Diez años atrás, en su libro Orden mundial, Henry Kissinger tuvo una premonición. ¿Qué podría ocurrir si “la brecha entre las cualidades requeridas para la elección y las cualidades esenciales para ocupar el cargo se vuelve demasiado ancha”? ¿Qué ocurriría si las cualidades para ser un buen candidato a presidente son las mismas que, llegado a ese cargo, impiden a esa persona desempeñarse de manera idónea?

El histrionismo de algunos personajes, su propensión a enunciar barbaridades, su capacidad para construir títulos que carecen de sustancia y la ventaja comparativa que ostenta el odio sobre otros sentimientos para la viralización de contenidos llevan a que individuos con esas características sean herramientas eficientes en redes sociales, a que funcionen como un buen anzuelo en la pelea por el rating televisivo y ahora también a que ganen elecciones.

Pero son esas mismas cualidades –su irreflexividad, su aversión a la complejidad– las que, arribados a un alto cargo gubernamental (ni hablar a la presidencia), los convierten en una amenaza para sus propios pueblos. Cuando Kissinger pensaba aquello, Donald Trump y Jair Bolsonaro aún no habían llegado a presidir sus países. Mucho menos quien hoy ostenta el cetro como paradigma de aquella descripción: Javier Milei.

En su predicción (previa también al Brexit) Kissinger vaticinaba otra característica complementaria de la política de nuestro tiempo, una que tiende a desmentir que el nombre más apropiado para el sistema institucional en el que vivimos sea “democracia”.

Las campañas presidenciales están a punto de transformarse en competencias mediáticas entre operadores de internet. Lo que alguna vez fueron debates sustantivos sobre la actividad del gobierno se reducirá a candidatos convertidos en portavoces de un intento de marketing perseguido por medios cuya intrusión habría sido considerada cosa de ciencia ficción apenas una generación atrás. El papel principal de los candidatos podría pasar a ser recaudar fondos en vez de elaborar programas ¿El esfuerzo de marketing pretende expresar las convicciones del candidato, o las convicciones que expresa el candidato son reflejo de una investigación de big data sobre probables preferencias y prejuicios de los individuos?

Mercancía y disvalores

La conversión del debate de ideas en un mercado de oferta y demanda, la mercantilización de las campañas electorales y el marketing desplazando a la elaboración de programas son procesos que vacían a la política. Pero, al mismo tiempo, son procesos intrínsecos al despliegue del capital –que aún está en desarrollo, extendiendo su alcance– y que sólo se podrá considerar culminado cuando no quede nada por ser mercantilizado.

Por boca del presidente argentino se expresa una de las capacidades más notables del capitalismo contemporáneo: su potencia para la producción distópica.

En su infantil comprensión de la sociedad, Javier Milei tiene el mérito de expresar estas ideas en estado “químicamente puro”. En su (in)comprensión, los problemas se resuelven cuando las cosas se mercantilizan. Milei es el arquetipo de la personificación del capital de la que habló Karl Marx: un ser humano dedicado a su despliegue, incapaz de visualizar que el medio –el capital– se convirtió en el fin, y que el fin –el humano, la vida– transmutó en el medio. Asumir esa ontología trae aparejada una “transvaloración de todos los valores” pero en una dirección distinta a la que deseaba Nietzsche.

Solemos asumir que los disvalores que se difunden son algo así como un error sistémico, un efecto colateral o que están inspirados en alguna decadencia, ya sea la de Occidente, la de algún país particular y hasta hay quienes revuelven la genética para achacarlo a alguna etnia. No parece esa la forma más productiva de pensar el tema. Los disvalores que promueve el modo de producción capitalista tardío tienen otro origen y función. No son casuales: son su parte constitutiva, un engranaje esencial para su funcionamiento. Esos disvalores son tan necesarios como la financiarización, de la cual en no poca medida son subsidiarios.

Como pieza imprescindible del funcionamiento sistémico, lentamente se difunden en procesos que duran décadas e incluso siglos, primero de manera subrepticia, producto de una coerción nacida en la necesidad, luego de manera crecientemente explícita, asumidos y difundidos por el entramado de los aparatos ideológicos que permiten su reproducción sistémica. Mientras se difunden y ganan alcance, incrementan también su respetabilidad, y poco a poco se produce una transmutación en la que los viejos disvalores se convierten en los nuevos valores.

Y, a la inversa, los valores heredados de antaño, de los milenios que el humano lleva habitando el planeta, y que son aquellos que permitieron la reproducción de la vida, pasan a ser disvalores. En ese paradigma, la justicia social es una aberración, el individualismo un valor sagrado, el consumismo el más elevado horizonte al que se puede aspirar y el cuidado ecológico del planeta –una condición necesaria para la continuidad de la vida–, una conspiración de empresarios “socializantes”.

Milei es, también aquí, una expresión paradigmática. Por boca del presidente argentino se expresa una de las capacidades más notables del capitalismo contemporáneo: su potencia para la producción distópica, que se verifica en ciertos proyectos empresarios, en la planificación de algunos estados y en los ámbitos de las artes y la cultura. La distopía del capital es el horizonte cultural de nuestra época. Pasen y vean.

Pablo Gandolfo es periodista. Una versión más extensa de este artículo fue publicada en Jacobin.