En la mañana del lunes 15 de enero, cuando todos despertaron, el dinosaurio todavía estaba allí. Es que la toma de mando del binomio presidencial guatemalteco, prevista para la tarde del domingo 14 de enero y finalmente ocurrida apenas pasada la medianoche, debió superar tantos escollos que dejó la equivocada sensación de haber sido un punto de llegada. Como si tras nueve horas de postergación se pudiera al fin soltar el resuello, aflojarse la corbata y tirarse, vestido, en la cama todavía tendida. Sin embargo, vaya novedad, los desafíos apenas estaban comenzando.

No sólo será necesario desarticular el entramado de corrupción que montaron los últimos gobiernos y que, en un acto permanente de autopreservación, como si fuera un hongo zombi enquistado en la administración pública, amenaza con obstaculizar los anunciados intentos de inocular transparencia a la gestión de gobierno. Además, el flamante mandatario juramentado, Bernardo Arévalo, deberá reponerse de las primeras decepciones en su base de sustentación, o parte de ella, explicando sus decisiones más polémicas en el armado de su equipo de gobierno. Por no hablar de la dificultad natural, en términos de políticas públicas, de gobernar el cuarto país de menor desarrollo humano del continente.

Un viejo chiste guatemalteco tiene como protagonista a un presidente de ese país en visita oficial al extranjero. Su anfitrión le va mostrando obras públicas faraónicas mientras se toca el bolsillo y le dice, según el caso, “10 por ciento”, “15 por ciento”, “20 por ciento”. Cuando aquel dechado de venalidad le devuelve la visita, meses más tarde, el guatemalteco habla de una enorme represa y la señala. “Pero no la veo”, le dice su par. Entonces el ahora locatario se toca el bolsillo y afirma con una sonrisa de satisfacción: “100 por ciento”. El nombre del protagonista varía según quién cuente la historia. Hay de donde elegir. La nación centroamericana tiene cuatro expresidentes procesados o prófugos por acusaciones de corrupción: Jorge Serrano Elías (1991-1993), Alfonso Portillo (2000-2004), Álvaro Colom (2008-2012) y Otto Pérez Molina (2012-2016). Una larga trama que en su versión más reciente se ha conocido como “pacto de corruptos”.

Casi la mitad de los guatemaltecos considera que en el último año dicho mal empeoró en el país, y uno de cada cuatro pagó una coima por un servicio público en ese mismo período. Son datos del reporte 2022 de Transparencia Internacional, cuyo índice de percepción de la corrupción sitúa a Guatemala en el lugar 150 entre 180 países. Por eso no extraña que superar el asunto sea visualizado como la mayor de las hercúleas tareas que le aguardan a Bernardo Arévalo. Sin embargo, limpiar los establos de Augías no es la más compleja.

Hoy Guatemala se percibe tan corrupta como pobre. En el índice de desarrollo humano de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ocupa el puesto 127 entre 189. Sólo por delante de Nicaragua, Honduras y Haití en la región. La pobreza guatemalteca, además, es una pobreza racializada. Afecta al 75% de los indígenas y al 36% de los no indígenas (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, diciembre de 2015). No extraña, entonces, que la desnutrición crónica alcance al 58% de los indígenas en comparación con el 38% de quienes no lo son (Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional, 2020).

Esa realidad permite entender mejor las críticas a la conformación del gabinete presentado por el presidente como casi paritario: de los 14 ministros, ocho son varones y seis mujeres… de las que sólo una ministra es indígena. Aún falta, respondió Arévalo, a la vez que aceptaba la crítica. Falta nombrar viceministros y direcciones, dijo. Eso sería peor, acotaron las voces más críticas. Se estaría cristalizando la idea de que el indígena sólo puede estar en el gobierno en un lugar subalterno respecto del blanco o del mestizo. El 43,75% de los guatemaltecos se identifican en el censo como indígenas, aunque según cálculos de la ONU pueden llegan al 66% (Perfil de salud de los pueblos indígenas de Guatemala, 2016). Siete millones y medio de personas (u 11 millones, según la estimación no oficial), entre las cuales hay 24 grupos mayas. Apenas suficiente para una ministra y un puñado de bancas en el Parlamento. Arévalo podrá ser “el penúltimo de nosotros”, pueden decir los más optimistas entre los demócratas criollos, porque si viene otra tormenta autoritaria siempre habrá uno más que tome el relevo, como lo hace él ahora. Pero aún no está siendo “el primero de ellos”, los pueblos originarios de Guatemala. Rodearse de las que el mismo Arévalo ha llamado “las autoridades ancestrales”, y colocar en lugares de decisión a algunos de los muchos indígenas altamente capacitados, deberá ser parte del cambio, o el cambio no lo será del todo. Con su 13 a 1 del gabinete no ha empezado del todo bien. No obstante esto, el maximalismo debe dejarle tiempo para corregir, porque el abismo es mucho.

Aunque la toma de mando de Arévalo no fue un punto de llegada, llegar ahí no fue nada fácil. Para lograrlo fueron centrales la movilización popular (juvenil e indígena) y el consenso internacional. Quizá otro hubiera sido el resultado del “golpe judicial-parlamentario” si actores como Estados Unidos, la Unión Europea y la Organización de los Estados Americanos hubieran tenido una postura proclive a los golpistas, como ocurrió con varios de ellos (por acción o por omisión) en el impeachment contra la brasileña Dilma Rousseff en 2016 o en el golpe en Bolivia en 2019 (ya es sabido, los quiebres institucionales actuales no se dan con tanques en las calles sino con togas en los estrados). Hubo otros apoyos de Arévalo que estuvieron ahí para recordar (y quizá recordarle) el progresismo que integra el flamante presidente. Fue el caso del “no nos moverán” de su par colombiano Gustavo Petro, quien se mostró dispuesto a postergar su viaje al Foro de Davos para respaldarlo hasta el último minuto (el mandatario chileno, Gabriel Boric, se marchó dos horas antes de la toma de mando). Mientras tanto, Uruguay, cuna de Arévalo (nacido aquí por ser el lugar elegido por su padre para exiliarse), recién emitió un comunicado propio de apoyo cinco horas después de terminada la crisis. Poco, para provenir de una democracia plena.