La lógica represiva diseñada por la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyo objetivo consistía en la eliminación de toda disidencia al régimen establecido, encontró en el mecanismo de desaparición forzada una eficaz herramienta de exterminio. Las prácticas ilegales desplegadas por las fuerzas de seguridad tendrán desde ese momento un impacto insoslayable tanto en los procesos de construcción de memoria como en la propia configuración de los sujetos desaparecidos, una verdadera metamorfosis que los privará de sus rasgos característicos en las sociedades modernas: su cuerpo e identidad.

El binomio cuerpo e identidad

Tal como Ferdinand de Saussure define el signo lingüístico a partir de un significado y un significante cuya cohesión lo determinan y diferencian del resto de los signos, la identidad representa el reconocimiento social de un cuerpo cuya caracterización diferencia a los sujetos entre sí.

Desde su concepción teórica, un sujeto es entendido como un binomio en el que lo natural se une a lo social; un organismo biológico, el cuerpo, asociado a una identidad jurídica que, generalmente, es proporcionada por las instituciones del Estado. El primero de los elementos refiere al simple hecho de vivir reconocido por Giorgio Agamben en la expresión aristotélica zōḗ; “Zōḗ es la vida biológica que se perpetúa a sí misma en el individuo y en la especie a partir de las funciones de nutrición, crecimiento y reproducción”. El segundo, por el contrario, surge como resultado1 de la definición de un nombre acompañado de un apellido y su reconocimiento por parte de las instituciones estatales; un producto social del poder. Como señala Judith Butler: “Si los términos del poder definen quién puede ser un sujeto, quién está cualificado como sujeto reconocido, en política o ante la ley, entonces el sujeto no es una precondición de la política, sino un efecto diferencial del poder”.2

Durante los gobiernos de facto estos efectos del poder señalados por Butler tuvieron consecuencias devastadoras sobre los ciudadanos; el mismo Estado que los había reconocido como sujetos los despojaría de dicha condición en los centros clandestinos de detención y tortura. Así lo reconocía siniestramente Jorge Rafael Videla en 1979 durante una conferencia de prensa: “Es una incógnita, es un desaparecido. No tiene entidad, no está. Ni muerto ni vivo, está desaparecido”.3

Fuerzas de seguridad, prácticas ilegales y precariedad del sujeto

Las Fuerzas Armadas y policiales se diferencian del resto de la burocracia por la singularidad de su función: manejar los medios legales de violencia en la sociedad. Paradójicamente, esas instituciones fueron responsables de las prácticas ilegales desplegadas durante el terrorismo de Estado; secuestro, tortura, asesinato, ocultamiento de cuerpos y distorsión de elementos que permitieran conocer la verdadera identidad cuando un NN era hallado.

En Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina, Pilar Calveiro da cuenta en primera persona de la precariedad a la que fueron expuestos los prisioneros políticos durante lo que se denominó el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983); “el prisionero perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que debía responder.

Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad, cuyo punto final serían los NN… Los números reemplazaban a nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un proceso de vaciamiento que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos”.4

La detención del prisionero político constituía el primer paso de su metamorfosis; la sustitución de su identidad por un número con el que sería reconocido en los centros de detención y tortura. Luego, en la búsqueda por borrar toda huella del sujeto, sufriría la separación definitiva de sus elementos constitutivos: un cuerpo sin identidad, una identidad sin sus restos.

En la descripción de Gabriel Gatti la desaparición significa fundamentalmente una negación “como delito, es negación de pruebas, de identidad, de cuerpo, del hecho, del destino; como estado del ser, su identidad es la de un sujeto negado, un individuo recortado”.5

La lógica represiva y la actuación estatal

La desaparición forzada de presos políticos fue un rasgo característico en la coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur, enmarcada en el Plan Cóndor. En particular, mientras el régimen argentino secuestraba y desaparecía personas, el uruguayo contribuía en la eliminación de todo indicio que revelara la identidad de los cuerpos. La acción conjunta de la dictadura uruguaya y argentina configuró un verdadero aparato de terror y exterminio a través del Río de la Plata que tuvo por desenlace un universo de desaparecidos y NN.

Entre 1975 y 1979, 31 cuerpos, con notorios signos de violencia, fueron hallados en las costas uruguayas. Mediante comunicados oficiales, replicados y en ocasiones exagerados por la prensa nacional, las autoridades buscaban disipar cualquier intento por relacionar los cadáveres con las víctimas del terrorismo de Estado. Afirmaban que el “aparato propagandístico enemigo” había “inflamado la imaginación popular” haciéndoles creer que los cuerpos surgían como consecuencia de “ejecuciones realizadas en nuestro medio”. Investigaciones posteriores permitieron demostrar no sólo que aquellos cuerpos pertenecían a víctimas del mecanismo desaparecedor argentino, sino también que desde el Estado uruguayo hubo una clara intencionalidad de ocultar su verdadero origen. Este encubrimiento significó en los hechos lo que el grupo de investigadores sobre el pasado reciente denominó una segunda desaparición, en la que tanto civiles como militares tuvieron responsabilidad directa por acción o aquiescencia.

En 1989, el informe “Uruguay Nunca Más” del Servicio Paz y Justicia (Serpaj) daba cuenta de un total de 166 detenidos desaparecidos por la dictadura uruguaya -entre los que se incluían niños secuestrados y nacidos en cautiverio, sumados a otros cuatro niños que habían sido recuperados luego de ser secuestrados por las fuerzas de seguridad-. En 2020, al conocerse nuevos datos sobre la época, la lista de desaparecidos ascendería a 198 personas.

La negativa de las autoridades -tanto durante la dictadura como en los primeros gobiernos al retorno de la democracia- por reconocer la responsabilidad del Estado en la desaparición de ciudadanos dificultó la reconstrucción de los hechos y, en definitiva, la búsqueda de verdad y justicia. En 1981 el representante del gobierno uruguayo ante el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, el doctor Carlos Giambruno, se refería al hecho con una declaración sino irónica al menos infeliz: “Vamos a hacer desaparecer de todo esto la impresión de que hay masivamente desaparecidos en el Uruguay. En el Uruguay lo que hemos tenido son procesados, muchos condenados, muchos liberados, pero desaparecidos, no”.

Una postura similar tomaría en 1999 el entonces presidente de la República, Julio María Sanguinetti. En una carta enviada al poeta argentino Juan Gelman -quien reclamaba respuestas al Estado uruguayo por su nieto desaparecido- el mandatario afirmaba que en el país no se habían denunciado casos de pérdida de identidad de menores; “los menores hijos de uruguayos que se han denunciado en esta situación han sido todos ellos víctimas de circunstancias que tuvieron su escenario en territorio argentino”. Sanguinetti aseguraba que en Uruguay no había desaparecido ningún niño6, a pesar de que en 1985 el diputado Melo Santa Marina, en el informe de la Comisión Investigadora Sobre Situación de Personas Desaparecidas y Hechos que la Motivaron de la Cámara de Representantes, había afirmado que “hay evidencias, asimismo, de que estos niños en algún momento estuvieron en una de las prisiones clandestinas aquí en Montevideo” (en referencia a los hermanos Julien Grisonas). 7

Contrariamente a lo que sostuviera 14 años más tarde Sanguinetti, los datos obtenidos por la comisión demostraban que durante el terrorismo de Estado las fuerzas de seguridad no sólo habían utilizado la desaparición forzada como herramienta de exterminio sino también el secuestro y cambio de identidad de niños como parte de la lucha contra la disidencia política. En definitiva, la lógica represiva se extendía al círculo cercano del secuestrado, y con ello el terror a toda la sociedad; una ruptura abrupta con consecuencias permanentes en los procesos de construcción de memoria.

No se construye futuro sin memoria; no fueron “hechos aislados” ni “algunos excesos”, fue una práctica sistemática de exterminio enmarcada en la Doctrina de la Seguridad Nacional.

Memoria, interrogantes y reconstrucción de sujetos

La desaparición forzada ha sido estudiada desde distintas disciplinas como la historia, la antropología, la filosofía, la sociología, la ciencia política, entre otras. Todas ellas han encontrado un rasgo común: la desaparición significa ausencia, pérdida, búsqueda. Como señala Étienne Tassin, los desaparecidos dejan una ausencia material y un hueco afectivo dado que su existencia se reduce a un interrogante: ¿dónde está? ¿Cómo y dónde falleció? ¿Quién o quiénes fueron los culpables?

Medio siglo ha pasado desde el golpe de Estado y estas preguntas siguen sin respuesta. No obstante, es innegable la responsabilidad del Estado en la represión y desaparición de personas, mediante el ejercicio del uso de la violencia presuntamente legítima de manera ilegal.

En los últimos años hemos escuchado más de una vez que los uruguayos debemos vivir en paz, reconciliarnos por los hechos del pasado y pasar la página, al tiempo que se alimentan las versiones sobre “la teoría de los dos demonios” y se equipara la violencia ejercida por un grupo de personas con el terrorismo y la violencia que el Estado ejerció contra sus ciudadanos.

No se construye futuro sin memoria; no fueron “hechos aislados” ni “algunos

excesos”, fue una práctica sistemática de exterminio enmarcada en la Doctrina de la Seguridad Nacional. Recomponer la imagen de las fuerzas de seguridad, y en particular de las Fuerzas Armadas, requiere reconocer el papel que estas jugaron en dicho proceso. Reclamar verdad y memoria no es revanchismo, es justicia para las víctimas; pero también es una forma de construir instituciones sólidas, que no sean valoradas por las malas acciones de las personas que las conforman.

Mal hablaría de nosotros como sociedad si avanzamos barriendo bajo la alfombra o utilizando eufemismos para hablar de dictadura, tortura, desaparición forzada y crímenes de lesa humanidad. En palabras de Rodolfo Walsh, “lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.

Lorena Infante es politóloga e integrante del Nuevo Espacio, Frente Amplio. Este artículo es una síntesis de la ponencia presentada en las Jornadas Académicas 2022 de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación Carlos Vaz Ferreira: “Humanidades que Transforman”.


  1. Lacunza, M. (2018). Zōḗ y bíos, diálogos biopolíticos entre Agamben y Aristóteles. En Campagnoli, M. (Coord). Cuerpo, identidad, sujeto: perspectivas filosóficas para pensar la corporalidad. La Plata: Edulp. 

  2. Butler, J. (2009). Performatividad, precariedad y políticas sexuales. AIBR, Revista de Antropología Iberoamericana, 4(3). 

  3. Lo pasado pensado [Conferencia de prensa de Jorge Rafael Videla. Diciembre de 1979] (fragmento). Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=ueFt60NGZoc 

  4. Calveiro, P. (2006). Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires: Colihue. 

  5. Gatti, G. (2017). Prolegómeno. Para un concepto científico de desaparición. En Gatti, G. (Ed.) Desapariciones. Usos locales, circulaciones globales, 13-32. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes. 

  6. La primera respuesta de Sanguinetti a Gelman. Página 12 web (1999, noviembre 7). Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/1999/99-11/99-11-07/pag16.htm 

  7. Diario de sesiones de la Cámara de Representantes (1985). N° 1856, t. 620, pág. 519.