“Después no quieren que les digamos cabeza de termo”, dijo el senador Sebastián da Silva luego de que Cristina Lustemberg contestara hace unos días que ella no formaría parte de un gobierno de la Coalición Republicana, al ser señalada por el candidato nacionalista Álvaro Delgado como alguien con quien es posible acordar programáticamente, y mientras el candidato desplegaba toda su intención de mostrarse dialoguista, amable y predispuesto a acordar.
En algunos miembros del gobierno, agraviar, difamar e insultar ha sido el método elegido para confrontar políticamente con el Frente Amplio, considerado siempre como el verdadero causante de todos los males del país. Pero el destinatario principal de los ataques ha sido el candidato frenteamplista Yamandú Orsi.
“Cenicero de moto”, “heladera”, “blando”, “tiene la profundidad de Tribilín”, “incapaz de argumentar”, “lo esconden para no pasar vergüenza”, “no se anima” fueron solamente algunas de las caracterizaciones que figuras principales de la coalición de gobierno han expresado sobre él. El más virulento en los ataques ha sido sin dudas el senador Sebastián da Silva, siempre el encargado del uso de las técnicas negras de la política, quien afirmó que “Orsi no hilvana una idea”, es “un inútil” y además “no entiende lo que le preguntan”, y en reiteradas oportunidades llamó Tribilín a Yamandú Orsi. Incluso, en un acto insólito, subió al estrado en un evento partidario de su sector (la lista 40, la más votada en el Partido Nacional en las recientes elecciones) a alguien disfrazado como el personaje de Walt Disney, con su característico aspecto atontado, y una hoz y un martillo estampados en el pecho, al que le reclamó que debía hablar, pues lo tenían callado.
Parece sangre y, sin embargo, sonreís
Desde el primer momento, el modo principal para enfrentar a Orsi fue construirlo, a pesar de que se trata de un profesor de Historia y un jerarca con una larga actuación pública, como una especie de tonto inexperto, que, además de ser incapaz de articular medianamente un discurso en forma decente y firme, se iba a transformar en una suerte de pelele, al estilo del Alberto, el de la otra orilla. Un títere de la propia Carolina Cosse, presentada también como una copia criolla de Cristina Fernández, ambiciosa en extremo, y que además es y será manejado por los extremistas del MPP. Todas esas afirmaciones de dirigentes de primer orden son amplificadas con miles de memes, fotos y videos de cuentas de X que les dan una resonancia mayor.
Pero el tema no queda allí, reducido al cambalache narcisista de esa red social. El 30 de octubre, aún con los resultados calientes de la elección nacional, una columna del diario El País, firmada por Rodrigo Caballero, haciendo referencia a Yamandú Orsi, afirmó: “El límite de la heladera: Un país que se ha caracterizado por sus líderes cultos, formados, con intelectos por encima de la media, no puede elegir para presidente a un personaje inventado y dirigido desde las sombras...”. No sabemos a qué líderes nacionales incluye entre los cultos y formados y por encima de la media intelectual nacional, pero se trató de presentar a Orsi como una heladera inventada y dirigida desde las sombras, y como alguien que no da la talla intelectual del cargo al que aspira.
Difamar es un delito, pero en política, para muchos, es un arma frecuentemente utilizada y hasta naturalizada como parte de un obrar aceptable. En la actualidad, recurrentemente las derechas mundiales y locales apelan a su uso, acompañado además de un nivel muy elevado de violencia, con una actitud insultante, descalificadora y muy agresiva.
Desde el primer momento, el modo principal para enfrentar a Orsi fue construirlo, a pesar de que se trata de un profesor de Historia, y un jerarca con una larga actuación publica, como una especie de tonto inexperto.
Los constantes ataques de este modo contra el candidato frenteamplista contrastan con su imagen misma, ya que en toda su vida política se ha mostrado como un alguien tranquilo, amable, dialoguista, y que nunca propinó un insulto o una descalificación. Incluso no lo hizo ni cuando fue objeto de un verdadero intento de destrucción simbólica, inédito en la historia política nacional. Porque el presente que se muestra como una topadora que todo lo arrasa dejó muy atrás la campaña de enchastre que se organizó contra él. Me refiero a la operación mediático-jurídica de la denuncia falsa que encabezó Romina Celeste, hasta ese momento una dirigente nacionalista con pretensiones de ser diputada, y que había sido la principal responsable de la caída en desgracia del senador Gustavo Penadés. Más allá de que al final se mostró como una operación burda y muy mal organizada, tuvo sus minutos de prensa y muchos reclamaron que se atendiera esa denuncia como se había atendido la que involucraba al senador nacionalista. Cuando se evidenció como un total mamarracho, todos los que habían alentado su presencia combativa contra el Frente Amplio fingieron demencia y declararon no tener nada que ver con ella.
Cuando comiences a leer los labios y a ignorar los embustes
Los ataques y agresiones al candidato frenteamplista están organizados y sincronizados, son parte de la estrategia confrontativa que ha elegido la coalición de gobierno, durante las internas primero y de cara a las elecciones nacionales y en el camino al balotaje luego. El método del agravio y el insulto, la ridiculización y lo que podemos llamar la “idiotización del otro” no parece ser un camino que solidifique el debate democrático.
El otro método diariamente elegido es asignarle al otro opiniones definitivas sobre temas importantes y formular acusaciones graves. Por ejemplo, fue notoria en el tiempo de las elecciones de Venezuela la acusación al Frente Amplio de defender la dictadura de Nicolás Maduro. A pesar de que la organización de izquierda y el candidato mismo nunca lo hicieron, la acusación de defender dictaduras recorrió todo aquel primer momento de la campaña electoral. Y más aún, algunos, como la senadora Graciela Bianchi, llegaron a insistir con que seguramente defendían al dictador y al régimen por intereses compartidos con aquella dictadura, o porque algunas cosas podrían salir a la luz.
Tampoco enriquece el debate democrático arrogarse la defensa de la democracia y la propiedad de ser demócratas, y acusar al adversario de no serlo. La sospecha, la mentira deliberada y el miedo han sido recursos utilizados desde siempre en política, pero no enriquecen a ninguna sociedad, y suelen afectar las creencias democráticas de las personas. Construyen un adversario político en la lógica del amigo-enemigo, que se vuelve la imagen misma del mal. A un lado quedó la posibilidad de debatir ideas, programas y modelos de país. Se ha optado por el método del enchastre y por embarrar toda discusión. La difamación se ha convertido en la actualidad en un arma política de primer orden, como bien analizan S Halimi y P Rimbert para la realidad francesa actual (ver: "El arte de la difamación política". Le Monde Diplomatique. Octubre, 2024).
En el "Arte de injuriar" (1936), Jorge Luis Borges recuerda la historia relatada por Thomas De Quincey en la que a un caballero en una discusión de tipo teológica o literaria le arrojan en plena cara un vaso de vino, ante lo cual el agredido, sin inmutarse, replica al agresor: “Esto, señor, es una digresión; espero su argumento”.
Que la dignidad de este relato pudiera establecerse como el modo del debate político nacional al parecer es una expectativa infundada.
Estábamos mal y dimos un paso hacia adelante. En los últimos días, la senadora Graciela Bianchi respondió, fiel a su estilo, a declaraciones del expresidente José Mujica, en las que este recordaba que la promesa de no aumentar impuestos del gobierno no se había cumplido, ya que congeló los salarios por cuarenta meses, lo que resultaba en que a la clase trabajadora le aplicó el peor de los impuestos. Bianchi afirmó que ponen a hablar a un moribundo, al que además le sacan y le ponen los dientes. Frente a una intervención de un grado de miseria política absoluta como esta, que es un verdadero vaso de vino a la cara, debemos insistir en que seguimos esperando los argumentos, porque lo importante es el debate sobre la pérdida salarial y la obra del gobierno, y no el grado de descenso ético del comentario de la senadora.
Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.