El mayor problema de Uruguay es la violencia asociada al narcodelito. Semanas atrás mataron a un niño de cinco años y a un joven de 22 frente a un local de expendio de droga. Ante un hecho así, el cuestionamiento acerca de si existen o no subregistros en las estadísticas sobre la evolución de la tasa de homicidios da un paso al costado y se subordina al horror concreto de una realidad que exige respuestas eficaces.

Es una canallada interpretar este tipo de hechos como un fracaso del gobierno, trátese del gobierno de la coalición o de cualquier otro gobierno. Porque la violencia que ha ganado los barrios y las comunidades a lo largo y ancho de todo el territorio del país golpea a la sociedad en su conjunto, por encima de las banderías políticas. Y aunque este sea un año electoral, pretender sacar alguna ventaja política de hechos tan dolorosos responde a concepciones equivocadas y mezquinas.

El problema de la seguridad ciudadana se manifiesta de muchas maneras. En el incremento de las adicciones en niños y jóvenes, en la comisión de hurtos y rapiñas para financiar el vicio de los adictos, en el enorme fracaso que representa un sistema penitenciario obsoleto con más de 15.000 presos. En la ausencia de políticas de rehabilitación y en la existencia de una tasa de reincidencia cercana al 70%. Pero sobre todo, en el uso indiscriminado de la violencia, generando formas que son objeto de culto por parte de algunos sectores excluidos, en términos económicos, sociales y culturales.

Nadie puede poner en duda que Uruguay es una ruta consolidada por las que transitan grandes volúmenes de mercadería ilegal hacia los centros de consumo internacionales.

Pero la logística de las organizaciones que manejan este negocio necesita soportes locales, que reciben como parte de pago por los servicios que prestan, mercadería que se comercializa dentro del país, principalmente bajo la forma de pasta base.

La macroexportación es el núcleo duro del negocio y es administrada por organizaciones supranacionales. Ingreso, acopio, reexportación y lavado de activos. Cada uno de estos eslabones demanda una logística razonablemente sofisticada. Y para realizarla, el poder de soborno y corrupción del narcotráfico se manifiesta conquistando los favores de autoridades policiales, judiciales, políticas y de instituciones privadas relacionadas con el comercio exterior, estudios jurídicos, estudios contables, instituciones financieras, empresas de deportes y espectáculos y sociedades que operan en el mercado de los bienes raíces, entre otros.

La otra dimensión es el narcomenudeo, que es el correlato local del fenómeno, por medio de bandas menos sofisticadas, pero que entablan violentas disputas por el control territorial de los mercados. La violencia que ha ido ganando espacios dentro de nuestras comunidades se relaciona especialmente con el narcomenudeo.

Es necesario que la Policía se perfeccione, se capacite y acceda a equipamiento adecuado para mejorar su capacidad operativa. Que disponga de armas e instrumentos adecuados para llevar a cabo tareas de inteligencia, control y represión del delito. En forma correlativa es necesario adecuar nuestros códigos penales a una realidad que tiene nuevas características, diferentes a lo que era nuestro país en un pasado no tan lejano.

Nadie puede poner en duda que Uruguay es una ruta consolidada por las que transitan grandes volúmenes de mercadería ilegal hacia los centros de consumo internacionales.

Pero la visión macro debe complementarse desde la perspectiva de los ámbitos locales. Y es en los municipios, comunidades y barrios donde el problema adquiere rostros concretos relacionados con la deserción y el fracaso escolar, los consumos y las adicciones, la violencia intrafamiliar, la comercialización de droga como actividad casi natural para suplementar ingresos, la presencia de bocas de expendio, los robos y arrebatos en la vía pública.

Frente a la visión tradicional del problema, concebida desde una perspectiva general y de carácter centralista, es necesario jerarquizar la importancia de un enfoque que se estructure a partir del diagnóstico desde los ámbitos locales, es decir, desde los municipios en cuanto células administrativas en las que Estado y sociedad civil encuentran modalidades intensas y cotidianas de interacción. Y esos diagnósticos deben dar lugar a su traducción en perfiles de proyecto, debidamente formulados y adecuadamente presupuestados, los que pueden confeccionarse con la asistencia de especialistas en este campo.

Un ejercicio de esta naturaleza dotará al país de una visión directa y profundamente participativa en materia de seguridad ciudadana. De este modo, los problemas serán instalados a partir de cómo son vividos y percibidos concretamente por los funcionarios municipales en su interacción con los vecinos desde sus respectivos ámbitos locales.

De un ejercicio de estas características surge un conjunto diverso de proyectos sobre seguridad ciudadana, a partir de la experiencia real y directa de los municipios en cuanto referentes primarios de las vivencias de sus respectivas comunidades. De ese modo el país podrá disponer de una suerte de banco de proyectos municipales de seguridad ciudadana, que establezca pautas concretas de acción.

Todo ello debe completarse con una estrategia comunicacional en las redes que permita dialogar e interactuar especialmente con jóvenes, así como establecer un canal de intercambio continuo y dinámico en materia de seguridad ciudadana entre todos los municipios del país, y en su interacción con los gobiernos departamentales y el Poder Ejecutivo nacional.

El resultado más importante de este enfoque consiste en alentar un modelo muy concreto y participativo, que pueda ser la base para un plan de acción consensuado por la comunidad política, en cuanto visión estratégica de todos los municipios del país.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos, a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986), y fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990).