El narcotráfico impacta en el producto interno bruto (PIB) mundial de manera tan significativa que, si desapareciera de forma abrupta, provocaría una crisis financiera mundial de enormes proporciones.

La modalidad en la que las mercaderías prohibidas adquieren valor es a través de su activa persecución. Reprimir la producción, el traslado y la comercialización es absolutamente funcional para que se explique la exorbitante rentabilidad que tiene este negocio.

El combate al crimen organizado, que se extiende desde la producción, pasando por el procesamiento, el traslado y la comercialización —tanto en los países de tránsito como en los destinos finales— hasta el lavado de activos, no puede ser asumido por parte de los estados nacionales de manera independiente, pues el fenómeno trasciende largamente la órbita de lo nacional.

Existe una enorme asimetría en la estrategia que prevalece para perseguir al narcotráfico. Los territorios que son objeto de políticas intervencionistas para promover la disminución de la oferta global son casi exclusivamente aquellos en donde la droga se produce y por los cuales transita hacia sus destinos finales. La llamada “guerra contra las drogas” —así bautizada por el presidente Richard Nixon a comienzos de los años 70 del siglo XX— se lleva a cabo principalmente en los países en vías de desarrollo. En la gran mayoría de las actividades delictivas está involucrada la población perteneciente a sectores de bajos recursos, que encuentra en la narcoactividad un camino para mejorar sus condiciones de vida. En los países donde se concentra el consumo y que poseen alto poder adquisitivo, la persecución tiene un carácter menos militarizado. Pero es allí donde se produce el gran lavado de activos a través del sistema bancario y financiero, mediante triangulaciones que involucran al sector de bienes raíces y otras actividades que sirven como pantalla, tales como el negocio del fútbol y otros mecanismos recreativos de carácter masivo, entre la inmensa gama de opciones a las que recurre el narcolavado para legalizar las utilidades de un negocio que se equipara al total del comercio de armamentos a escala mundial. La mayor parte de las utilidades de todo el negocio quedan en los países desarrollados y en el circuito financiero.

Es necesario que los países de producción y de tránsito evalúen la posibilidad de desarrollar una estrategia propia en atención a la enorme asimetría que existe actualmente en la lógica del combate al narcodelito a escala global. Como estos acuerdos para una acción coordinada representan un proceso arduo y muy complejo, resulta fundamental, en el corto plazo, establecer como objetivo principal el abatimiento de los niveles internos de violencia, y así mejorar la calidad de la seguridad ciudadana. Esto supone introducir ajustes en el enfoque prevaleciente, agregando a la responsabilidad exclusiva que hoy recae en manos del Estado estrategias que abran canales para promover la participación de la comunidad, especialmente en los ámbitos locales, en el desaliento de la violencia y de las adicciones.

Los grandes ejes deben ser: abatir los niveles de violencia; controlar la expansión de las adicciones; fortalecer los núcleos familiares; apoyar la interacción comunitaria en los centros educativos para prevenir problemas de violencia y drogadicción; prevenir la deserción escolar por problemas relacionados con el consumo de drogas; definir políticas activas hacia la juventud que no estudia ni trabaja; mejorar el sistema penitenciario y desarrollar políticas activas de rehabilitación de jóvenes delincuentes durante los períodos que permanecen en situación de privación de libertad. Esto último demanda políticas activas de reinserción de liberados, tanto en el sistema educativo como en el mundo del trabajo.

Esos objetivos deben dar lugar a un plan de acción basado en la evidencia, con suficiente soporte presupuestario. Debe considerarse —cuando sea pertinente— aprender de las experiencias internacionales exitosas en estas materias.

Es un error prometerle a la ciudadanía soluciones rápidas y radicales en materia de seguridad ciudadana. Se trata de un proceso complejo en el que las acciones, para ser eficaces, deben perdurar en el tiempo. Para eso, se requiere desarrollar activamente la conciencia ciudadana y la celebración de acuerdos políticos para conferir al plan el carácter de política de Estado. La disputa contra el narcodelito no es sólo una cuestión policial y/o militar, sino que además debe abarcar el progresivo mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Es necesario también librar una batalla en el campo cultural, donde —en la actualidad— el narcodelito ofrece alternativas concretas a los sectores sociales excluidos en términos económicos, sociales, políticos y culturales. Y esto no es un tema menor. Hoy las grandes organizaciones criminales disponen de mecanismos de ayuda mutua y protección, llegando inclusive a ofrecer modalidades rápidas y socialmente respetadas de ejercicio de la justicia, que compiten con los vacíos existentes en nuestro sistema.

Es necesario también librar una batalla en el campo cultural, donde en la actualidad el narcodelito ofrece alternativas concretas a aquellos sectores sociales excluidos.

Se deben promover redes de comunicación, sobre todo, en las plataformas digitales a las que se pueda acceder a través de la telefonía celular, que hagan posible instalar un gran diálogo comunitario y nacional, con el fin de desalentar la violencia en la resolución de los conflictos, y prevenir y combatir la expansión de las adicciones. El uso de técnicas de diálogo inteligente mediante instrumentos ampliamente disponibles, como el big data, hacen posible y muy necesaria una estrategia comunicacional de estas características.

Los países productores y los países de tránsito son sede de las grandes organizaciones vinculadas al crimen organizado. Estas organizaciones criminales, en sus disputas por el control de los mercados domésticos asociados a diferentes eslabones de la cadena, tales como el cultivo así como el procesamiento y las rutas de exportación, generan prácticas violentas que se traducen en una elevada inseguridad que es padecida —principalmente— por la población de los países de producción y tránsito. América Latina es el continente con mayor cantidad de hechos violentos y homicidios fuera de los enfrentamientos bélicos de carácter más convencional que tienen lugar en otras regiones del mundo.

El accionar de las bandas dedicadas al narcomenudeo promueve las adicciones, especialmente en niños y jóvenes, provoca violencia comunitaria y homicidios por la disputa de mercados, y genera la falsa ilusión de la eficiencia en el combate al narcodelito, a través del incremento de la población privada de libertad. Este hecho, lejos de representar una medida eficiente, se ha convertido en el caldo de cultivo donde el crimen organizado, a través del control de los centros penitenciarios, encuentra la materia prima fundamental para expandir su base operativa. Las elevadas tasas de reincidencia existentes en nuestro país son el mejor parámetro para constatar el alcance de este problema. Esto representa uno de los mayores desafíos que, en corto plazo, tienen las sociedades de América Latina y —también— el Uruguay.

Es paradójico que los políticos de los diferentes sectores, ya sea de izquierda, de centro o de derecha, así como las autoridades del Poder Judicial, no terminen de asimilar el peligro inminente que golpea a todos los países de nuestra región y al Uruguay. En tal sentido, no es despreciable el inmenso poder de corrupción asociado al narcotráfico, tanto internacional como local, donde autoridades públicas de todos los niveles pueden ser objeto de soborno, presiones y amenazas a través del enorme poder económico existente hoy en manos de las bandas criminales.

El lavado de activos derivado de esta actividad supone a escala global la movilización de recursos que superan anualmente los 800.000 millones de dólares, según estimaciones de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En América Latina, el Primer Comando de la Capital es la banda brasileña con mayor influencia, no sólo en Brasil, sino que dispone de fuertes conexiones operativas en Argentina, Paraguay y Uruguay, y administra un negocio que mueve anualmente más recursos que la empresa Volkswagen de Brasil.

Por lo expuesto, es necesario avanzar de manera firme en el diseño de una estrategia bien fundada, que tenga el carácter de un Plan Nacional contra la violencia y la inseguridad, y que se ampare en la construcción de un acuerdo nacional, que sea sostenible en el tiempo e involucre al gobierno uruguayo en todos sus ámbitos jurisdiccionales, así como a la sociedad civil, para abrir canales de participación ciudadana, que les den protagonismo a las comunidades a partir de los ámbitos locales.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos, a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986), y fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990).