A principios del siglo XX, la vida política estaba reservada para una pequeña élite. La elección del presidente no era directa sino que se elegía a quienes lo elegirían. Esa elección se realizaba en reuniones secretas, en entrevistas privadas entre estos hombres que definían muchas veces las políticas del país.
Esta lógica era común hace más de 100 años. Hoy aún es parte de la politiquería que llevan adelante los partidos tradicionales (Colorado y Nacional), “los partidos más antiguos del mundo”1 al decir de Pivel Devoto, constructor del relato bipartidista que colocó a ambos bandos políticos en el centro de la historia del país, dejando al margen y en el olvido a otras colectividades políticas y proyectando a estos dos partidos como los forjadores del país que conocemos. Este relato lo siguen usando, aunque ya desgastado, dirigentes de ambos bandos.
Estos partidos tradicionales tenían la costumbre arraigada de prácticas clientelares, centradas en los caudillos o dirigentes locales que se aliaban a caudillos nacionales para mantener su poder local. Es lo que todavía sucede en casi todas las intendencias del país: el ingreso a los puestos de trabajo en algunas localidades es mediante cuota familiar. El caso más escandaloso parecería ser el del departamento de Artigas.
Estas prácticas volvieron con toda su potencia a partir del 1 de marzo de 2020. También tienen algunas novedades propias del siglo XXI. El marketing político, las propagandas y las campañas en las redes sociales le han dado un aire fresco-renovador a esta forma de hacer política. Esos medios son muy potentes para dar un barniz de novedad a estos viejos hábitos de los partidos tradicionales. La falta de formación política en la sociedad lleva a pensar que estos partidos y sus elencos pueden ser una novedad para el país y que esas novedades traerían bienestar a las mayorías.
Lo que parece estar en problemas es la construcción de una alternativa a esta lógica que reproduce y aumenta la desigualdad. En síntesis, si esta lógica se presentó y logró cautivar a buena parte de la sociedad fue porque en otros espacios políticos no se trabajó de manera consistente y democrática para plantear una alternativa política real, en donde las mayorías encontraran su lugar y espacio para desarrollar su potencial como ciudadanos y defender un proyecto que los tuviera en el centro.
En lo que sigue presentaremos dos situaciones que ilustran lo que veníamos planteando líneas arriba.
El inicio de los cursos en la educación media ha sido caótico. En los alrededores de varios centros del país se dieron episodios violentos.
Las desigualdades sociales, la falta de proyectos que impliquen algo más allá de hacerse de una mercancía, de consumir como forma de estar y de ser, lleva a una falta de perspectiva del futuro. La obsesión maquinal por el consumo y por la exhibición es parte de una manera de existir en esta sociedad actual.
Un aspecto que no podemos dejar de lado es que desde el gobierno la politiquería hace que estas prácticas se naturalicen y se adquieran de manera explícita e implícita. Es el ethos de nuestra sociedad, es lo que se amplifica y se masifica. La obsesión por la acumulación, por el deseo de tener más, por el impulso de satisfacción permanente.
El derroche en marketing y en cargos que nada tienen que ver con las reales necesidades de los estudiantes y de los trabajadores de la educación es parte de la politiquería del siglo XXI.
Las autoridades políticas de la educación deberían tener la responsabilidad de permitir un trabajo sistemático sobre estos problemas, dejando de lado los tiempos de la transformación educativa –¿tiempos electorales?– para abrir paso a los tiempos pedagógicos. Para eso es imprescindible que se potencien los equipos de adscriptos (una figura clave para la lógica institucional), que aparezcan nuevamente los planes territoriales que este gobierno desarticuló, que se pueda coordinar los trabajos con instituciones de salud, de recreación y deporte. Es una inversión indispensable.
El derroche en marketing y en cargos que nada tienen que ver con las reales necesidades de los estudiantes y de los trabajadores de la educación es parte de la politiquería del siglo XXI. El uso de un ente público para catapultarse a figura política no es nuevo. Lo preocupante es que se haga sin pensar en las nuevas generaciones.
El segundo ejemplo hace referencia a lo que hizo el partido cabildante respecto a las negociaciones para votar la ley de reforma jubilatoria. En los hechos negoció un aspecto de interés particular de sus votantes (los presos por delitos de lesa humanidad) por un aspecto que involucra a toda la sociedad.
Estas prácticas politiqueras recuerdan lo realizado por Luis Alberto de Herrera cuando en 1933 le dio su apoyo al entonces presidente electo Gabriel Terra para dar el golpe de estado y para gobernar posteriormente. A cambio obtuvo lo que se conoce como el Senado “del medio y medio”, es decir, 15 senadores eran terristas y 15 herreristas (15 de la lista más votada y 15 de la lista más votada dentro del lema que fuera segundo). También los entes estatales y los demás servicios del Estado fueron repartidos entre estos dos sectores políticos con la misma lógica de reparto.
Dentro de las agrupaciones políticas que sostenían al terrismo estaba también el recién surgido riverismo, con Pedro Manini Ríos.
En cierta manera lo que sucede hoy tiene viejas corrientes que se comunican desde hace 100 años al menos. En lo sustancial están de acuerdo con un proyecto que impugne cualquier atisbo socializante o igualador. La diferencia que más juega hoy es la de la proximidad de las elecciones y la preocupación por marcar la diferencia.
Esta forma de accionar político es la politiquería que busca y entiende que la ciudadanía el único derecho que tiene es a elegir a sus dirigentes y que luego ellos tienen la libertad para hacer lo que entiendan conveniente. Por supuesto, sin dar explicaciones al respecto. En cierta manera es la misma lógica de principios del siglo XX, cuando los dirigentes no tenían contacto con la ciudadanía, todo se resolvía entre cenáculos y reuniones de las élites que dejaban sin participación al resto de la sociedad.
Lo central a plantear y a discutir con la sociedad en su conjunto, es que todavía hoy, en la segunda década del siglo XXI, algunos sectores y dirigentes pretendan gobernar como si el mundo y el Uruguay no hubiese cambiado. Pretenden seguir ejerciendo una influencia en la Justicia, en la educación, en materia de defensa, en materia laboral, como si estuviese por encima de expresiones organizadas de la sociedad civil que en este momento tienen una gran formación y una experiencia que no se debe despreciar para que las mayorías puedan tener una vida mejor y para que la democracia sea verdaderamente una democracia.
Héctor Altamirano es docente de Historia.
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Demasi, Carlos (2011). “Los partidos más antiguos del mundo”: el uso político del pasado uruguayo, en Historia y Docencia, Montevideo, Asociación de Profesores de Historia del Uruguay, pp. 42-57. ↩