¡Es la economía, estúpido! La vieja afrenta del asesor de campaña electoral James Carville a Bill Clinton, que evitó la reelección de George Bush y catapultó a Estados Unidos hacia una de sus más prolongadas fases de prosperidad, ha perdido parte de su sentido original. Un cuarto de siglo después, la consigna del reputado consultor político, que enterró el largo decenio de presidentes republicanos en la Casa Blanca, parece haber sucumbido ante un repentino cambio de hábito electoral: la economía, el factor más contundente desde el final de la Guerra Fría para elegir al inquilino del Despacho Oval, puede tergiversarse hasta dar la vuelta a los datos como un calcetín e inclinar la balanza hacia una alternativa predeterminada.

Joe Biden podría dar cuenta de ello. Aunque aún falten diez meses para la contienda presidencial de noviembre, su eficiente gestión económica en tiempos de inflación galopante, escaladas de tipos sin precedentes en dos décadas, cuellos de botella comerciales y alto voltaje geopolítico con fricciones arancelarias y tecnológica con China, no parece concederle aval electoral alguno en las encuestas frente a su presumible rival, Donald Trump.

Ni siquiera el reconocimiento a su recetario, conocido como Bidenomics, dirigido a restablecer el esplendor perdido de la clase media, le otorga ventaja en los sondeos. Su proclama para “invertir en América, impulsar la fuerza laboral reconstruyendo una economía desde abajo” y catapultar a su estrato social más emprendedor para que “los desfavorecidos asciendan y los ricos pierdan privilegios” o su encendida defensa sindical –“Wall Street no edificó este país, lo hizo su gran clase media”– no ha calado en el subconsciente colectivo del país. Como tampoco sus objetivos de modernizar las infraestructuras, reconvertir la industria o reforzar su liderazgo tecnológico.

Los aproximadamente 100 millones de americanos con ingresos anuales entre 54.000 y 180.000 dólares y patrimonios de entre 100.000 y 1 millón de dólares –la definición de clase media en EEUU– volverán a decantar la contienda presidencial. Y su dictamen dependerá de su estado de ansiedad o, lo que es lo mismo, de sus diagnósticos económicos.

Es en este punto donde surge el dilema. Porque nunca la percepción de la coyuntura americana había sido tan opaca ni había alcanzado tal nivel de polarización. El riesgo que agencias de rating como Moody’s y líderes empresariales de Davos resaltan como la mayor de las preocupaciones del primer mercado global. La crispación –coinciden– ha contagiado la atmósfera económica. Casi de manera simultánea, Trump, en su paseo triunfal por el caucus republicano de Iowa, decidió abrir el melón dialéctico con el que, de lograr su proclamación como cabeza de cartel del Grand Old Party (GOP), concurrirá a las urnas: “La economía es el problema de Biden”.

La estrategia de Trump se ampara en unos sondeos que le otorgan ventaja sobre el presidente demócrata en el manejo de asuntos económicos. Uno de ellos es el que divulgó Bloomberg a finales de diciembre y en el que superaba a Biden en siete estados llave para acceder a la Casa Blanca por su habilidad de gestión del mercado inmobiliario, la inflación o los presupuestos.

Para colocar su mensaje a los votantes estadounidenses, Trump cuenta con la inestimable ayuda de asesores como Stephen Moore, de Heritage Foundation, que preconiza un efecto bumerán que golpeará la línea de flotación de Biden: la inflación es la ruina de la clase media, de hogares y empresas porque “¿ha mejorado la salud financiera en estos cuatro años?”. Este interrogante tiene la consabida respuesta de la doctrina neoliberal: la única forma de “Hacer América grande de nuevo” es mediante rebajas fiscales y represalias comerciales, una constante en las políticas económicas de las administraciones republicanas desde Ronald Reagan.

Biden supera a Trump en gestión económica

En The Economist han pasado revista a este efervescente debate analizando varios indicadores relevantes para sostener o rebatir el órdago republicano. Biden sale mejor parado que su rival en materia económica. Incluso podría alardear de la inflación, ya que dejará el IPC muy próximo al límite del 2%, después de afrontar la mayor espiral de precios desde la crisis del petróleo de los ochenta.

Biden, además, puede exhibir que la economía ha eludido la recesión en 2023 y emite señales de resistencia activa que están prolongando el ciclo de negocios, con un dinamismo que alcanzó en verano el 5,2%, más propio de mercados emergentes con alzas salariales y pleno empleo. Trump únicamente consiguió elevar los ingresos al final de su mandato, mientras Biden ha revalorizado rentas y ha acabado con la Gran Dimisión –el fenómeno de renuncia a trabajar con retribuciones que no cubrían la calidad de vida de más de 11 millones de estadounidenses y que arreció tras la crisis sanitaria–, añadiendo mayor flexibilidad al mercado laboral que la lograda por su rival en su estancia en la Casa Blanca.

La economía, el factor más contundente desde el final de la Guerra Fría para elegir al inquilino del Despacho Oval, puede tergiversarse hasta dar la vuelta a los datos como un calcetín.

De hecho, el repunte nominal de los salarios ha sido de notable intensidad en los últimos cuatro años, aunque la inflación haya erosionado parte de su aumento. Esencialmente, por la constante creación de empleo y la riqueza sumada por Wall Street a empresas e inversores, que echa por tierra la aseveración republicana de que los demócratas “están en guerra con los negocios”. El retorno de beneficios de Biden no permite parangón con los de la administración Trump. A pesar de la extraordinaria volatilidad de los mercados de capitales, la quiebra de media docena de sus bancos medianos o la lacra que para los inversores supone una inflación desbocada.

Además, el control presupuestario de Biden ha sido más fructífero. La doble rebaja fiscal de 2017 de Trump (Tax Cut and Jobs Act) drenó las arcas del Tesoro y dificultó la liberación financiera del programa de estímulos a hogares y empresas durante la crisis sanitaria. A lo que se unió el salto en las dotaciones destinadas a Defensa, de más de 750.000 millones de dólares en 2020, el valor del PIB de Taiwán, Polonia o Bélgica.

El gabinete demócrata tampoco suscribe un ajuste riguroso de las cuentas federales. La puesta en liza de subsidios a la relocalización de la industria y negocios verdes de la Inflation Reduction Act (IRA) y sus 465.000 millones de dólares, la Chips and Science Act y sus 280.000 millones de dólares para crear fábricas de chips o el billonario Plan de Infraestructuras, que han generado 1 millón de empleos, han alimentado el déficit. Pero con correcciones anuales que la separan de la era Trump, incluso con obstáculos legislativos al techo de gasto y deuda provocados por las filas republicanas en el Congreso.

Aun así, el índice de aprobación de Biden es inferior al de Trump al comparar las trayectorias en el tiempo de sus respectivas administraciones. En gran medida, por los temores inflacionistas y, en otra porción sustancial de votantes, por su política migratoria, que consideran laxa respecto a la que volvería a implantar su rival republicano. Aunque también subyace una amplia inquietud sobre si Biden, a sus 81 años, soportará otros cuatro años de cargo.

Todo ello ha difuminado los avances de las energías renovables en el mix eléctrico que ha llevado a Trump a criticar que el impulso al vehículo eléctrico es “una transición al infierno”, sin mención adrede alguna al pragmatismo de Biden con la industria petrolífera –el histórico lobby financiero del GOP– con el que ha prorrogado la producción fósil del país y ampliado el suministro de crudo en los mercados globales con sus reservas estratégicas y la práctica del fracking que tanto fervor crea en los estados petrolíferos y republicanos del sur, como Texas.

Ausencia de un plan B demócrata

En condiciones de normalidad democrática, Trump y sus 91 acusaciones en diversos estados del país podrían vetar su aspiración presidencial. Pero son tiempos excepcionales de nacionalismo y populismo extremo con sus arcaicas recetas liberales. Dos de sus más fieles colaboradores, Larry Kudlow, antiguo director del Consejo Económico Nacional, y Kevin Hassett, que presidió el de Asesores Económicos, anticipan que, si vence Trump, la industria estadounidense obtendría un escudo tarifario del 10% que pagarían las manufacturas canadienses, mexicanas o japonesas en primer término.

También añaden que el America First se completaría impulsando el decoupling con China, haciendo permanentes los recortes impositivos a contribuyentes y empresas que expiran en 2025, aumentando los controles de fronteras y suprimiendo toda ayuda federal a la transición energética o minimizando la fiscalización de instancias supervisoras.

Sin embargo, ante estas posiciones, Biden no parece tener plan B con el que empezar a recortar los 2,3 puntos que le saca su contrincante, según RealClearPolitics. En su formación temen una reedición de la victoria, por cinco puntos, de Trump en 2016 sobre Hillary Clinton, el diferencial que le dio las llaves de la Casa Blanca en 2020. Con sondeos como el de YouGov, que revelan que el 55% de los americanos encuentra su edad como un “severo obstáculo” –incluido uno de cada cuatro demócratas–, y con la vicepresidenta Kamala Harris, que sólo inspira confianza al 36% de votantes y que podría caerse del ticket electoral en la nominación del partido en agosto.

No parece que la idea lanzada por el senador Bernie Sanders y secundada por el propio Biden de que un triunfo de Trump implicará “el final de la democracia” en EEUU esté teniendo mucho calado.

Ignacio Domingo es periodista. Este artículo fue publicado originalmente en elDiario.es.