Fabián era el más chico de nosotros y el único que tenía padres separados -en ese tiempo, al menos, porque luego nos pasaría a todos-. Pasaba los fines de semana con su padre y a veces nos invitaba. Me gustaba ir porque tenía un videograbador y podíamos elegir qué película ver. Vimos muchas. Varias de Terence Hill y Bud Spencer, supongo, no estoy seguro, no las recuerdo bien. Salvo una, una que sí recuerdo. Está clara en mi memoria, sobre todo el impacto que me produjo su final.

El final de Volver al futuro me dejó helado porque el DeLorean se va volando hacia el siglo XXI, anunciando un próximo capítulo que demoramos años en ver (quizá también en lo del papá de Fabián). Esa segunda parte de la trilogía es rara porque queda en el medio; pero algo peculiar es que nos mostró una imagen de cómo sería el mundo una generación más tarde, en 2015...

Desde Volver al futuro hasta Los Supersónicos, siempre resulta interesante explorar cómo nos hemos imaginado lo que vendrá. Es divertido ver cómo esas anticipaciones se equivocaron -en ellas los autos siempre vuelan y ninguna vio venir la internet-. Pero hay algo que todas las proyecciones del futuro comparten y en lo que acertaron: el rol determinante de la ciencia, la tecnología y la innovación.

No sabemos cómo será el mundo en 30 años y todos los pronósticos que dicen, por ejemplo, cómo la inteligencia artificial (IA) cambiará nuestra vida, o el mundo del trabajo, son un cuento chino, pura charlatanería. La verdad, nadie tiene idea porque nadie puede tenerla. Como repetía Karl Popper, el futuro está abierto. Y, sin embargo, de algo podemos estar bastante seguros: el conocimiento y sus aplicaciones seguirán teniendo un rol fundamental. Y eso mismo es lo que nos permite vivir vidas más largas y saludables que ninguna otra generación que haya habitado el planeta. El cambio tecnológico ha multiplicado los panes y peces con más eficacia que el hijo de un dios. Y ese es nuestro problema económico fundamental.

En las anteriores columnas argumenté que nuestro principal desafío es alcanzar una senda sostenida de crecimiento económico, porque sin él es mucho más difícil no sólo reducir la desigualdad, sino también, como Amartya Sen nos ha enseñado, ampliar nuestra libertad. Y eso, y no otra cosa, es una república: una comunión de ciudadanos libres e iguales que juntos definen su futuro colectivo. Por ello, ha sido el escaso dinamismo de nuestra economía, expresado en la baja tasa de crecimiento del ingreso por habitante en el largo plazo, el factor principal detrás de la latinoamericanización de Uruguay, con todo lo malo que eso significa en términos de cohesión social y desigualdad.

¿Qué es lo que explica esta falta de dinamismo? Economistas e historiadores se lo han preguntado consistentemente desde que el problema fue evidente, a mediados del siglo pasado.1 Con diferente énfasis, las distintas perspectivas apuntan a una serie de factores más o menos comunes. Y eso no debe sorprender, porque, así como todas las parejas felices se parecen, lo mismo ocurre con las sociedades que han sido capaces de brindar a sus habitantes las condiciones materiales que se requieren para vivir una vida buena. Es decir, las de esos países que, para simplificar, llamamos desarrollados.

Sostener en el tiempo una tasa de crecimiento económico suficiente para elevar nuestra calidad de vida requiere mantener ciertos equilibrios macroeconómicos básicos. Se necesita, también, evitar la introducción de regulaciones absurdas, que protejan al ineficiente y lastren la capacidad de innovación. Hay que evitar, asimismo, caer en la muy antigua tentación de pretender una industrialización autárquica, fomentando toda producción nacional por el mero hecho de serlo, ignorando el criterio de eficiencia, y con vistas a producir aquí todo lo que consumamos, desde las camisas hasta los televisores. Ya pasamos por ahí y, afortunadamente, hemos aprendido.

En todo caso, con ello no alcanza. Se necesitan además instituciones que den las señales correctas a los agentes económicos. Reglas que fomenten la inversión y que regulen los mercados para evitar las muchas consecuencias nocivas -desde lo ambiental a lo distributivo- que se siguen de su accionar descontrolado.2 Pero con ello tampoco alcanza.

Los equilibrios macro y las instituciones saludables no resultan suficientes, porque los procesos de crecimiento económico sostenido requieren transitar procesos de cambio estructural. Esto es, el surgimiento y la expansión de los sectores en los que la productividad del trabajo sea más elevada que el promedio. Y para ello, no alcanza con hacer lo mismo pero mejor. El cambio estructural se caracteriza por la producción de cosas que antes no se producían, algunas porque ni siquiera existían. Un proceso de transformación económica que, entre otras cosas, torna más eficiente la producción de bienes y servicios tradicionales.

No sabemos cuáles serán esos bienes o esos servicios. Muchos guionistas de películas pensaron que serían autos voladores, pero no imaginaron los celulares ni las aplicaciones que allí tenemos instaladas. Lo que sí sabemos es que la producción de nuestro futuro estará signada por la capacidad que tengamos de promover el cambio tecnológico. Y es allí donde hemos venido fallando.

Nuestra condición de frontera nos adaptó muy bien a un mundo en que los trabajadores europeos pasaban de comer churrasco cada 15 días a comerlo dos -o incluso tres- veces por semana. Pero esa edad de oro de la vaca pasó hace rato. La gente seguirá consumiendo carne, por supuesto, pero con tres veces por semana tienen suficiente. Es verdad que querrán carne de mejor calidad, y debemos proveerla, para lo que también se necesita innovación. Pero no debemos esperar que mejorar la calidad de lo que hacemos pueda cumplir el rol de locomotora del crecimiento económico. Corremos el riesgo, incluso, de que los europeos se hagan veganos o se pasen a la carne artificial.3

Al mismo tiempo, aunque es claro que los procesos productivos que se observan en la cadena de la carne -u otros bienes intensivos en recursos naturales- son muy diferentes a lo que eran 100 años atrás, también resulta evidente que no es allí donde radica el dinamismo tecnológico. No se requieren demasiados minerales o materias primas para producir celulares, vacunas o aplicaciones; se requiere mucho conocimiento.

Porque en una democracia los políticos son sensibles a las preferencias de los ciudadanos, nos corresponde a nosotros, el pueblo, dejar claro que hay cosas a las que no vamos a renunciar.

Evitemos malentendidos: debemos, como país, aprovechar nuestros recursos en toda la medida que podamos hacerlo. Y es algo en lo que hemos avanzado bastante en las últimas décadas. Pero ese mismo progreso, si algo muestra, es que con ello no alcanza.

El cambio estructural es imprescindible, pero el problema es que no se produce solo, ni alcanza con orden macro o instituciones saludables. Se requieren políticas en materia de ciencia, tecnología e innovación. Y no cualquier política. Porque lo que queremos no es “simplemente” aumentar la tasa de crecimiento, queremos menor desigualdad. Retomando la metáfora de la columna anterior, el cambio estructural debe ser el resultado de que los rezagados pedaleen más rápido que el resto. Y lograr todo eso al mismo tiempo es muy, pero muy difícil.

Como no sabemos cuáles serán las mejores tecnologías o procesos productivos, debemos promover sectores o emprendimientos que fracasarán, con la expectativa de que alguno quede en pie. Porque así funciona esto; piensen, si no, en las empresas que destinaron años y miles de millones para desarrollar los discos compactos, una tecnología que apenas se sostuvo una década.

Además de estar dispuestos a financiar fracasos, debemos formar a las personas para que sean capaces de desarrollar, mejorar y aprender a usar las tecnologías que queden en pie. Y no me refiero sólo ni principalmente a ingenieros y otros trabajadores especializados. Me refiero, sobre todo, al grueso de quienes deberán lidiar con ellas. Esos que vienen atrás del pelotón y que debemos equipar para que pedaleen más rápido.

Si sólo miramos la distribución, quizá podamos alcanzar ese resultado mediante leyes que garanticen derechos y favorezcan, por ejemplo, la formación y el poder de los sindicatos. Pero, como bien sabía Marx, existe una base material que ninguna legislación ni el sindicato más poderoso puede obviar: en el mediano plazo, los salarios sólo pueden crecer en la medida en que aumente la productividad. Y para que ello ocurra, se requiere mejorar sustancialmente las habilidades y conocimientos de los trabajadores -algo que también redundará en una mayor capacidad de negociación de sus condiciones de trabajo-.

Se requiere, en suma, tiempo y dinero. Y mucho. Tiempo, porque recién dentro de diez o 15 años sabremos si el árbol que hoy plantamos rendirá frutos. Y dinero, porque hay que plantar y cuidar muchos árboles sabiendo que gran parte de ellos se secarán. Y este es el problema fundamental de las políticas de desarrollo: hay que priorizarlas en recursos y sostenerlas en el tiempo, estando dispuestos a aceptar los fracasos como parte necesaria del proceso. Y quienes deben fijar prioridad son políticos cuyos cargos vencerán mucho antes de que puedan ser reconocidos por sus éxitos. Peor aún, porque los fracasos llegarán antes.

Pero no les echemos a los políticos la culpa por la ausencia o debilidad de las políticas de estado en esta u otras materias. Habitamos una república democrática y la responsabilidad es nuestra.

Las personas tenemos una marcada preferencia por las gratificaciones de corto por sobre el largo plazo. Por eso, en todas partes el aporte para solventar las pensiones es obligatorio. No importa si se trata de sistemas de reparto, de capitalización, o mixto, como el nuestro. El aporte nunca es voluntario, porque si lo fuera, la mitad de las personas no podría jubilarse. Porque ¿qué sentido tiene renunciar a consumir parte de mi ingreso hoy para generar un derecho a jubilarme en el futuro, si ni siquiera sé si estaré vivo para entonces? Y, sin embargo, mediante la ley nos imponemos mutuamente la obligación de hacerlo, porque nuestra inteligencia colectiva y republicana nos dice que eso es lo más conveniente para todos.

Y esto mismo nos muestra el camino. Si como comunidad política hemos construido una institución que, como el sistema de pensiones, limita nuestra libertad individual hoy en aras de evitar una vejez en la pobreza para quienes lleguen a ella, quizá podamos hacer lo mismo con las políticas de ciencia y tecnología. Quizá podamos construir instituciones y sostener políticas de Estado, sabiendo que pasará un tiempo antes de que veamos los resultados.

Cierto es que para lograrlo se requiere ejercer algunas virtudes. La virtud, por ejemplo, de elegir representantes que valoren la construcción del futuro al menos tanto como su reelección o la victoria de su partido. Porque en una democracia los políticos son sensibles a las preferencias de los ciudadanos, nos corresponde a nosotros, el pueblo, dejar claro que hay cosas a las que no vamos a renunciar. No vamos a renunciar a nuestro futuro y, por eso mismo, tampoco a la construcción de la república.

Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Esta es la quinta y última de una serie de columnas periódicas sobre por qué para construir una república se requiere bienestar e igualdad, para tener bienestar e igualdad se requiere crecimiento económico y para que haya crecimiento económico se requiere construir una república.


  1. He abordado este asunto en el texto “El dolor de ya no ser. El rezago económico y sus intérpretes”, uno de los capítulos del libro que publicamos en 2023 con Adolfo Garcé, Economistas, economía y política. Ensayos y entrevistas, Fin de Siglo. 

  2. Puede parecer broma, pero la sustitución de la producción de bienes basada en ventajas naturales por sustitutos sintéticos es algo que ha ocurrido una y otra vez. También aquí el conocimiento y el cambio tecnológico son determinantes. 

  3. Problemas que los economistas denominan “fallas de mercado”, aunque no son “fallas”. Porque los monopolios, la contaminación o la desigualdad no se presentan cuando los mercados funcionan “mal”, sino que son el resultado cuando están poco o mal regulados.