Uruguay renuncia a cobrar el equivalente al 6% de su producto interno bruto (PIB) por concepto de exoneraciones fiscales. Esto representa el 24% del presupuesto de la Administración Central. Ambos datos fueron provistos por el equipo de EconomíaPolítica.uy con base en la Rendición de Cuentas de 2021. Y aunque en nuestro país prácticamente no se discute este asunto, parece pertinente reflexionar sobre este vagón de dinero que asciende nada menos que a 3,558 miles de millones de dólares.
Son relevantes algunas puntualizaciones sobre los datos anteriores. La mitad de las exoneraciones fiscales tiene que ver con el IVA 0% y 10% asignado a los productos de primera necesidad, o con los monotributistas, por ejemplo. Se debe aclarar que esta reflexión no tiene por objetivo discutir sobre el IVA (carga injusta que castiga más a los que menos tienen), pero sí es pertinente detenerse un momento para consignar que las exoneraciones de IVA a los productos básicos son ineficientes, ya que se aplican tanto para los más pobres como para los más ricos. Por lo tanto, también sería necesario reformular estas exoneraciones y este impuesto con el objetivo de desarticular su carácter regresivo sobre la distribución. Todos los impuestos deberían ser progresivos, y el criterio de gravamen debería ser los ingresos.
La otra mitad de la renuncia fiscal –3% del PIB nacional, aproximadamente– son exoneraciones que gozan sobre todo las empresas más lucrativas que funcionan en nuestro país. Fundamentalmente, a partir de tres grandes ejes: la vivienda promovida (Ley 18.795), que es mucho más una ley de impulso a la industria y de generación de empleo que de soluciones habitacionales (las cooperativas de ayuda mutua, por ejemplo, no están incentivadas por este mecanismo impositivo); las inversiones estimuladas (Ley 16.906), que consisten en exoneraciones a las grandes inversiones privadas, y la ley de zonas francas (Ley 15.921), que exime de contribuciones a capitales privados monstruosos, casi siempre extranjeros.
Por otra parte, están las exoneraciones que establece la Constitución a ciertas organizaciones con propósitos específicos; en ellas se puede rastrear un espíritu de promoción para asociaciones que agrupan personas con nacionalidades o religiosidades comunes. No obstante, los antiguos textos constitucionales lucen desactualizados y generan injusticias. Por poner sólo un ejemplo, nuestra carta magna no tiene este objetivo, pero termina habilitando exoneraciones totales a empresas privadas que venden servicios educativos cuyos fines de lucro son más que evidentes.
Lo primero es pensar qué quiere decir o qué significa exoneración o renuncia fiscal. Comúnmente se entiende como algún tipo de incentivo a la actividad privada que el gobierno o el Estado (si es de largo plazo) consideran importante o contributivo para la sociedad. Sin embargo, acá se propone pensar estas acciones de gobierno como una renuncia política. Por ejemplo, en Uruguay las exoneraciones a la industria son aproximadamente siete veces el presupuesto del Ministerio de Industria, Energía y Minería. O sea que los gobiernos renuncian a una política activa en ese sector y delegan gran parte de la orientación del desarrollo al mercado, la competencia y el interés privado.
A esta altura, es complejo entender el porqué de los montos exonerados, o las actividades que están exentas de impuestos o las organizaciones que gozan del beneficio de esas políticas. Y surgen algunas preguntas: ¿por qué se benefician negocios rentables?, ¿por qué se exonera a quien puede asumir riesgos?, ¿por qué se favorecen actividades que no generan externalidades positivas?, ¿hacia qué horizontes de desarrollo se dirigen estos incentivos fiscales?
Y como vimos, no estamos hablando de unos pocos pesos: la cifra resignada daría para duplicar el presupuesto actual de la educación.
Para transformar la realidad se necesita mucho dinero, por eso el Estado y sus recursos siguen siendo la principal herramienta a la que tenemos acceso para cambiar las cosas. Por lo tanto, cada peso al que se renuncia implica un peso menos para ejecutar políticas públicas que mejoren nuestra comunidad. En un momento de descreimiento y desencanto ciudadano con la política, renunciar a recursos que permiten actuar políticamente a favor de las personas es un error garrafal.
Reestructurar la política fiscal revisando las exoneraciones que se otorgan puede ofrecer muchas respuestas y márgenes de acción para promover cambios positivos en dinámicas específicas de mercados claves.
Muchas veces a los proyectos políticos que critican y proponen cambios al funcionamiento habitual de las cosas se los cuestiona por no tener en cuenta la financiación de sus propuestas. Reestructurar la política fiscal revisando las exoneraciones que se otorgan puede ofrecer muchas respuestas y márgenes de acción para promover cambios positivos en dinámicas específicas de mercados clave, a la vez que permitiría obtener un financiamiento legítimo para desarrollar proyectos positivos para la sociedad y establecer un rumbo claro hacia un modelo de desarrollo nacional concreto.
Quizás se discute poco sobre las exoneraciones porque, en gran medida, son las carísimas políticas sociales que tenemos para nuestros “pobres” ricos y de ellos acá no se habla mucho. Una verdadera injusticia. Darle tratamiento público y político a este asunto es una forma de exponer malas políticas que generan transferencias millonarias desde el bolsillo de la gente que trabaja hacia las cuentas bancarias de los megarricos. Habitualmente el ojo crítico y la controversia se fijan sobre el dinero público que va dirigido a los sectores más pobres de la sociedad. “Me sacan a mí para darles a unos que toman mate todo el día frente al rancho” es un reclamo frecuente. Sin embargo, nunca se habla de cómo la gente de trabajo financia la totalidad de la estructura del país, mientras que los más ricos son exonerados de pagar contribuciones y aportes por el hecho de tener actividades lucrativas y capital reproduciéndose. O sea que toda la sociedad financia las ganancias y rentabilidades de los individuos que más utilidades obtienen del país. Que además, por lo general, son los que más oportunidades han tenido.
En resumen, se puede decir que la sociedad uruguaya destina alrededor de tres puntos del PIB a financiar políticas sociales para los ricos. Es muchísimo más que lo que se destina para los pobres, y paradójicamente los ricos son mucho menos que los pobres.
Hablando de “ganancias”, vale la pena plantear que las utilidades obtenidas por una empresa no son sólo producto del trabajo o inversión individual, sino el resultado de procesos económicos que tienen lugar y sentido en una sociedad que genera riqueza. Por lo tanto, quienes ofrecen un bien o servicio se apropian, legítimamente, de una parte del valor generado por la comunidad que instala medios para la existencia de dicha oferta y consume lo producido. Sin embargo, no es para nada legítimo ni justo que quienes se apropian de los mayores porcentajes de riqueza generada estén exentos de contribuir con la sociedad a costa de los que se quedan con infinitamente menos.
Uruguay tiene muchos desafíos y para todos necesita dinero. Reestructurando la política fiscal y reduciendo significativamente sus renuncias se podría asignar un presupuesto adecuado, por ejemplo, para procesar una revolución educativa, se podría financiar investigación y desarrollo nacional de punta y se podría colaborar con la competitividad internacional de las empresas nacionales que funcionan fundamentalmente con capital cognitivo.
Renuncia fiscal, renuncia política y políticas sociales para ricos son los lados de una tríada regresiva en términos de desigualdad: porque implica la existencia de transferencias indirectas de los más pobres hacia los más ricos, y porque es concentradora de la riqueza. Es necesario realizar una evaluación sobre el cumplimiento de los objetivos de las exoneraciones fiscales y plantear si no es posible perseguir esas metas de otros modos. Un gobierno que pretenda hacer justicia social debería abordar la discusión y la reorientación de esta área de política pública. Vamos por eso.
Juan Andrés Erosa es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y militante de Rumbo de Izquierda. El autor agradece especialmente a Pablo Messina y Daniel Olesker por su colaboración y aporte a esta columna.