No voy a ocultarlo: tengo miedo. Como persona judía (laica, pero los nazis me hubieran matado sin preguntarme) y de izquierda me siento en un lugar muy incómodo.

Por otro lado, como librepensador (de verdad, no como eufemismo para la arrogancia de la derecha libertaria que llama librepensamiento a su doctrina) siento como una renuncia de la izquierda que ni siquiera se puedan discutir ciertos temas. Y me da miedo, porque la izquierda es la única esperanza para la equidad y la libertad, pero sólo cuando las tiene como banderas. Y la segunda se la regaló a la derecha, que la resignificó, pero veremos más adelante esto.

Pero es preciso poner algo de contexto para no caer en petición de principio.

El propio Marx describe muy bien el comunismo, totalmente alejado del estalinismo y de Cuba: era un Estado en el que la felicidad de cada individuo y su capacidad de elegir su propio camino de vida anulaba la enajenación (esto es, volver ajeno lo propio) de sus derechos fundamentales por culpa de la especialización del trabajo y la concentración de la riqueza.

En los sesenta la lucha era por dar a luz al “hombre nuevo” (las palabras y sus géneros no importan cuando la bandera es la de la felicidad universal) y la gran derrota a manos del capitalismo, que pareció convertirse en “la ideología triunfadora”, terminó con los grandes relatos, y ya cambiar el mundo no fue el ideal de la izquierda. Este se convirtió en algo diferente, que la derecha caricaturiza como “marxismo cultural” y que, básicamente, cambia las armas por la propaganda y se dedica a enseñar, desde la cátedra del frónimos (portador de la verdad y el equilibrio último e indiscutible).

Tristemente, lo anterior termina siendo una cantidad de eslóganes vacíos que no convencen a nadie que no venga de su casa a medio convencer. Vale decir, en vez de predicarles a los infieles, se dedican a predicarle al coro.

Definiendo el enemigo

Cuando el eje era la lucha de clases, el objetivo era claro: lograr la equidad de la distribución de la riqueza. Pero el fracaso del modelo soviético llevó a entender que el problema no son las herramientas, sino su uso, y que, de repente, reconocer que el mercado es la mejor forma de generar la riqueza a lo mejor permitiría llevar a usarlo para, mediante leyes (y nadie entendió esto mejor que Danilo Astori) generar políticas de equidad sustentables.

Nacían el socialismo de mercado y otras líneas igual de pragmáticas y de grandes ideales, que no confundían las batallas (el Plan Ceibal fue una ganada para la historia, mientras que apoyar a Maduro es todo lo contrario) con la guerra y el objetivo final, que nadie tenga menos oportunidades de lograr llevar a cabo su propio plan de vida.

Por supuesto, entendiendo que lo anterior empieza por poder entender que puede hacerlo, que la pobreza y las generaciones de invisibilización no son una condena si se las combate.

En el Río de la Plata tenemos dos formas bien diferentes de implementación de lo anterior, pero ambas tuvieron un elemento en común: en un punto se tuvo que tomar la decisión de qué es lo que se debe poner por delante: lo simbólico o lo real1. Y ese fue el punto de inflexión suicida.

Vale decir: se enfrentaron dos estrategias para dar la guerra por la felicidad de la humanidad: cambiar lo material mediante un cambio de lo simbólico que utilice una supuesta performatividad de la palabra o cambiar lo simbólico como consecuencia de los cambios materiales. Ironizando: una lucha entre dar pronombres o dar de comer a los más desprotegidos como estrategia.

En lenguaje más grato: una decisión de atacar primero la infra o la superestructura como motor de cambio. Los resultados están a la vista.

El campo de batalla

Hay que hacer una pequeña digresión que separa al kirchnerismo del “astoribergarismo” a la uruguaya, y es que el primero destruyó la economía argentina, manteniendo (por la cobardía de no asumir los costos políticos) subsidios imposibles a costa de deuda, mientras Astori logró la soberanía y reperfilamiento de la deuda en pesos, manteniendo la capacidad del gobierno de llevar a cabo políticas materiales y no solamente simbólicas.

Una consecuencia obvia de lo anterior es que en nuestro país la contienda electoral se dio entre posturas cercanas al centro, mientras que en el vecino país parieron un Milei. Incluso Bolsonaro, con su reaccionarismo religioso y dogmático ha quedado detrás de la destrucción del Estado que propone el presidente argentino.

Vale decir, en Uruguay se pusieron en la balanza tres temas de agenda: gasto público, endeudamiento y seguridad, mientras que en Argentina el problema era mayor: qué hacer cuando el endeudamiento fuera de toda escala imaginable reviente (porque nadie niega que va a reventar), pero la agenda se dio en otro nivel, además: el de la ideología de género2. Y fue letal para el kirchnerismo.

Aquí el Frente Amplio tuvo la sabiduría de mantener líderes pragmáticos; los sectores que ponían lo simbólico –como la autopercepción– por delante de la capacidad de autovalerse sin pedir permiso, como Ir y Magnolia, fueron eyectados del poder y no tienen ningún peso específico, mientras que el Movimiento de Participación Popular y el Partido Comunista han tomado fuerza, entre otras cosas, porque Óscar Andrade es un rival más temible que Christian di Candia para enfrentar el enorme –y digno de análisis– carisma de Luis Alberto Lacalle Pou. Lo mismo va para Carolina Cosse, por un lado, y Constanza Moreira, por otro. Y el que les da miedo en serio, Yamandú Orsi, que tuvo que ser emboscado por el presidente en un acto tan cobarde como poco elegante.

Es decir, en Uruguay solamente pueden cuestionar el costo del Antel Arena, pero no pueden negar las consecuencias exponenciales del Plan Ceibal. Pueden hablar de Sendic mientras dicen que no echan la culpa del pasado, pero no aclaran por qué su mejor senador ahora es un preso a la espera de fallo por el crimen más aberrante: estupro.

En Argentina pueden criticar las absurdas políticas de género que se dedicaron a despilfarrar dinero en clases de Wicca en escuelas o cosas igualmente poco explicables fuera del círculo de iluminados que las proponen. Eso se dio por lo anterior: al no poder encarar el cambio material, se convirtieron en una usina de políticas absurdas que tenían un problema de base: se basaba en categorías impracticables.

Vale decir, los pobres son muchos y votan; si se los hace sentir el objeto de las políticas, responden, pero las minorías identitarias son demasiado pocos, no mueven la aguja electoral (igualmente, los más ricos son menos y sí la mueven, esto es un tema de dar poder real a la gente y no entelequias onanistas como el “empoderamiento”, sea esto lo que sea).

El plan de guerra

Como dijimos, el problema de base está en las categorías o taxones en las que se analiza a la sociedad. El socialismo siempre consideró a los asalariados y a los empleadores, lo mismo que el liberalismo neoclásico, pero con el énfasis del segundo en que los “malla oro” son seres superiores3 por su enfoque y voluntad que los hace mejores que los demás y, por lo tanto, el objeto principal de las políticas.

Los simbolistas (las varias formas de la izquierda identitaria), en cambio, se enfocan en encontrar categorías que puedan erigir en símbolos visibles como las minorías sexuales y las fetichizan, cooptando su lucha y erigiéndose en portavoces de comunidades a las que no pertenecen (es estadístico, los “aliades” son muchísimos más que los verdaderamente pertenecientes a estas minorías).

El primer problema ya lo dijimos: no es muy fácil de erigir esto en una plataforma de base electoral eficaz.

Los otros son algo más espinosos. El problema de las categorías simbólicas4 es que el vínculo entre símbolo y referente es –por definición– arbitrario, y eso se vio en la famosa sigla más larga que el número pi que trata de englobarlas, por lo que aparecieron categorías que nunca existieron, especialmente porque hubo una época en que las taxonomías no eran lo importante, sino la libertad de ser uno mismo.

El gran éxito de los simbolistas es haber entendido que, siempre, todas las ideologías habían relegado a las minorías sexuales e identitarias, y su mayor fracaso fue convertirlas en un fetiche y, luego, en dogma.

Porque vamos a decirlo: en medios dogmáticos los idiotas útiles5 tienen su medio de proliferación ideal. Solamente cuando la libertad de cuestionar y la necesidad de probar las afirmaciones es el credo se puede llegar al conocimiento. Bueno, no es el caso. Los símbolos refieren de manera directa, y por lo tanto si lo que uno pone como principal tiene esa característica, probar las afirmaciones se hace tan innecesario como incomprensible. Y peligroso, si alguien tiene alguna aspiración de vivir en un Estado de derecho.

Para mí no ser de izquierda no es una opción. No abrazo empresarios ni juego para los malla oro. Pero vivir en un colectivo que desprecia la lógica y la verdad se me hace durísimo.

Víctimas y victimarios

Así las cosas, la izquierda progresista (no así el socialismo, seamos claros) ha decidido que la sociedad se polariza en un solo eje de tensión, y que es el de víctimas y victimarios. En principio no estaría mal, pero el problema es que, como se piensa en categorías de esencia (lo que implica que ser víctima es un rasgo constitutivo y no contingente, algo peligroso para los que quisieran no autopercibirse como tales porque no los dejarían) y no de acciones, no importa qué haga un individuo, si pertenece a los victimarios es, por definición, malo, y, como se sigue de esa lógica, las víctimas son todas buenas.

Por lo anterior es que la izquierda progresista tiene menos problemas para culpabilizar los crímenes de Penadés que los de Michelle Suárez. El ejemplo es interesante.

Como Penadés es homosexual, pertenece a un colectivo victimizado6, pero sus víctimas son niños y adolescentes vulnerables, que tienen más puntos en la escala de victimización y lo convierten en victimario con sencillez (obviamente lo es si la Justicia prueba las decenas de acusaciones en su contra), pero como las víctimas de Suárez eran padres heterosexuales (que fueron impedidos de ver a sus hijos porque Suárez adulteró documentos) y por lo tanto victimarios, en el único eje que el progresismo puede percibir son los malos y por lo tanto no es tan terrible lo que se les hizo. Vale decir: venían condenados desde la casa por el dedo acusador de la moral buenista.

Otra de las consecuencias es que el maniqueísmo permite cualquier cosa porque como los buenos siempre son las víctimas, se las exime de la necesidad de prueba. Una cosa es el eslogan “yo te creo, hermana” en el sentido de que todas y cada una de las denuncias de abuso (de cualquier tipo) debe ser tenida en cuenta, investigada, y la persona que denuncia, protegida desde el primer momento; eso no tiene discusión posible. Pero otra muy distinta es que se libere a la persona que acusa del peso de la prueba. En la página “varones del teatro” se cometieron injusticias (y se revelaron infamias, eso no se niega) porque, al ser anónimas, las denuncias y malos los acusados de esta manera, se los consideró culpables de facto, y sí, se cometieron delitos que, por haber sido cometidos de manera anónima, siguen impunes.

Por supuesto, el caso del intendente Moreira es muy claro para ilustrar lo que pasa cuando este tema no se cuida, luego del escándalo de ofrecer pasantías por sexo, su partido le permitió postularse y volver a ser intendente, y se lo escuchó en grabaciones, pruebas sobraban. Pero este extremo no justifica acusar sin pruebas. Como mucho interpela el hecho de si es posible ser feminista y nacionalista, pero eso no es un tema para nosotros.

El tema queda así planteado, las víctimas son buenas por naturaleza, pero el victimario depende de su propia situación en el ranking de la victimología, lo que nos lleva al inicio de la nota: tengo miedo.

Gaza, Netanyahu y los idiotas útiles

Bien, visto lo anterior, es más fácil entender por qué la izquierda progresista tiene una visión tan hemipléjica como errada del conflicto de Medio Oriente.

Por un lado, porque los prejuicios antisemitas7 fortalecen la carga simbólica de la autovictimización de los terroristas de Hamas y así son utilizados como idiotas útiles para perpetuar la mentira.

Es que realmente no se entiende cómo una marcha feminista lleve una pancarta por “Palestina libre”, pero no de terrorismo, sino de Israel. Curioso, el feminismo pone por delante dos teocracias machistas por delante del único Estado con agenda de derechos plena de Medio Oriente.

Es que la consigna “desde el río hasta el mar” (la mitad no sabe qué río y la otra no sabe qué mar) implica, por definición, la desaparición del Estado de Israel. La literal desaparición, pero como son los “victimarios”, es válido. Eso es antisemitismo desembozado.

Acá se imponen, para no caer en lo mismo que denunciamos, dos precisiones. Por un lado, esto debería ser obvio, pero no lo es: los gazatíes son una cosa y los terroristas de Hamas son solamente un subconjunto, pero se esconden entre la población. Hay muchísimos niños entre las víctimas y ninguna muerte deja de ser imperdonable. El ser humano es un sagrado inviolable y eso es especialmente cierto en los niños, e incluso en los terroristas. Pero también en los israelíes. No tiene valor alguno llorar los muertos de un lado solo. Eso no es humanitarismo, es simbolismo sesgado.

Y que quede claro: Benjamin Netanyahu tiene que responder por sus acciones. No solamente las posteriores a octubre, son muchas más. Y de hecho, si esta guerra no lo hubiera rescatado, iba camino a serlo. Pero la realidad es que son muchas más las chances de que lo sea que de que algún tribunal palestino condene a un solo integrante de Hamas.

Lo mismo para todas las acusaciones sin pruebas como usurpación, apartheid o genocidio.

Lo de la usurpación es absurdo: Palestina jamás tuvo su gobierno, desde los romanos siempre fue provincia de alguien. Siria se fundó en 1929, Jordania e Israel en 1948 y los territorios palestinos lo mismo. Siempre hubo judíos en Israel (que fueran minoría no es excusa, somos minoría en todos lados, pero eso no nos hace inexistentes). Pero entender eso implica poner lo fáctico por delante de lo simbólico, y bueno...

En el Estado de Israel como ciudadanos de pleno derecho viven un millón y medio de palestinos, la enorme mayoría musulmanes. Tienen su propio partido en el congreso, un pequeño porcentaje pertenece al ejército voluntariamente (1,5 % o algo así) y llegan naturalmente a oficiales de Estado mayor, hay jueces y pertenecen a todos los estamentos del poder. No queda claro dónde está el apartheid.

En cuanto al genocidio, eso es algo estúpido, porque no existe, no hay una sola prueba, el hecho de que la demografía de los dos estados palestinos no pare de crecer no parece condecirse con esto. Pero recordemos, los idiotas útiles no precisan pruebas, porque sus símbolos avalan cualquier afirmación.

Bueno, se me podrá decir, si vivo en Uruguay, ¿por qué tener miedo? Prueben a ser sionista y de izquierda y tener que justificar a cada rato por qué uno no es un asesino de palestinos (se me acusó de eso) o cómplice, todo esto sin una sola evidencia que avale tales acusaciones.

Para mí no ser de izquierda no es una opción. No abrazo empresarios ni juego para los malla oro. Pero vivir en un colectivo que desprecia la lógica y la verdad se me hace durísimo.

El progresismo, que copia de manera acrítica toda la agencia “woke” estadounidense8 (mientras se cree antinorteamericano) es absolutamente incapaz de conseguir votos afuera de su pecera.

Agenda 2024

El triunfo de Javier Milei debería ser un llamado de atención porque parte de su propaganda se basó en ridiculizar las afirmaciones insostenibles del kirchnerismo, y si bien el Frente Amplio es muy diferente, estas políticas que solamente pueden sostenerse con una enorme disonancia cognitiva no sirven para conseguir votos.

Y no pretendo que la izquierda abrace el sionismo, eso es de la libertad individual. Apenas, y modestamente, sueño con que la realidad vuelva a estar por delante de lo simbólico y entendamos que las acusaciones tienen que sustanciarse con pruebas.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.


  1. Por comodidad y pereza llamaremos “simbolistas” a los que ponen el aspecto simbólico por delante y “materialistas” a quienes ponen lo real por principal. 

  2. Y que no me empiecen a aburrir con el tema de “ideología” y “perspectiva”, es una distinción sin diferencia. Alcanza con una “perspectiva” que la rechace para que la convierta en ideológica. Pero el problema de los simbolistas es que convierten eslóganes en dogma y eso hace huir por la ventana toda capacidad de análisis. 

  3. Exactamente igual que los “aristikoi” griegos, que significaba literalmente “los mejores”. A no confundirse. “Malla oro” es un eufemismo para aristócrata, la derecha mucho no ha evolucionado en su sumisión al poder. 

  4. Por cierto, no ignoramos que todas las categorizaciones son simbólicas, simplemente tomamos una licencia de estilo en aras de claridad. 

  5. El término “idiota útil” lo acuñó Lenin para referirse a los estadounidenses liberales que viajaban a Rusia para sumarse a la revolución y se convertían en propagadores pasivos de la propaganda soviética, que, como toda propaganda, se componía en partes iguales de mentiras y verdades dogmáticas. No tiene que ver son ser un idiota propiamente dicho, sino en convertirse voluntariamente en herramienta del plan de otro, en resignar la libertad de conciencia para ser un engranaje. 

  6. Que se entienda lo terrible que es forzar la percepción de ser víctimas a todos los integrantes de un colectivo. No se les permite a los individuos no querer serlo. 

  7. El eterno debate acerca de antisemitismo versus antisionismo me aburre. Cuando parte de prejuicios y no de evidencia son lo mismo. Cuando, por otro lado, se maneja con evidencia, es algo a tener en cuenta. 

  8. Término que refiere a los movimientos que promueven políticas identitarias.