El Uruguay rural está en problemas. Este es un dato que resulta muy paradójico en un país cuyo 80% del territorio es área rural y donde habita tan sólo el 5% de los uruguayos, siendo aun más preocupante que esa cifra continúa en descenso.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) señala en su documento base –la Agenda 2030– al desarrollo sostenible como regla y motor principal para el siglo XXI, desarrollo que implica tres dimensiones: a) económica, b) sociocultural y c) ambiental.

En el primer caso, referida a la importancia de que existan suficientes ingresos para todos y que los mismos se repartan de manera justa. La segunda abarca la necesidad de que las posibilidades de bienestar y desarrollo humano estén al alcance de todos e implica a su vez el respeto por los valores y tradiciones de cada cultura. Mientras que lo ambiental refiere a la valoración y el respeto por la naturaleza y a evitar generar desequilibrios en los ecosistemas.

Durante décadas, varias generaciones de orientales hemos crecido conociendo las historias de guaraníes, charrúas y gauchos que habitaron nuestros suelos. Lo cierto es que cada vez más el campo se va despoblando y en ese proceso, se van perdiendo los elementos de un paisaje rural que poco a poco se extingue y que (si todo continúa como está) las generaciones venideras solamente podrán conocer a través de libros o visitando museos.

Sí. La sostenibilidad del patrimonio rural uruguayo está en riesgo como consecuencia de dos grandes fenómenos: los efectos de los cambios globales y la consolidación del modelo productivo agrícola-forestal.

Los cultivos de oleaginosos experimentaron un comportamiento dinámico, creciendo el doble de rápido que la agricultura mundial. Nuestro país se ha ubicado como uno de los principales productores involucrados en el aumento de la producción de soja junto a otras naciones sudamericanas. A su vez, como señala el sociólogo Diego Piñeiro, ha habido un importante desarrollo de la industria forestal impulsado por cambios institucionales implementados por el gobierno a fines de los años ochenta con la Ley Forestal, creada con el objetivo de atraer inversionistas para el sector.

Si bien se trata de modelos productivos que generan ingresos económicos muy importantes para el país, el crecimiento descontrolado de ambos sectores ha permitido fuertes procesos de concentración y extranjerización de la tenencia de la tierra que impactan en las tres dimensiones pregonadas por la sostenibilidad.

Desde el punto de vista ambiental, se ha generado destrucción y pérdida de patrimonio natural, y la diversidad biológica viene siendo sometida a importantes presiones debido a las importantes intervenciones ocasionadas en los hábitats naturales por la expansión de la frontera agrícola, y existe preocupación en sectores de la ciudadanía por los riesgos adversos generados por el uso desmedido de productos agrotóxicos (fungicidas, herbicidas, etc.).

En cuanto a la dimensión socioeconómica, este modelo ha generado un aumento en la concentración de riqueza (en la mayoría de los casos en personas no arraigadas al lugar) y consecuente emigración de familias oriundas del medio rural a la ciudad.

Mientras que –ligado a lo recién mencionado– en el plano cultural se ha dado la pérdida de paisaje en el medio rural, perdiéndose el patrimonio tangible tanto como intangible (saberes, oficios, tradiciones, actividades productivas).

La mano de obra humana y la variedad de oficios tradicionales del campo (alambradores, guasqueros, tejedoras, entre otros) tan bien documentados por Roberto Bouton, cada vez es menos demandada, dando paso al avance tecnológico y nuevos trabajos que ya no requieren de esos conocimientos.

Las costumbres gauchescas y el pasado indígena cada vez más perduran solamente en fiestas o actividades que brindan tributo a esas figuras icónicas en la historia rural del país y al igual que los museos, son los únicos espacios donde se puede tener un acercamiento a la vida rural de antaño.

Es necesario salvar el patrimonio rural y en este sentido, cada uno de los uruguayos quizás deberíamos asumir un rol más activo o un papel más militante para defenderlo.

Pese a no contar con comunidades nativas, a lo largo y ancho del territorio nacional existe una riqueza en diversidad cultural, producto de la herencia de esas poblaciones que aun permanece en las tradiciones y costumbres en algunos parajes rurales, así como también las que fueron resultado de la llegada de pobladores afrodescendientes durante la época colonial o las olas de inmigrantes europeos llegados a este territorio en el siglo XIX y XX.

Quizás el turismo pueda significar una oportunidad de complementariedad económica para las comunidades y a la vez, pueda ser una herramienta que ayude a proteger el patrimonio material e inmaterial del campo uruguayo.

Hay algunos ejemplos interesantes al respecto que bien pueden tomarse como referencia.

En diferentes lugares del país se desarrollan exitosos emprendimientos turísticos, donde quienes están a cargo no han dejado de realizar las actividades productivas que dan el principal sustento a sus familias, pero que se han abierto a la aventura de ofrecer servicios de alojamiento, gastronomía y recreación a los visitantes (la Estancia Bichadero en Tacuarembó es un buen ejemplo de ello). Otro caso interesante es el que está ocurriendo con el viejo edificio de la Escuela rural de Cañada Grande (límite entre Río Negro y Paysandú). Por falta de escolares, la escuela estuvo cerrada durante largos años, pero con impulso de un grupo de guías de Guichón y lugareños, lograron la autorización de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) para reabrirla. Allí ahora se desarrolla un proyecto socioproductivo cuyo objetivo principal es trabajar en defensa del paisaje de palmares que caracteriza el lugar e identifica a los pobladores de la zona.

Otro ejemplo interesante –que en este caso tiene que ver con el patrimonio intangible– son las exitosas propuestas de charlas de fogón y circuitos guiados a pie en distintos puntos del país, que organiza Néstor Ganduglia, psicólogo social reconocido por sus investigaciones y recopilaciones relacionadas con mitos, leyendas y tradiciones del Uruguay. A través de estas experiencias, los visitantes pueden conocer historias y personajes que hacen a cada lugar, recreados por atrapantes relatos ofrecidos por el autor.

Podría pensarse también en crear rutas atractivas para los visitantes, que impliquen el paso por espacios rurales destacados por su valor tanto natural como histórico. Se podría pensar quizás en una Ruta Artiguista que recree al Éxodo del pueblo Oriental o diseñar circuitos productivos ligados a la producción arrocera (Melo y Treinta y Tres) o la citricultura (Paysandú y Salto).

Es necesario salvar el patrimonio rural y en este sentido, cada uno de los uruguayos quizás deberíamos asumir un rol más activo o un papel más militante para defenderlo, ya que como dice una popular frase: “la Patria se hizo a caballo”. Me parece que no es justo relegar a evocaciones simplistas la gran riqueza histórica, cultural y natural de nuestro Uruguay profundo.

Juan Andrés Pardo es magíster en Consultoría Turística.