El Parlamento votó ayer el desafuero del senador nacionalista Gustavo Penadés, de larga trayectoria en el sistema político uruguayo y uno de los más importantes líderes del actual herrerismo. Penadés ha estado en el foco de la opinión pública desde que se presentó una denuncia en su contra por supuesto abuso sexual y presunta explotación sexual de menores, en marzo de este año. Hasta la fecha, este tema no dejó de ser uno de los de más fuerte presencia en la opinión pública, agregando día tras día nuevos capítulos que complejizan la trama, además de afectar la situación del senador, y también llegan sus repercusiones al gobierno nacional, aunque hagan lo imposible para hacer de este caso un hecho estrictamente de la vida privada de Penadés.

Y es que no es para menos: el caso mismo justifica su trascendencia.

La vieja y confiable “Yo soy la víctima”

A partir del primer momento, Penadés eligió ubicarse en el lugar de víctima. Lo destacable es que no es algo que haya hecho solo, sino que sus esfuerzos contaron con el apoyo de varios “amigos”.

Para analizar este punto nos concentraremos en dos momentos bien diferenciados. El primero es el episodio en el que Penadés montó su escena de descargo ante la denuncia de Romina Celeste. Frente al escrache acusador provocado en las redes por la militante del Partido Nacional, el senador decidió presentarse a dar una declaración ante los medios, utilizando las instalaciones del Parlamento como escenario. Ahora bien, podemos decir que ese episodio fue un acto elaborado días después de que se formulara la denuncia en su contra. Allí, Penadés expresó lo que pensaba y sentía, y su intento de defensa no otorgó posibilidad alguna para que los periodistas pudieran formular sus interrogantes. Penadés llegó al lugar caminando, rodeado de gente “amiga” que lo acompañó. Pudo observarse en la comitiva a una joven muchacha que se mostró profundamente afectada, incluso llorando, dando un golpe de clara emotividad al acontecimiento. Entretanto, el senador preparaba lo que iba a decir. Con la voz quebrada, con un tono lastimoso, equivocándose con notoriedad en varias ocasiones respecto de lo que quería decir, expresó que “nunca había vivido algo así”, que había tenido toda “una vida política de ética”, que siempre pudo “separar la vida pública de la privada” y que “siempre había pensado que era por su vida pública” que se lo debía juzgar. Recordó que era “por todos conocida su orientación sexual”, que “nunca engañó a nadie sobre ello”, que “nunca se escondió”, que, por el contrario, “siempre estuvo orgulloso” de lo que era y que por su “condición sexual” no admitía que se lo “acusara de pedófilo”.

Así, llegamos al punto más importante de su discurso: negaba ser aquello de lo que se lo acusaba.

Penadés rechazaba así las acusaciones, que solamente buscaban someterlo al escarnio público, según expresó. El senador decía no ocultar nada y remarcaba que se iba a defender en la Justicia. Incluso, llegó a anunciar posibles acciones legales en contra de sus detractores, en lo que significó un claro intento de confundir las cosas, como si lo que estuviera en cuestión fuera su homosexualidad y por eso recibía las acusaciones, aunque perfectamente supiera que no era por eso que se lo acusaba.

Eligió la negación total, la culpabilización del otro y la victimización como defensa.

Creer o ser un mal amigo

En ese mismo momento, recibió dos ayudas de singular importancia. La primera y más importante fue la del propio presidente de la República, quien al ser consultado sobre el tema, inmediatamente dijo que lo había “mirado a los ojos” y que entonces Penadés le expresó que las acusaciones eran mentira y que “sería un mal amigo si no le creyera”. El presidente concluyó que esas afirmaciones eran suficientes para él, pues lo conocía desde hacía muchísimos años.

Una defensa mucho más intensa (y de mucho peso) fue la del ministro del Interior, Luis Alberto Heber, quien es un viejo compañero de Penadés a partir de su militancia, que los encontró desde la primera hora en la lista 71. Así, tanto Heber como Penadés conforman los pilares fundamentales del herrerismo tradicional en nuestros días.

Al ser consultado sobre el tema, Heber señaló que era muy importante para todos que el acusado “diera la cara” y afirmó también que Penadés “iniciaría acciones legales”, provocando una clara inversión de la situación al ubicar al denunciado como denunciante y a la denunciante como denunciada. Este punto se profundiza al insistir en la idea de que se iniciarán acciones por difamación, afirmando (¡desde su lugar de jerarca máximo de la Policía!) que la difamación “es evidente”, que la denuncia de Penadés sería en la Justicia y que la denuncia que hicieron contra el senador solamente había ocurrido en las redes sociales.

Al final, conforme fueron pasando los días, se evidenció que las cosas sucedieron de una forma muy distinta de la que pintaron los discursos. Incluso, podemos decir que más bien pasó todo lo contrario: fue Romina Celeste quien se presentó a la Justicia, iniciando un verdadero aluvión de denuncias de extrema e inesperada gravedad, mientras que Penadés jamás presentó la suya.

Los defensores de la penalización, los que reiteradamente insisten en el castigo a los delincuentes, los amigos de las penas severas, pareciera que logran enternecerse a veces.

La segunda escena de victimización se produjo cuando llegó la hora de declarar en la Fiscalía. El abogado defensor del senador expresó que había sido “un día nada fácil para Penadés”. Así, el factor psicológico hace su entrada en escena en auxilio del indagado, buscando producir piedad y compasión. De esta manera, se busca apelar desde la defensa a la empatía con un otro, su defendido, que sufre, que cae en una profunda angustia, que está mal, afectado y dolido.

Se trata de un viejo recurso: apelar a la piedad del interlocutor en vez de convencer con argumentos sólidos, generar emociones, en este caso hablando de su presunta inocencia, lo que suele tener efectos en ciertos indagados de privilegio y bien defendidos, porque la angustia puede ser un privilegio de clase.

Según trascendió en la prensa, Penadés habría declarado en la Fiscalía que desconocía haber tenido relaciones pagas con menores porque “nunca les había pedido la cédula”, jugando la vieja carta de la ignorancia protectora. Quizá, con el pasar de los días, a las dos escenas representadas en este artículo se sumen otras. Sin embargo, ya con las que tenemos podemos decir que hay un modus operandi en el que Penadés y sus defensores se apegan a la batería de viejos argumentos esgrimidos una y otra vez por los abusadores sexuales y los pedófilos: “Yo no sabía la edad”, “Parecían más grandes”. A estas frases podemos sumar otras célebres: “Mirá cómo me ponés”, “Mirá lo que me hacés hacer”. La culpa y la responsabilidad siempre son del otro.

Así, estas frases representan un claro ejemplo de lo que podemos llamar una transferencia de responsabilidad. Esta consiste en que, a la vez que el denunciado no admite ninguna culpa ni responsabilidad sobre los hechos de los que se lo acusa, trata estas denuncias como “una falsedad”, “un engaño”, “una trampa tendida”, “una confusión” o una “confianza excesiva” que desvirtuó la situación, pretendiendo transformar así al victimario en víctima.

En el primer caso, Penadés pretende ubicar la culpa en la persona que lo denuncia, alegando que esta pretende “causarle un daño”. Además, de un modo notoriamente intimidatorio y amenazante, se dirige a la denunciante desde el propio Parlamento, acusándola de difamación (y, detalle nada menor, con la ayuda de dos de los hombres más poderosos del país). Peor aún es este embrollo si tenemos en cuenta que uno de estos defensores es quien podría encabezar el cuerpo estatal encargado de dirigir las investigaciones policiales del caso.

En el segundo ejemplo, la responsabilidad del acto condenado pasa a estar en “el menor que engaña al adulto”, que esconde su minoridad, pervirtiendo con su mentira la pulcra situación disfrazada de dudoso consenso. Así, otra vez el victimario busca ubicarse en el lugar de la pobre víctima que ha sido engañado en su buena fe.

En ambos casos, sus respuestas fueron casi de manual.

Tanto el presidente como el ministro del Interior fueron muy cuestionados por esas primeras declaraciones, que con el pasar de las horas decayeron en peso e intensidad. Así, ya en las últimas declaraciones pudo apreciarse una clara toma de distancia y una preparación para lo que parece venirse. Esto evidencia que el caso de Penadés se está complicando y ya nadie quiere estar cerca, y de su fiel y querido grupo de amigos no queda mucho. El pasar de los días fue apagando las expresiones de solidaridad y apoyo, lo que se tradujo en el intento realizado por este gobierno de realizar una “retirada digna” del caso, tratando de resolverlo lo más rápidamente posible, pretendiendo realizar lo que llegaron a llamar “un pacto entre caballeros”.

A pesar del conocimiento y de un vínculo amistoso de tantos años (como dijeron Lacalle Pou y Heber en sus intentos de defensa), lo cierto es que nadie quiere, cuando el peso plomo de la situación de Penadés lo hunda, verse arrastrado con él.

Todo parece indicar que los días serán cada vez más duros para el senador. Queda claro, por otra parte, que los defensores de la penalización, los que reiteradamente insisten en el castigo a los delincuentes, los amigos de las penas severas, pareciera que logran enternecerse a veces. Así, queda demostrado que el discurso de la mano dura y férrea a la delincuencia, del garrote firme al criminal, se suaviza cuando los acusados son “amigachos”. Llegados a ese punto, todo cambia: se les cree cuando se los conoce desde hace muchos años, cuando se los mira a los ojos. “¿Cómo no creerle a un amigo?” “¿Qué clase de amigo se es si no se le cree lo que nos dice?”.

Allí, cambian los tonos y los contenidos, y se sostiene que “es necesario cuidar a las personas”, que “su ética históricamente ha sido intachable”, que “es una persona reconocida por su profunda humanidad”. “Ojo con hablar de eso, porque no se los debe exponer”, “hay que recordar que las acusaciones siempre son presuntas”, “en estos casos tan sensibles, se vuelve necesario actuar con diligencia”.

Y así, el gobierno busca imponer su cálculo político y todos los discursos confluyen en un mismo punto: “Hay que tener cuidado” y actuar desde el secretismo.

Todas las operaciones políticas que buscan una salida “digna” para el senador y que intentan que todo esto salpique lo menos posible al gobierno no deben confundirnos a la hora de visibilizar quiénes son las verdaderas víctimas y quiénes son los victimarios en casos de abuso sexual, porque en ese vaivén político corremos el riesgo de olvidar que a quienes hay que defender y cuidar en primer lugar, siempre, es a las verdaderas víctimas.

Nicolás Mederos es escritor y profesor de Filosofía. Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.