Aunque no parezca, estamos sumergidos en un proceso electoral que culminará en mayo del año que viene con la elección de los representantes legislativos y ejecutivos de los gobiernos departamentales. En medio de una campaña electoral atípicamente fría, poco estimulante en términos de debate político y escasamente emocionante en cuanto a la movilización ciudadana, ¿por qué hacer una oda al voto obligatorio? Porque es, para quien escribe, una de las instituciones políticas más importantes que tiene nuestro régimen político. En lo que sigue expondré una serie de argumentos que buscan contribuir al debate informado y, sobre todo, brindar elementos para defender el derecho y el deber de votar.

La obligatoriedad legal del sufragio es un tema que ha atravesado a la teoría política. No es una discusión nueva ni, mucho menos, saldada. Nosotros, los uruguayos, nos enfrentamos a ella en cada instancia electoral obligatoria. Seguramente nos topamos con cierta frecuencia con alguna de estas expresiones: “Voy a votar para no pagar la multa”, “Deberían pagarnos por votar”, “Voy y voto anulado, total…”. En esta columna expondré tres argumentos, los más comunes −o los que aparecen con más asiduidad en el intercambio−, a favor del voto legalmente obligatorio y no esquivaré un problema que necesitamos resolver como comunidad política en el corto plazo.

En primer lugar, el voto obligatorio aumenta el nivel de representatividad del sistema electoral. Básicamente porque cuantos más ciudadanos participan en el acto eleccionario, cuantos más uruguayos y uruguayas vayan a votar el 27 de octubre, y seguramente el 24 de noviembre, más intereses, deseos y emociones se verán expresados. Este hecho sirve en un doble sentido: para los políticos y gobernantes, por un lado, y para el conjunto de la ciudadanía, por el otro. Los primeros porque tendrán un panorama más complejo sobre los intereses y preferencias del electorado con relación a sus propuestas de políticas públicas. En este sentido, cuando una buena porción de la ciudadanía vota, los representantes electos se ven obligados a ofrecer resultados de políticas que agraden, o al menos estén en sintonía, con la mayor parte de la población. Si bien es cierto que lo hacen para no perder el apoyo electoral, también lo hacen porque afianzan uno de los vínculos que las buenas democracias deben cultivar y estrechar: entre ciudadanos y partidos políticos. Por el lado de los ciudadanos, hay más incentivos para sentirse vinculados o pendientes de lo que deciden los políticos.

Este primer argumento, como es evidente, se asienta en una serie de incentivos racionales que están presentes en cualquier acto eleccionario. Pero una consecuencia, si se me permite, normativa, es que las leyes y políticas resultantes del debate tenderán a contar con una base de representación más alta. Así, su legitimidad, al menos en principio, en cuestión.

El voto obligatorio es una herramienta para el sostenimiento del proyecto problemático e imprescindible que es la democracia.

El segundo argumento, y quizás donde más tendría que reforzarse la labor pedagógica de los partidos políticos en particular y del sistema político en general, es que en los regímenes democráticos donde el voto es obligatorio, la ciudadanía hace mayor honor al principio de igualdad que nos vincula. Como bien sintetiza la politóloga Julia Maskivker en El deber de votar: “Si todos votamos, el ideal de una persona, un voto, se ve reflejado en la práctica, no sólo en la teoría; y esto es lo que fortalece a las personas tradicionalmente marginadas o excluidas”. Si bien es cierto que la obligatoriedad del voto no resuelve los graves problemas de desigualdad económica que tenemos, sabemos que en aquellas sociedades en las que el voto no es obligatorio, el principio de igualdad democrático está erosionado. Así, los partidos y políticos tienen que insistir en que es fundamental cumplir con el deber de votar porque nos “obliga” a ser iguales.

El tercer argumento refiere al hecho de que el voto obligatorio es una medida que desestimularía a los ciudadanos expertos en “sacar ventaja” o “garronear” de la decisión de otros sin contribuir al proyecto común que es la democracia. Nos gustará más o menos, creeremos que es un mal necesario, que no es el sistema ideal, que tiene problemas, que es funcional a los intereses de los poderosos, pero la democracia es un proyecto común. Quienes votan se toman un enorme trabajo en contribuir al mantenimiento y perfeccionamiento de ese proyecto. En este sentido, el voto obligatorio es una herramienta para el sostenimiento del proyecto problemático e imprescindible que es la democracia. Debo decir, para ser honesta intelectualmente, que este argumento es profundamente débil. Por muchas razones, pero la principal es la de la efectividad del votante como individuo: “Si mi voto aislado no resuelve una elección, ¿qué importa si voto o no voto? Voy y voto anulado”.

Ahí hay un problema que debo introducir. ¿Qué hacemos con los votantes desinformados o directamente desinteresados que irán a votar para no pagar la multa? De nuevo Maskivker nos ayuda. El problema de la desinformación del votante en democracia va más allá de la discusión acerca del voto obligatorio, por supuesto. Los estudios empíricos producen conclusiones ambiguas. La literatura muestra que cuando el voto es visto como un deber, más gente tiende a informarse antes de votar. Sin embargo, en un presente en que la información disponible está distorsionada, el sentido del deber político puede ofrecer poco porque puede aumentar las confusiones. Es por ello que necesitamos mantener los canales de información lo más limpio y transparentes que sea posible. Ahí, los partidos políticos, comunicadores y humoristas juegan su partido porque producen opinión.

El voto obligatorio es un instrumento valioso aun cuando la política es sinónimo de desprestigio. Cuando alegamos su inconveniencia, estamos renunciando, aunque no parezca, a nuestros derechos de compartir el poder político.

Camila Zeballos Lereté es politóloga.