El libro se llama Utopía para realistas. A favor de la renta básica universal, la semana laboral de 15 horas y un mundo sin fronteras. El autor es el historiador neerlandés Rutger Bregman.

Me sorprendió encontrarlo en la Biblioteca Ceibal. Llegué a él por una referencia de David Graeber en Trabajos de mierda (tema de otro artículo). Lectura amena, rápida y convincente, cuesta aceptar fácilmente conceptos que se enredan con mis estructuras ideológicas.

Tal como lo dice el título, el autor es un firme defensor de la llamada renta básica universal (RBU). La propuesta, más difundida en Europa que por estas latitudes, parte del supuesto de que los cambios tecnológicos impactan en el mercado de trabajo de tal manera que un importante porcentaje de la población no va a tener acceso a empleo. Ante esta situación, se propone que el Estado otorgue a todas las personas (universal) una prestación económica (renta) suficiente para solventar los gastos mínimos sin caer en la miseria (básica). La financiación de semejante beneficio vendría de impuestos sobre la riqueza. Curiosamente, la propuesta tiene defensores y detractores tanto en la izquierda como en la derecha, lo que hace muy confusa su comprensión y discusión.

Trato de dejarme convencer y los argumentos son contundentes, aunque el título ya anuncia la difícil conciliación entre la “utopía” y la “realidad”. Sin embargo, uno se pregunta si hay otros caminos. ¿Es revolucionaria la propuesta? Sí y no. El concepto de que todos seamos acreedores de una renta sin ninguna contraprestación, salvo estar vivo, parece una idea subversiva que contradice uno de los principios éticos relativos al trabajo, implícitos en nuestra cultura. Por otra parte, la propuesta no cuestiona los presupuestos básicos de una economía de mercado capitalista, sino que es presentada como compatible con ella e, incluso, como la única opción para que el sistema no colapse por su propio peso. Como una lectura lleva a otra, volví al tomo V de La danza de Shiva, de Juan Grompone. En este tomo, La construcción del futuro (que, dicho sea de paso, es el primero que apareció de los siete anunciados), Grompone sostiene que la extensión del sistema capitalista a toda la población humana y la aceleración de la tecnología hasta sus límites producirá, naturalmente, la superación del capitalismo como sistema económico y traerá cambios en las estructuras sociales y económicas. ¿Cuándo? Él arriesga una fecha: 2060, aproximadamente. Entre otras cosas, Grompone recuerda que el capitalismo no puede vivir sin crecer y que este crecimiento no resuelve el problema de la desocupación, sino, por el contrario, la genera. El famoso concepto de “ejército de reserva” (porcentaje de la población trabajadora desocupada para evitar que los salarios suban demasiado) parece no tener más vigencia. La maquinaria económica ya no puede ofrecer trabajo a casi todo el mundo, muchas personas se vuelven inempleables y su función como ejército de reserva desaparece (Grompone, 2014: 237, 282).

Las propuestas formuladas por Bregman serían una respuesta al oscuro pronóstico de arrastrar a una parte de la población al pozo de los objetos inservibles. La renta básica universal (RBU) –no como ayuda para los pobres– funcionaría como un mecanismo de redistribución de dinero y debería ir acompañada por una semana laboral más corta (redistribución del trabajo); redistribución de impuestos, aplicados sobre la riqueza y no sobre el trabajo o el consumo, y agrega... de robots. Se parte de la base de que la desigualdad extrema no es un problema para los de abajo sino para la sociedad en su conjunto, que no debería estar siempre a la defensiva tras muros, rejas y policías, y tampoco andar esquivando por las veredas a las personas sin techo que hoy abundan en todas las ciudades. Economistas como Thomas Piketty y Anthony Atkinson lo advierten, Jeremy Rifkin escribió un libro ya clásico titulado El fin del trabajo en los años 90.

La RBU no suele aparecer en los programas de los partidos políticos. El mismo Bregman reconoce que se encuentra por fuera de la llamada “ventana de Overton”: los políticos sólo proponen aquellas medidas que entienden como aceptadas y comprensibles fácilmente. La RBU y sus complementos encuentran muchas resistencias y su defensa no favorece las posibilidades electorales de quien la proponga. Surgen sí, como ocurrió durante la pandemia, propuestas de renta mínima para aquellos que no tengan otros medios de vida. Los promotores de la RBU desestiman estas políticas de reparto focalizado por varias razones. Las políticas asistencialistas focalizadas son sumamente discriminatorias y estigmatizantes, además de necesitar enormes estructuras burocráticas que pueden consumir más recursos que las propias prestaciones. Baste comparar una escuela donde todos los niños reciben su almuerzo y comen juntos con otra donde los niños están divididos entre “los pobres” que almuerzan en la escuela y los que lo hacen en su casa. Otro efecto perverso de las prestaciones focalizadas es la disyuntiva de quienes la reciben de aceptar o no un ingreso formal que les significaría perder esa asistencia, situación que motiva frecuentes comentarios peyorativos hacia los beneficiarios.

La idea de la universalidad establece un piso de retribución para cada persona, incluso los ricos: estos ya lo devolverán con creces con sus impuestos.

La primera objeción que salta es “¿y quién va a trabajar?”. La palabra “trabajo”, desde su etimología,1 posee una carga negativa: se trabaja porque no hay más remedio y el sueño de vivir sin trabajar está presente en el imaginario de cualquiera que compra un Cinco de Oro. Sin embargo, muchas personas no estarían felices de no tener nada para hacer. El dolce far niente podrá sonar muy dolce, pero, en los hechos, casi todo el mundo quiere tener algo para hacer; sobre todo si ese hacer está encuadrado en jornadas laborales más cortas y con buenas condiciones. Además, claro está, la ambición de ganar un poco (o mucho) más que el básico que promete la renta estará presente en muchos. Por lo tanto, nos dice Bregman, a no preocuparse: siempre va a haber gente dispuesta a hacer lo necesario.

Siguen las dudas, ¿cómo se implementa una reducción de jornada que sea real? Ya conocemos casos de sectores laborales que tienen jornadas de seis horas y lo que ocurre es que muchos terminan trabajando 12 porque la duplican en dos empresas. ¿Qué pasa con los trabajadores de pequeñas empresas en las que la productividad es cubrir horas? ¿Es viable que en lugar de uno o dos empleados tengan que contratar al doble para cubrir la reducción de la jornada duplicando sus costos? La economía es compleja y paradójica. La riqueza sobra, pero ¿cómo se mejora su reparto? ¿Cómo se resuelve el caso de las personas adictas (muchas de las que están en situación de calle) para quienes el dinero en la mano puede ser una trampa mortal?

Curiosamente, la propuesta de la renta básica universal tiene defensores y detractores tanto en la izquierda como en la derecha, lo que hace muy confusa su comprensión y discusión.

El primer efecto evidente de la aplicación de una RBU es que este dinero se convierte en una llave de libertad para las personas: un trabajador puede abandonar un trabajo si así lo quiere sin caer en la miseria absoluta; la capacidad negociadora de un asalariado mejora; las tareas no remuneradas (de cuidado, domésticas), ejercidas mayoritariamente por mujeres, pasan a tener una retribución que, no obstante, no las mercantiliza porque no está condicionada a horarios y metas de tareas. Cualquier persona que se ocupe de las tareas domésticas en forma exclusiva ya no estará cautiva de los ingresos de su pareja actual o pasada. Desde una perspectiva conservadora, estos efectos podrían considerarse perversos: fomentan el desmembramiento de la familia y dificultan la contratación de personal. Es posible, quizás, que en este aspecto sí la RBU tenga un efecto subversivo sobre el manejo de las relaciones laborales y familiares, ¿por qué no aceptar el desafío?

La RBU viene acompañada por una política impositiva audaz que difícilmente pueda ser aplicada por un país aislado: los impuestos a la riqueza; en particular, a las transacciones financieras de ganancia inmediata. Esta actividad especulativa e inútil desaparecería con una política impositiva sobre estos movimientos de capital y con ella una inmensidad de empleos dedicados a seguir y ejecutar estas transacciones, “trabajos de mierda”, en palabras de David Graeber. “Entonces, la multitud de jóvenes genios que hoy invaden Wall Street serían maestros, inventores e ingenieros” (Bregman, cap. 6). Este autor no lo menciona, pero Piketty también menciona la herencia como un mecanismo atentatorio contra la igualdad de oportunidades que, además, contradice el discurso meritocrático emprendedurista. Gravar fuertemente las herencias sería también un mecanismo de financiación de los sistemas de reparto. Dice Piketty sobre la herencia: “[...] casi una sexta parte de cada generación recibirá en herencia más de lo que la mitad de la población gana con su trabajo a lo largo de toda una vida (y que en gran medida es la misma mitad que casi no recibe ninguna herencia)” (2014: 463). En esa misma línea señala más adelante que esta desigualdad, sostenida por el nivel inicial de las fortunas, “puede potencialmente llevar a la dinámica mundial de la acumulación y de la distribución de los patrimonios hacia trayectorias explosivas y a espirales de desigualdad fuera de todo control. [...] sólo un impuesto progresivo sobre el capital cobrado a nivel mundial (o por lo menos en zonas económicas regionales bastante importantes, como Europa o América del Norte) permitiría contrarrestar eficazmente semejante dinámica” (2014: 483-484).

Quizás lo más complicado del asunto es que el paquete de propuestas que incluye la RBU sólo puede imponerse por la fuerza de los estados, nunca se va a imponer por la dinámica (iba a escribir “lógica”, pero ¿de qué lógica estamos hablando?) del mercado. Es difícil imaginar que varios estados se pongan de acuerdo para imponer medidas de ese tipo y más difícil es imaginar lo que pasaría si un solo país las pusiera en práctica sin aplicar al mismo tiempo una política estricta de control de inmigraciones, lo que sería contradictorio con lo que se quiere promover. Los que deben pagar impuestos van a tratar de salir y los que necesiten la renta básica, de entrar.

En el epílogo del libro aparece como epígrafe la famosa frase de Eduardo Galeano sobre la utopía. Es un reconocimiento de que una cosa es lo que habría que hacer y otra, muy distinta, lo que ocurre en realidad. Querido Rutger, quisiera dejarme convencer por tus argumentos, pero las noticias diarias me lo dificultan. ¿Habrá que esperar hasta 2060 para confirmar los pronósticos de Grompone y saber en qué condiciones llegan los 10.000 millones si no se aplica tu plan? Quizás un millón de súper ricos, 100 millones de ricos, el resto repartido entre privilegiados trabajadores, otros no tanto y unos cuantos miles de millones viviendo de las migas que caen de las mesas.

Hay muchísimo escrito sobre la renta básica universal, pero en nuestro país no se la menciona. Todo hace pensar que por ahora el debate está instalado en los países del primer mundo. No estaría mal que empezáramos a pensar en ello.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y es profesor de Literatura jubilado.

Referencias bibliográficas

Bregman, Rutger (2014), Utopía para realistas. Salamandra (edición digital en Biblioteca Ceibal).

Graeber, David (2018), Trabajos de mierda. Ariel (versión digital adquirida por Google Play).

Grompone, Juan (2014), La danza de Shiva. Libro 5. La construcción del futuro. Montevideo: Fin de Siglo.

Piketty, Thomas (2014), El capital en el siglo XXI. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.


  1. Trabajo deriva de “tripalium”, que era un instrumento de madera usado para castigar.