60, 63, 65 años, adultos mayores, veteranos, viejos, personas grandes, tercera edad. Se les puede llamar como se quiera, el asunto es que la discusión sobre si se pueden o no jubilar es observable desde muchos puntos de vista. Si nos colocamos desde una perspectiva analítica, objetiva, parece razonable que los cambios demográficos (mayor expectativa de vida, retraso del ingreso a la vida laboral y de la paternidad/maternidad) se reflejen en las reglas para acceder a la seguridad social. En este sentido, retrasar la edad de jubilación mínima no parece una decisión disparatada. Si nos colocamos en una postura de costos y beneficios económicos para los destinatarios, es obvio que se trata de una pérdida: hay que aportar durante más años para recibir la jubilación durante menos. Si no consideramos el trabajo una maldición obligatoria, sino una actividad que nos mantiene enlazados con el mundo y con la sociedad y nos hace sentir útiles, el aumento de la edad mínima no debería preocuparnos porque, la palabra lo indica, se trata de un mínimo y no de una compulsión a ser descartado al cumplir esos años. Sabemos, sin embargo, que en algunos casos los empleadores obligan a jubilarse a esa edad (o a otra un poco más avanzada) a sus empleados. Algunos lo aceptan agradablemente, pero otros sienten que los están declarando inútiles y sufren la jubilación como una especie de destierro. Para estas personas el aumento de la edad “mínima” no sería un problema, sino lo contrario.

Hace unos pocos años hice una pequeña investigación sobre personas que se habían jubilado recientemente. Las personas entrevistadas eran en su mayoría mujeres con largas carreras laborales y muy estables. Algunas se jubilaron placenteramente, otras hubieran querido seguir trabajando, quizás con menos horario y mayor flexibilidad. Para ellas la jubilación -como para casi todo el mundo- significó una rebaja de los ingresos, pero las condiciones vitales (hijos ya mayores no dependientes, problema de vivienda ya resuelto) la compensan y no produce un deterioro de la calidad de vida. Es bueno aclarar que se trataba de profesionales, docentes o empleadas administrativas con niveles medios de ingresos. Una de ellas me manifestaba que sus hijos le decían: “Mamá, ya no existen personas como vos, que trabajen 40 años en la misma empresa”. Sin tener datos objetivos sobre el asunto, basta observar a nuestro alrededor para ver que es así. No se trata sólo de un cambio cultural, sino de que el mercado laboral se ha vuelto mucho más inestable. Las personas cambian de trabajo con frecuencia, muchas pasan períodos sin trabajar, y todo parece indicar que cada vez más, como en el juego de la silla, va a haber menos puestos para más gente. Si a alguien se le ocurre reducir las jornadas laborales a seis, cinco o cuatro horas, muchos van a tratar de acumular dos o tres empleos para obtener un salario mejor, anulando así los efectos beneficiosos de la medida.

La reforma actual de la seguridad social no parece resolver, sino agravar, el problema del desamparo de las personas frente a un mercado de trabajo cada vez más inestable y menos abarcativo.

En síntesis, va a haber mucha gente que no va a llegar a tener los años de aportes necesarios o que, teniéndolos, va a quedar sin trabajo después de los 50. ¿Qué se supone que debe hacer hasta que llegue a la edad de jubilarse? Esto se suma a que no todos los trabajos son iguales. Quizás un académico, un profesional o un artesano pueda seguir en su puesto hasta una edad avanzada, pero no sucede lo mismo con una empleada doméstica, un obrero de frigorífico o uno de la construcción. Esto no quiere decir que las personas se conviertan en inútiles de la noche a la mañana; todos podemos, en las distintas etapas de la vida, ser útiles a nuestro entorno. En los hechos, la mayoría de los jubilados continúan cumpliendo una función social no remunerada mientras la salud se lo permite.

Lamentablemente, la mercantilización de la vida laboral establece una frontera rígida entre el trabajo formal y el no remunerado. El trabajo de cuidado de los hijos o familiares se vuelve problemático cuando no se cuenta con un respaldo familiar o con condiciones flexibles de empleo y cuando se depende de cada peso para el sostenimiento. Ni que hablar en los hogares de mujeres solas con hijos a cargo. Muchas personas serían muy fructíferas en el campo de lo no remunerado si no dependieran de jornadas extenuantes de trabajo. “Por no haber tenido que ganarme el pan, he podido disponer de tiempo en abundancia”, cuenta Charles Darwin en su Autobiografía, y vaya si ese tiempo resultó productivo.

Aterrizando, la reforma actual de la seguridad social no parece resolver, sino agravar, el problema del desamparo de las personas frente a un mercado de trabajo cada vez más inestable y menos abarcativo. No parece que sea suficiente ofrecer educación pública gratuita, atención de salud universal y platos de comida en comedores públicos u ollas populares. La propia Constitución sólo considera que se debe brindar apoyo a los desocupados y a quienes “por su inferioridad física o mental de carácter crónico estén inhabilitados para el trabajo”. El amparo del seguro de desempleo es temporal y su alcance es limitado; ya vimos cómo fue ajustado temporalmente por la reciente pandemia. El derecho constitucional a la vivienda es letra muerta.

En los países del primer mundo se discute el establecimiento de una renta básica universal, pero la propuesta, además de compleja y discutible, no parece muy cercana en nuestro país y, mucho menos, en el resto de los países de América Latina.

Como la riqueza, el trabajo está -y lo estará más todavía- mal repartido. Como consecuencia, la seguridad social no es, ni será, tan segura ni tan social.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.