Hasta el momento, en nuestro país el debate sobre la reducción de la jornada laboral no había sido planteado seriamente. Sí sobrevolaba la idea de flexibilizar la regulación vigente, pero sin propuestas concretas; en esencia, se seguía en la encrucijada de qué hacer con el sector servicios ante la falta de regulación expresa, si aplicarle el régimen estipulado para la industria (48 horas de trabajo semanal) o para el comercio (44 horas semanales), nada sobre establecer un régimen legal común más beneficioso para todas y todos los trabajadores.

Y digo hasta el momento porque lo ocurrido recientemente en Chile ha precipitado este debate. La noticia de que este país aprobó una ley que establece una rebaja de la jornada laboral a 40 horas semanales nos ha interpelado de forma tal que hoy la discusión sobre una jornada laboral más corta está sobre la mesa.

Flexibilidad, eficiencia y productividad parecen ser los aspectos que más inquietan a la hora de revisar la posibilidad de que en nuestro país se reduzca la jornada de trabajo, pero hay un punto ciego en el debate que es necesario visibilizar: la creciente pérdida de autonomía sobre el tiempo que soportan los trabajadores.

Si miramos hacia atrás, el tiempo de trabajo estaba ligado a la temporalidad cíclica y a los fenómenos naturales, el día y la noche marcaban la extensión de la jornada de trabajo. Esto comienza a cambiar hacia finales del siglo XIX a propósito del advenimiento de la luz eléctrica; el uso y la instrumentalización de esta permitieron el trabajo más allá de ese límite, ya que las horas de oscuridad fueron domesticadas para hacerlas jugar a favor de la productividad. De esta forma, el marco temporal de la jornada se ampliaba notablemente.

Lo mismo ocurrió con el espacio: la salida de la fábrica o de la oficina marcaba el fin de la jornada laboral, el trabajador no volvía a saber nada de su trabajo hasta volver a pisarlo. Pero esto con el paso del tiempo también fue cambiando, ya que el trabajo se arrastra cada vez más hacia los hogares, los fines de semana e incluso durante las vacaciones. El auge de las tecnologías de la información y el uso de dispositivos digitales han favorecido este escenario de comunicación constante y disponibilidad bajo el eslogan “24/7”.

Este avance del trabajo en el tiempo y en el espacio es lo que ocurre hoy. Lo que ocurre ahora, la implacable apropiación del tiempo libre.

La lógica del capitalismo de maximizar el rendimiento y de obtener cada vez más ganancias amenaza los tiempos de reposo y de descanso de los trabajadores, se desvanecen las fronteras entre el tiempo de trabajo y del ocio, y ocurre una inevitable pérdida de autonomía para el trabajador que dedica gran parte de su tiempo a trabajar bajo el dominio del otro.

Reaccionar a la corrosión del tiempo para el disfrute, el descanso, la familia, el ocio y, en definitiva, la vida privada no es tarea sencilla. Desde hace siglos ha sido una preocupación la búsqueda de soluciones para establecer límites al tiempo de trabajo.

A finales del siglo XIX, Paul Lafargue en su libro El derecho a la pereza planteaba que “la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sórdidas artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad”. Esta confianza idealizada en la máquina y en los avances tecnológicos se ha ido desmoronando con el paso del tiempo ya que, al menos hasta ahora, han apuntado en la dirección contraria, como explica el filósofo Byung-Chul Han, “los aparatos digitales traen una nueva coacción, una nueva esclavitud. Nos explotan de manera más eficiente por cuanto, en virtud de su movilidad, transforman todo lugar en un puesto de trabajo y todo tiempo en un tiempo de trabajo”.1

En Uruguay, con una regulación antiquísima que -salvo contadas excepciones- instala el límite de trabajo entre las 44 y las 48 horas semanales, ¿qué esperamos para transitar el camino de la reducción de la jornada laboral?

Por ello, se ha explorado otras herramientas que permitan fijar límites temporales de trabajo como la negociación colectiva o la intervención legal, siendo especialmente esta última la que ha tomado gran relevancia recientemente. En efecto, la tendencia mundial muestra el avance de políticas de reducción de jornadas de trabajo no sólo en busca de beneficiar la salud y la seguridad de los trabajadores sino también de favorecer el equilibrio entre el trabajo y la vida personal.

En Europa esta predisposición a disminuir las horas de trabajo no es nueva; países como Francia, Alemania e Italia llevan años con jornadas de trabajo semanales de 40 horas o menos. Además de lo anterior, existen múltiples experiencias de países que implementaron programas piloto de semanas de trabajo reducidas a cuatro días, sin rebaja salarial, como en Islandia, Reino Unido, Portugal, Escocia y Suecia.

Pero para ir más cerca, en América Latina, donde las jornadas de trabajo son en promedio más extensas, países como Chile y Colombia sancionaron leyes que redujeron la jornada gradualmente de 45 a 40 horas en el caso del primero y de 48 a 42 en el segundo. A su turno, en Argentina fueron presentados al Congreso distintos proyectos que proponen la reducción de su jornada de trabajo de 48 horas a 36 y a 40 horas. En el caso de Brasil, se proyecta para este año la implementación de la experiencia piloto de reducir la semana laboral a cuatro días, adaptando el modelo conocido como “100-80-100”, que implica 100% del salario, trabajando el 80% del tiempo y manteniendo el 100% de la productividad.

En Uruguay, con una regulación antiquísima que -salvo contadas excepciones- instala el límite de trabajo entre las 44 y las 48 horas semanales, ¿qué esperamos para transitar el camino de la reducción de la jornada laboral?

Si bien en el ámbito de los Consejos de Salarios se han abordado distintos aspectos relacionados con el tiempo de trabajo, no hay una tendencia clara a la reducción de la jornada laboral por debajo del límite establecido en la regulación. Son pocos los grupos de actividad en los que mediante la negociación colectiva se logró reducir significativamente la jornada de trabajo como ocurrió, por ejemplo, en la industria de la construcción, que pasó de 48 a 44 horas semanales de trabajo.

A su turno, a mediados de 2020, en el marco del Programa de Modernización Legislativa (Promole), promovido por el presidente de la Cámara de Representantes, en el debate sobre la actualización de la regulación sobre el tiempo de trabajo tampoco estuvo presente la rebaja general de la jornada laboral, sino que la discusión se centró en zanjar la incertidumbre que pesa sobre el sector servicios.

En este contexto, la reivindicación de una jornada laboral más corta, que desafíe el límite actual y se ajuste a la tendencia cada vez más afianzada de jornadas semanales de 40 o menos horas de trabajo, que alcance a todos los trabajadores sin distinción alguna del sector de actividad, parece razonable y necesaria.

Las condiciones están dadas. Sólo queda esperar que el debate tome verdadera relevancia y se pondere que en la lucha sobre el tiempo de trabajo no sólo están en juego la productividad y la flexibilidad, sino también el control sobre la vida de uno y, en definitiva, la libertad.

Andrea Rodríguez Yaben es magíster en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.


  1. Han, Byun-Chul, En el enjambre, Herder, Barcelona, 2014, p. 59.