Mili se suicidó el viernes. Tomó la decisión de hacerlo 14 años después de haber sido víctima de una violación grupal en Maldonado cuando era adolescente, denunciar penalmente a sus cinco agresores y no encontrar atención ni reparación ni justicia. Tenía 30 años y un historial con “distintos intentos de autoeliminación”, “depresión muy aguda” y un diagnóstico de estrés postraumático, según contó ella misma en 2022 al Canal 2 de San Carlos, en una entrevista que se viralizó en redes sociales en estas horas.
Las mujeres que se suicidan entran en las estadísticas nacionales de suicidios, pero por lo general no son incluidas en las de violencia femicida. En algunos casos, correspondería.
Muchas veces las mujeres se matan por no poder soportar las consecuencias de haber vivido situaciones –puntuales, prolongadas o crónicas– de violencia de género. Porque no tuvieron la atención especializada que precisaban. Porque la Justicia no les dio una respuesta a la altura. Porque el marco normativo no las protegió. Porque no tuvieron la reparación que merecían. Porque hubo alguien o muchos que pusieron en duda su relato. Porque fueron cuestionadas, revictimizadas y culpabilizadas. Porque además de tener que sobrevivir a la violencia, con todo lo que eso conlleva, sintieron en carne propia el desamparo.
Esto hoy tiene un nombre y se llama suicidio femicida. El concepto tomó notoriedad pública en los últimos años, pero fue acuñado en 1996 por la activista feminista sudafricana Diana Russell para referise a los casos de mujeres que cometen suicidio por los “abusos reiterados de sus parejas masculinas” o “por la sociedad patriarcal en la que se insertan”. Fue la forma que encontró para visibilizar estos suicidios como lo que son: otra de las consecuencias extremas de la violencia machista, que se ubica en la misma categoría que el femicidio.
Lo de Mili fue un suicidio femicida y expone, de la manera más radical, el desamparo institucional que viven las víctimas de violencia sexual en Uruguay.
El abordaje deficiente del Estado
Hoy en día, nuestro país no cuenta con servicios de atención integral especializados en violencia sexual. Los servicios de violencia de género del Instituto Nacional de las Mujeres ofrecen apoyo psicosocial y legal en todo el país, pero están dirigidos a mujeres mayores de 18 años que, además, hayan atravesado una situación de violencia doméstica en el marco de una relación de pareja o expareja. Esto deja por fuera a cualquier víctima que sufrió violencia sexual en un contexto no doméstico y por parte de agresores con los que no tenía un vínculo de pareja –como, por cierto, fue el caso de Mili–. También excluye a las niñas y a las adolescentes. En esos casos, les brinda una primera atención y luego las deriva.
Por su parte, los servicios de atención en salud mental no contemplan tratamientos específicos para víctimas y sobrevivientes de violencia sexual, y los que existen están desbordados. Esto es particularmente grave considerando que, de acuerdo con investigaciones regionales consignadas por el colectivo Proyecto Ikove, más de la mitad de las sobrevivientes de violencia sexual presentaron alguna vez en su vida ideación suicida, mientras que cerca de 80% de las víctimas de violación específicamente tuvieron intentos de autoeliminación.
Lo de Mili fue un suicidio femicida y expone, de la manera más radical, el desamparo institucional que viven las víctimas de violencia sexual en Uruguay.
Mili fue al servicio de emergencia de su centro asistencial varias veces la semana pasada para pedir que la atendiera un psiquiatra porque tenía “ideas de muerte”, de acuerdo con lo que contaron allegados de la mujer a la diaria. Finalmente fue ingresada el viernes, pero todo indica que ya era tarde, porque, mientras esperaba que la atendieran, se quitó la vida. Tanto la institución médica privada como el Ministerio de Salud Pública investigan para averiguar qué falló en esa cadena. El tema es que fallaron muchas cadenas antes.
Un capítulo aparte merece la respuesta del sistema judicial, apoyada en un marco normativo que no se adapta a los tiempos de las víctimas de delitos sexuales para reconocerse como tales, para entender lo que vivieron, para decidir si denunciar o no. Mili hizo la denuncia penal diez años después de la violación, cuando se sintió preparada. Cuando pudo. Pero en 2022 la investigación se cerró porque el delito había prescrito para los agresores, que en el momento de los hechos eran menores de edad –todos menos uno, que en ese entonces tenía 18 años–.
Una compañera de estudio de Mili dijo a la diaria que en agosto de este año ella empezó a pedir recomendaciones de abogados porque quería reabrir el caso, ya que “necesitaba algún tipo de justicia para estar en paz”.
No llegó.
En 2020, la bancada del Frente Amplio en el Senado presentó un proyecto de ley para la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niñas, niños y adolescentes. Sin embargo, sigue ahí encajonado. En ningún momento, en estos cuatro años, apareció como una prioridad.
La violencia de género, en general, no es prioridad. La violencia sexual, menos.
Cuando las organizaciones feministas exigen que se declare la emergencia nacional por violencia de género, están pidiendo –entre muchas otras cosas– que atiendan a las víctimas de violencia sexual, que atraviesan un periplo desordenado, lleno de vacíos, muchas veces revictimizante y siempre desolador. La respuesta que se les da en los programas de los partidos que compiten por el gobierno apunta a “acciones integrales” contra la violencia sexual, “protocolos” contra el acoso, “monitoreo” de los agresores. ¿Así se van a hacer cargo de esta otra pandemia?
Sin un Estado que dedique recursos a reforzar mecanismos ya existentes y crear otros para garantizar la atención integral especializada, una respuesta efectiva de la Justicia, la reparación del daño –no sólo por la vía judicial sino, por ejemplo, asegurando el acceso a terapia gratuita y de calidad– y la restauración de los derechos, el recorrido y el destino de las víctimas de violencia sexual va a seguir dependiendo de la información a la que puedan acceder, el profesional de turno que las atienda, el juez que les toque o si pueden pagar o no una consulta psicológica.
Lo de Mili fue un suicidio femicida y, sí, el Estado es responsable.
Stephanie Demirdjian es editora de Feminismos de la diaria.