La democracia sólo puede sobrevivir si a través de ella las sociedades logran superar sus desafíos y mejorar. Nadie va a defender un sistema que no le resuelve los problemas.
La democracia necesita de una política fuerte y que tenga proyectos superadores para que la gente pueda construir una familia, desarrollar un emprendimiento, trabajar, progresar, disfrutar de una pasión, llevar adelante una vida sana y saludable. Y que tenga tiempo de calidad para estar junto a la familia y los amigos; así se construye comunidad, así tiene sentido un país.
Si partimos de esa premisa, es posible pensar que la democracia esté en peligro por la cotización a la baja que sufre la política. Esto se evidencia en los debates que no se dan y en los proyectos que no existen, en las dificultades que no se resuelven y en el desarrollo que se posterga. El problema lo tenemos por lo que no está pasando, lo que no se dice ni se hace.
Habitualmente la democracia es defendida como algo bueno en sí mismo, y aunque esa valoración está cargada de subjetividades y convicciones muy respetables, cuando los autoritarismos se vuelven populares y las sociedades eligen atajos para solucionar sus problemas, es necesario insistir en que la democracia es, materialmente, la mejor forma de gobierno para avanzar hacia el desarrollo. Pero también es esencial procurar que desde la política haya voluntad y lucidez para habilitar los procesos que llevan a transformar positivamente las condiciones de la vida. Voluntad para promoverlos y lucidez para liderarlos.
En concreto, pareciera que la democracia peligra porque se da un desacople general entre la complejidad de la realidad y la sofisticación de la política. Probablemente este factor –junto a otros elementos influyentes como el individualismo, la ingobernabilidad y la mediatización dañina, entre otros– esté presente en buena parte de los procesos de deterioro de la democracia. Las expectativas incumplidas, el resentimiento, la desconfianza, el sentimiento del derrotado y el malhumor general quizá sean indicadores de la incapacidad de la política para resolver problemas de las sociedades que se vuelven crónicos por décadas. Esa inercia negativa provoca desesperanza y descreimiento. Tenemos que responder con motivos para la esperanza.
En Uruguay existen ejemplos muy claros de este deterioro. Hace tiempo la ciudadanía observa, molesta y casi acostumbrada, que no se resuelven los problemas de fondo, “los problemas comunes”. Un sistema educativo que no le da herramientas actualizadas –conceptuales ni prácticas– a las personas para superar sus desafíos, un mercado laboral que no ofrece oportunidades en general, menos para los jóvenes, y no tiene la dinámica necesaria para el crecimiento profesional que demanda esta época, a lo que se suma el déficit de acceso a la vivienda, el alto costo de vida, la ineficiencia del transporte público, la injusticia fiscal, la crisis de la seguridad social y las consecuencias dramáticas y ya tangibles del cambio climático.
Es clave prestar atención a fenómenos globales como el aumento de la desigualdad y el deterioro de la democracia para mitigar las consecuencias de esos procesos en nuestro país.
Además, en paralelo, en el país aumenta la desigualdad, la pobreza y la inflación; la plata no le alcanza a la gente que trabaja y se deterioran los principales servicios básicos. Los que no se resignan se van del país a probar suerte y eso profundiza los problemas porque reduce las posibilidades de superar los desafíos. Desde esta perspectiva, recogemos el guante para poner todo en el intento de revertir el deterioro de la política. Porque para buscar salidas a esta encrucijada hacen falta voces incómodas con ganas de enfrentar los desafíos y abrazar los compromisos.
Tenemos que cambiar el eje de las discusiones. Es clave prestar atención a fenómenos globales como el aumento de la desigualdad y el deterioro de la democracia en la región y en los centros económicos occidentales para mitigar las consecuencias de esos procesos en nuestro país.
Tenemos que discutir sobre el futuro, sobre cómo se prepara el Uruguay en un escenario de disputa entre un capitalismo conservador –basado en los combustibles fósiles, la industria pesada y alimentaria tradicional– y un capitalismo progre que emerge con las nuevas tecnologías, las energías alternativas y los negocios surgidos de las transiciones verdes. Una disputa que ya tiene consecuencias visibles como la guerra en Ucrania y la inflación que registra la economía mundial (explicada en más de un 50% por el aumento en ganancias de los oligopolios de los supermillonarios, entre otros factores).
Y, sobre todo, teniendo en cuenta los escenarios actuales más influyentes, es necesario pensar y debatir seriamente sobre cómo resolver los problemas cotidianos de la población. Tenemos que empezar a conversar sobre cómo avanzará Uruguay hasta convertirse en un país modelo en sostenibilidad y en regeneración ambiental.
Sin duda tenemos alternativas. Algunos países latinoamericanos vienen buscando su propio sentido del “desarrollo” y lo llaman “el buen vivir” o “vivir sabroso”; son algunos de los lemas de esas búsquedas. Quizá el de Uruguay sea “vivir tranquilo/a”, pero para llegar a eso es necesario contar con algunas certezas básicas. Una educación que ofrezca herramientas para la vida y una seguridad social universal son dos elementos esenciales. Sin embargo, y paradójicamente, algunas seguridades naturales están en peligro. El ejemplo más claro es el del agua. Para nuestra sociedad debería ser intolerable la mera posibilidad de racionamiento del agua, un recurso natural abundante que escasea básicamente por la ineficacia histórica de los gobernantes.
Volviendo al principio, la política no puede quedar reducida al permanente intento de ganar la próxima elección o a hacer buena letra para mejorar los números en la siguiente encuesta. El rescate de la política se ha convertido en un objetivo de militancia para algunos, porque otra forma de hacer política es posible, una mejor, más sensata, honesta, seria y responsable.
En un escenario de alta complejidad y creciente entrecruzamiento de factores y variables, la única alternativa para solucionar los problemas con principios de libertad y justicia es la democracia. Partimos de esa convicción y tomamos la responsabilidad de aportar a una política de mirada larga, argumentos profundos, con representantes formados y respetuosos del conocimiento técnico-científico, atentos a resolver los problemas, a poner el interés nacional por delante de cualquier cosa.
Un Uruguay diferente es posible, un país donde la vida pueda desarrollarse en armonía. Donde los proyectos de las personas tengan posibilidades de concretarse. Para eso es necesario darle sentido a la democracia a través de una política fuerte, con proyectos y liderazgo. Es tiempo de darle lugar a este proceso, porque lo que está en juego es la supervivencia de la democracia y las posibilidades de desarrollo del país.
Juan Andrés Erosa es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y militante de Rumbo de Izquierda.