En la presente fase definitoria de la actual campaña político-electoral, abundan los rumores musitados en voz baja acerca de que nuestros políticos apenas si se conforman con hacer uso y abuso de unos libretos bien administrados y empobrecidos en contenido. Según parece, todo el mundo se cuida de las meteduras de pata, lustrando con cuidado lo que afirma, sin arriesgarse a mostrar su juego, casi como si no hubiese, en el fondo, nada en juego. Rectificación o más de lo mismo, cambio tímido de rumbos, recuperación de ingresos perdidos, pérdida absoluta y rotunda de la credibilidad en valores como la honestidad... Al cuasi debate le falta sal y pimienta, aparte de proteínas –y me temo que le sobran grasas–.

Se advierte una preocupante ausencia de consignas confrontadas con franqueza. Lo que sí domina es una sorda resignación ante la estrechez del “espacio fiscal” para satisfacer la deuda interna social en temas como la desigualdad, el acceso a la vivienda, a la educación de calidad y a la salud humanamente administrada. Los economistas de todos los colores claman casi en la unanimidad que sólo con crecimiento podremos salir del pozo en que nos encontramos. Pero, y si no crecemos, entonces, ¿nos jodemos? Porque ya pasamos –en el actual período– por la penosa experiencia de crecer (aparentemente poco) y empeorar a las clases trabajadoras sus ingresos y situación. ¿Es que sólo puede haber redistribución razonable de la riqueza cuando los de arriba se la llevan en pala?

En verdad hay pocas expectativas de cambio. El problema es que con la derecha sólo se puede esperar más de lo mismo, mientras que, con el eventual triunfo electoral de la izquierda, si no se verifican cambios, esto resulta en una tragedia histórica.

Por casa, ¿cómo andamos?

El Frente Amplio, como fuerza política madura, ha invertido unos ingentes capitales de pensamiento e ilusión para elaborar, de modo arduo, un programa entusiastamente forjado desde la perspectiva del cambio. Los militantes han escuchado con la mayor atención posible las más acuciantes demandas del pueblo. Los especialistas han hecho esfuerzos denodados por integrar tales demandas en la letra de un contrato honesto de la fuerza política con la ciudadanía. Sin embargo, muy poco de esta demanda social de cambios se trasunta en la discusión pública.

Es una campaña gris en la neblina, donde la prudencia se confunde con un inmovilizador miedo a espantar al respetable. Me temo que estamos todos demasiado preocupados por no hacer trepidar el sentido común, en beneficio del conformismo y la continuidad resignada. Pero el respeto reverencial al sentido común no es más que una zalema cortesana a un estado de cosas que ya no se sostiene. La izquierda tiene su razón de ser en hacer prevalecer el buen sentido de la justicia social, no en resignarse a la disponibilidad de las migajas del sistema.

La izquierda tiene su razón de ser en hacer prevalecer el buen sentido de la justicia social, no en resignarse a la disponibilidad de las migajas del sistema.

La máquina de pensar en ganar

Hoy todos corren su carrera sólo pensando en ganar por los medios más expeditivos. Por esto se marcha a la velocidad de la infantería: al paso de los más lerdos. Pero la izquierda sólo merece prevalecer en el uso de la razón, en la esperanza y en el apremio por la pública felicidad. A la derecha siempre le ha bastado con el agitar de fantasmagorías, con la resignación con el statu quo, con la firme creencia de que las élites del poder económico son los únicos idóneos para administrar los flujos de riqueza y que el mercado es el mecanismo apto para distribuir sus beneficios.

Hoy todos se esfuerzan, denodados, por ganar. Por esto es por lo que atosigan con interrogantes a los encuestadores; calculan y apuestan sobre bancas y sillones. Que los nuestros hagan todo por ganar: este es el residuo seco que parece quedar luego de una química depuración crítica. El medio usurpa el fin: alcanzar una cuota decisiva de poder para que las cosas se mantengan más o menos en su sitio. Esto es, para que nada se desquicie. Todavía tenemos el tupé de interrogarnos por la falta de entusiasmo juvenil.

¿Alguien que piense en el día después?

Néstor Casanova es arquitecto.