualidad provocaría lo que denomina un verdadero giro implosivo.

Este proceso hunde sus raíces en el surgimiento del liberalismo clásico, que pone el foco en la defensa de las libertades individuales; sin embargo, se preocupa débilmente por las condiciones objetivas de su realización. Partiendo de la clásica definición de Isaiah Berlín, sería la supremacía de la libertad negativa, la idea de que nadie podría intervenir u obstaculizar nuestras acciones, mientras que la libertad positiva se relaciona con las condiciones que hacen posible nuestra autonomía.

Desde allí el proceso de individualización se irá radicalizando, salvo por breves intervalos, donde se podría destacar los estados de bienestar de posguerra, que intentarán dar una respuesta que busque equilibrar la defensa de las libertades individuales, con generar las condiciones económicas y sociales para su real desenvolvimiento.

Pero de la mano de la crisis del petróleo y del auge del pensamiento neoliberal se dará un retroceso del modelo de bienestar, inaugurando un primer traumatismo colectivo que provocará una progresiva desintegración colectiva del pacto de confianza que daba sentido a la vida y permitía vivir en sociedad, generando las condiciones para el fermento de un resentimiento que no parará de crecer.

De la mano de esta pérdida de la confianza crecerán la indiferencia y la búsqueda de las soluciones individualistas.

Ya sobre fines de la década del 90 vendrá el auge de internet y el teléfono móvil, que contribuyen a profundizar esta especie de centralidad de uno mismo, inaugurando un nuevo ethos (forma de estar en el mundo) centrado en esos dispositivos.

Hoy con el auge de las redes sociales los “usuarios” no buscarán sino hacer prevalecer sus opiniones, con frecuencia despreciando las de los demás, debilitando cada vez más algunos valores fundamentales compartidos, sobre los que descansa la constitución de todo cuerpo político viable.

La pasión por la expresividad ocupa ahora una posición no sólo preponderante, sino que tiene también por efecto relegar a segundo plano todo deber de implicación en los asuntos comunes. Esto que desde hace dos siglos se llama “sociedad” se ve sustituido por lo que Sadin da en llamar una monadización a gran velocidad del mundo. Nos interpela sosteniendo que nos debería movilizar un progresivo desmoronamiento de nuestro plural mundo común.

Lo peor de estos enfoques simplificadores de la dimensión moral sería cuando se individualizan los escándalos y se minimizan las condiciones estructurales que los hicieron posibles.

Estas realidades, que estarían provocando una especie de “disolución” de la sociedad, interpelan de manera radical a la política. Pero desde esta actividad que tiene como principal cometido la gestión de los asuntos comunes en sociedades cada vez más complejas y plurales, encontramos cada vez más dinámicas y prácticas que más que revertir, profundizan estas tendencias.

Byung Chul Han dice que nos enfrentamos a la sociedad de la transparencia.2 Un tiempo transparente sería un tiempo sin pasado ni futuro, sería sólo tiempo presente. Es el advenimiento de un tiempo que no oculta nada, lo muestra todo, instalando una mirada simple, superficial. La mirada compleja exige tiempo. Se da una hiperrealidad que no es realidad; la realidad se vuelve puro espectáculo que lo que busca es un “me gusta”. La persona transparente sería entonces una no persona, sin interioridad, sin intimidad, sin secretos. Sin máscara, y máscara es el origen del concepto de persona (prospon es la máscara que utilizaban los actores en el teatro griego).

En la sociedad transparente desaparece la idea de confianza, la confianza se despliega en la dualidad de saber y no saber, el no saber todo es lo que nos obliga a confiar. Pero en la sociedad transparente se pretende anular la negatividad, el no saber; esto sólo dejaría lugar a una permanente desconfianza.

Jacques Derrida sostiene que exigir que se dé a conocer todo y no haya un fuero interno significa volver totalitaria la democracia. En una dirección similar, Daniel Innerarity en su libro Una teoría de la democracia compleja3 sostiene que determinadas negociaciones exitosas en el pasado difícilmente se hubieran producido si hubieran sido transmitidas en directo. Hay beneficios “diplomáticos” de la intransparencia. El mismo autor en otro libro, La sociedad del desconocimiento,4 sostiene que la moral suele simplificar demasiado las cosas. La mejor defensa de la moral sería proteger su especificidad frente a su utilización para cualquier cosa como si fuera una especie de remedio universal.

Lo peor de estos enfoques simplificadores de la dimensión moral sería cuando se individualizan los escándalos y se minimizan las condiciones estructurales que los hicieron posibles. La perspectiva moral sobre la realidad, sin duda necesaria, cuando se convierte en la única mirada resta importancia a lo cognitivo.

“El horizonte político último y glorioso de la época consistiría, antes que nada, en ponerse a la búsqueda de delitos a fin de que, llegado el caso, se los pudiera develar. Algunos diarios se fijaron como misión prioritaria divulgar gestos reprensibles. Sin embargo, lo propio de la participación en los asuntos públicos no reside en las operaciones sistemáticas de denuncia, sino en la implementación de acciones concretas en el terreno de la vida común”.5

Cómo recuperar una política democrática que logre desplegar acciones relevantes que permitan generar hechos sustantivos que mejoren nuestra vida en común parece convertirse en uno de los principales desafíos de nuestro tiempo.

Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Éric Sadin. La era del individuo tirano. Caja Negra. Buenos Aires, 2022. 

  2. Byung Chul Han. La sociedad de la transparencia. Herder. Barcelona, 2014. 

  3. Daniel Innerarity. Una teoría de la democracia compleja. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2020. 

  4. Daniel Innerarity. La sociedad del desconocimiento. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022. 

  5. Sadin, página 179.