Hace algo más de 15 días me llegó la filmación de la respuesta que da Pablo da Silveira, actual ministro de Educación y Cultura, a un periodista. Estas líneas expresan reflexiones que me hago desde hace tiempo y a las que vuelvo a menudo, en esta ocasión a partir de esos dichos, pero van mucho más allá de ellos.

Por adelantado pido disculpas y paciencia; este texto es breve pero muy concentrado, porque incluye varias ideas grandes con pocos ejemplos y casi nada de redundancia. Se sugiere, en lugar de consumir con moderación, leer con lentitud.

Con cierta extrañeza, he escuchado a menudo argumentos sobre la utilidad o la aplicación de ciertos conocimientos o formas de creación; a veces parecen hasta una forma de justificación para mí innecesaria. Por ejemplo, justificar la inversión en cultura porque genera trabajo: “La cultura da trabajo”, se llama, con doble sentido, un buen texto de Luis Stolovich. Bienvenidas todas las externalidades positivas, por supuesto, pero aunque no existieran, ¿la cultura sigue valiendo? Vengo de la tecnología y creo firmemente que sí. La ciencia, la tecnología, el progreso y el desarrollo sólo florecen y duran en el caldo de cultivo que genera un ambiente intelectual completo.

La matemática, que seguramente muchas personas creen el arquetipo de lo útil, tiene ramas de gran desarrollo científico que carecen de aplicaciones, o tal vez todavía no les han aparecido. Hay varios ejemplos de “donde menos se piensa, salta la liebre”: uno es la teoría de números, que se creía hermosa pero inútil y es actualmente la base de la seguridad en las comunicaciones y transacciones electrónicas, porque sobre ella se desarrollaron los llamados algoritmos de clave pública.

Pero, insisto, aunque no salte ninguna liebre, ¿es lo mismo el ser humano que mira el cielo y entiende por qué la luna tiene fases o por qué vemos vagabundear a los planetas entre las estrellas, y el que no lo entiende? No sé si es más feliz por eso, pero es más humano.

¿Qué significa servir? Diría que ayudar a vivir mejor. Es casi la definición de la filosofía que da André Comte-Sponville citando a su vez a Epicuro: “Es una actividad que, a través del discurso y el razonamiento, procura la felicidad”. Otro gran intelectual, Nuccio Ordine, fallecido este año, que escribió sobre muchos asuntos de gran interés para la vida de cualquier ser humano, tiene un par de libros a recordar: La utilidad de lo inútil: manifiesto y Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir.

La cultura ayuda siempre y para todo. Hace poco oí textualmente o casi textualmente estas mismas palabras dichas por una persona admirable, integrante del colectivo Familias Presentes, de familiares de personas privadas de libertad, refiriéndose a situaciones muy duras en las que el llamado capital cultural también hace diferencia.

Estas conversaciones sobre la utilidad del conocimiento se deben dar seguramente en todos los ambientes. En la Facultad de Ingeniería, por ejemplo, es bastante frecuente escuchar a estudiantes que se preguntan sobre la utilidad de la formación matemática o física teórica. O a egresados jóvenes que dicen que esto o aquello les sirvió o que no. Y a egresados con más experiencia, que tal vez antes habían protestado por la cantidad de contenidos teóricos, que dicen que al fin y al cabo fueron lo que realmente les fue útil en la vida profesional, en la que necesariamente se encontraron con problemas que nadie les había enseñado a resolver; lo que se les había enseñado, o más bien ayudado a adquirir, eran métodos para enfrentar problemas difíciles y para seguir aprendiendo.

En un mundo rápidamente cambiante, la única herramienta que sirve es la que habilita a seguir aprendiendo, para ingenieros y para cualquier persona.

En la respuesta filmada se habla de que hay docentes que no pueden entender un texto simple. No podría afirmar nada universal sobre los docentes porque sólo conozco a unos cuantos, y todos ellos interpretan muy bien textos difíciles, incluso los que no son de su especialidad. Y si algunos carecieran de algún conocimiento necesario, todos sabemos lo que hay que hacer: enseñarles, o más bien ayudarles a aprender. En eso reside el quid de cualquier cambio en la educación: en la formación de los docentes. Conozco abundantes ejemplos que muestran que con un mal programa de estudios y buenos docentes la gente aprende mucho, y viceversa. Puedo pensar en muchas transformaciones de la organización de la educación, pero estoy segura de que cualquier cambio real reside en los docentes.

Tal vez sea obvio pero hay que decirlo: para tener docentes buenos y bien formados la sociedad debe respetar la profesión, lo que incluye, aunque no se agota en ello, la retribución. Si el docente tiene que trabajar en clase directa durante muchas horas semanales, es imposible que siga actividades de perfeccionamiento. La Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) y la Universidad de la República, en forma conjunta, brindan desde hace años posgrados en educación superior, matemáticas, física, gramática del español, geografía y otras. He participado en algún tribunal de tesis y me resultó muy interesante. Pero para los profesores es difícil seguirlos porque no tienen el tiempo necesario. No está instituida una licencia parcial, por ejemplo, ni una reducción horaria para quien cursa un posgrado.

Tal vez sea obvio pero hay que decirlo: para tener docentes buenos y bien formados la sociedad debe respetar la profesión.

Hay una segunda clave que es la participación de la familia y de la sociedad toda. A menudo se habla de los buenos resultados de la educación en Finlandia y en el sudeste asiático. También surgen críticas sobre la educación en ambas regiones, pero predomina el elogio. Si se analizan las características de ambos sistemas, se ve que no podrían ser más diferentes: en Finlandia los niños empiezan la educación bastante tarde, no hay calificaciones, no se estimula en absoluto el espíritu competitivo, la jornada no es larga. En el sudeste asiático todo es estrictamente lo contrario. ¿Qué pasa entonces? Que cada una de esas sociedades está de acuerdo, está en sincronismo, con esa educación. Se siente implicada y le da importancia.

No me gusta evocar presuntos pasados dorados y hablar de “recuperar”, término que se oye a menudo cuando se habla de educación. ¿Qué teníamos y perdimos? Si realmente hubiéramos tenido algo tan precioso, no lo habríamos perdido. Un ejemplo: cuando mis padres hicieron lo que se llamaba Preparatorios (quinto y sexto de liceo) en el IAVA, que ocupaba el mismo hermoso edificio que ahora, tenían muy buenos profesores. Pero eran muy pocos estudiantes; la prueba es que todo el que entraba a la Universidad pasaba por el IAVA, salvo escasísimos estudiantes de instituciones privadas. La capacidad locativa del edificio nos da idea de unas 1.500 personas por año como máximo, que además tenían que vivir en Montevideo. Difícilmente ese pasado se puede añorar.

Dejo, para terminar, algún pensamiento sobre la alusión al sentido crítico. En una respuesta rápida es difícil ser certero, y prefiero pensar que hubo una imprecisión de lenguaje. Me preocupa que un conciudadano que trabaja piense que el sentido crítico no es importante para trabajar. Es obvio que no es lo único necesario para “parar la olla”, pero es infinitamente útil para lograrlo y más para hacerlo dignamente.

María Simon fue ministra de Educación y Cultura y decana de la Facultad de Ingeniería.

Referencias

  • Luis Stolovich, La cultura da trabajo. Entre la creación y el negocio: economía y cultura en el Uruguay, Editorial Fin de Siglo, 1997.
  • Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil: manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2017 (original, L'utilità dell'inutile, 2013).
  • Nuccio Ordine, Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir (traducción de Jordi Bayod Brau), Editorial Acantilado, 2022.
  • André Comte-Sponville, Présentations de la philosophie, Éditions Albin Michel.