Los uruguayos y las uruguayas sabemos que, gracias a José Pedro Varela, nuestra escuela pública es laica, gratuita y obligatoria. El 19 de marzo de 1845 es la fecha de nacimiento del destacado pedagogo. Para la educación pública, el aniversario del reformador es el día de la laicidad. En este año, además, se cumplen 150 años de la publicación de La educación del pueblo. Siempre es bueno volver sobre lo que nos legó el “pastor de la escuela” que “jamás morirá”.

Las maestras nos explicaban que, aunque los amigos principistas de Varela lo condenaron por ocupar un cargo que le ofreció el dictador Lorenzo Latorre, él lo aceptó como la forma más eficaz de combatir la dictadura: la educación del pueblo garantizaría que nunca volvieran los tiranos. Siempre sospeché que es una interpretación demasiado lineal, pero da cuenta de la justa devoción del magisterio nacional por la figura que nos ocupa, y también del gran papel democratizador de nuestra escuela pública. Más allá de polémicas, ese es el verdadero contenido de La educación del pueblo, que Varela publicó a los 29 años.

“El sufragio universal supone la conciencia universal, y la conciencia universal supone y exige la educación universal. Sin ella la república desaparece, la democracia se hace imposible, las oligarquías, disfrazadas con el atavío y el título de república, disponen a su antojo del destino de los pueblos y esterilizan las fuerzas vivas y portentosas que todas las naciones tienen en sí mismas”, explica Varela en el capítulo VIII de la obra citada.

La construcción de una democracia como la que propone La educación del pueblo requiere una vigorosa defensa de la laicidad. En febrero de 1874 se publica en Montevideo una pastoral de la iglesia católica que cuestiona duramente el planteo de excluir la enseñanza religiosa en las escuelas del Estado, como sostenía la Sociedad de Amigos de la Educación Popular. Con las firmas de José Pedro Varela, Alberto García Lagos y Francisco A Berra, la Comisión Directiva de la Sociedad responde en un extenso escrito publicado en la prensa señalando que “ante el espectáculo desconsolador de la ignorancia de nuestras masas […] obran al solo fin de llevar a todas las conciencias el rayo benéfico de la educación, dejando a la familia, al sacerdocio y a las escuelas filosóficas, que proclamen y defiendan los dogmas religiosos o las arduas ciencias metafísicas”, y agregan que “como no sirven a determinadas ideas políticas, no sirven tampoco a determinadas ideas religiosas”.

Obsérvese que se insiste en el tema religioso, pero también en el filosófico y en el político. Para José Pedro Varela y sus compañeros, la laicidad tenía todos esos alcances. Sin esa concepción es imposible la “conciencia universal” que sustenta la democracia. Obligatoriedad y gratuidad garantizan la educación universal, pero sin laicidad no se alcanza la formación cultural del pueblo que posibilita el sufragio consciente.

Las citas demuestran que, para el gran pedagogo, la educación del pueblo es un asunto profundamente político, pero que debe permanecer alejado de lo partidario, y especialmente de los intereses de quien gobierna. Todo gobierno, en el afán de perpetuarse, está tentado a imponer al estudiantado sus ideas; por eso es necesaria la autonomía. En La educación del pueblo Varela plantea el tema, que desarrollará más a fondo dos años después en La legislación escolar: “Así, pues, en todas partes hay ventajas y conveniencias positivas en hacer independiente de otros ramos de la administración pública, la administración de la educación Común: pero en la República Oriental, como en todo pueblo que en la misma situación política se encuentre, esa independencia es condición indispensable para tener completo éxito: sin ella la educación del pueblo seguirá el vaivén de las convulsiones políticas, y tendrá una existencia intermitente, débil y enfermiza”.

Para José Pedro Varela, la educación del pueblo es un asunto profundamente político, pero que debe permanecer alejado de lo partidario, y especialmente de los intereses de quien gobierna.

A partir de esa concepción, las y los docentes del país han actuado siempre en defensa de la autonomía, al punto de hacer suya la propuesta que realizara Eugenio Petit Muñoz al Claustro de la Universidad en 1934; en ella se consideraba la existencia de un cuarto poder del Estado: “el Poder Educador”. “La experiencia […] demuestra, sin embargo, que el Ministerio de Instrucción Pública no es el órgano adecuado para desempeñar la delicada función docente”, decía el citado autor.

La iniciativa del estudiantado y docentes universitarios, que maestras, maestros y el profesorado de secundaria y UTU hicieron suya, ampliaba la Universidad de la República al “conjunto de los organismos de cultura del Estado”, que se organizaban en seis secciones: enseñanza primaria, enseñanza secundaria, enseñanza industrial, enseñanza profesional, enseñanza superior y los organismos auxiliares de la cultura. No está lejos esa concepción de la que primó en la fundación de la Universidad de la República, cuyo primer Reglamento, del 2 de octubre de 1849, puso bajo la dirección de la Universidad la totalidad de los organismos de “instrucción pública”: primaria, secundaria y la propia enseñanza superior.

La Constitución de 1952 consagró la plena autonomía de la Universidad a través del cogobierno, finalmente consolidado con la Ley Orgánica de la Universidad (Ley 12.549) en 1958. La reforma constitucional de 1952 reafirmó la autonomía de los restantes entes de educación, pero no garantizó el cogobierno. La historia demostró que los procedimientos de designación de los consejos no aseguran que los directorios estén al margen del “vaivén de las convulsiones políticas”, situación que se mantuvo en la Constitución actual.

La interesante idea asumida por el Claustro en 1934, que garantizaba plena autonomía para toda la educación pública, no fue tenida en cuenta. Al contrario. En Primaria la designación de las y los consejeros dependía directamente del gobierno. Por otra parte, en 1935 se separó a Secundaria de la Universidad, creando un nuevo ente autónomo mediante la Ley 9.523. Desde allí se empezó a plantear la injerencia del Ministerio en los asuntos educativos, proceso que concluye meses antes del golpe de Estado de 1973, con la Ley 14.101 que fusiona Primaria, Secundaria y UTU bajo la égida del Conae. Con la recuperación de la democracia, y fruto de los acuerdos de la Conapro, se creó la ANEP, que conservó el centralismo en su directorio: el Codicen. Además, en 2008, la Ley 18.437 (LGE) generó instancias de coordinación en las que prevalece el Ministerio de Educación y Cultura (MEC). El proceso de centralización e injerencia del MEC se terminó de consolidar, limitando aún más la autonomía, con la Ley 19.889 (LUC).

En el balance general, el Poder Ejecutivo ha avanzado sobre la educación pública. La idea esbozada hace un siglo y medio en La educación del pueblo se ve así degradada. El menoscabo de la autonomía se traduce en un deterioro de la laicidad, concepto vinculado a la libertad de cátedra.

La formulación de la LGE es fruto de un desarrollo histórico, que tuvo su profundización en el siglo XX y que expresó teóricamente Reina Reyes en 1964, con la publicación de “El derecho a educar y el derecho a la educación”. La autora densifica el concepto, incorporando la importancia del pensamiento reflexivo y del equilibrio emocional, que se logra con una relación de gran respeto del docente para con la autonomía del estudiante. La laicidad es aquí una actitud de compromiso con los derechos humanos en su nueva formulación –que incluyen los derechos sociales y económicos– y con la búsqueda de la igualdad entre todos los seres humanos. La laicidad que la inmensa mayoría de los y las docentes defendemos está basada en un ideal de convivencia basado en el respeto a la persona y opuesta a toda presión coercitiva. Conduce a contribuir a la formación de una ciudadanía participativa que trate de cambiar la sociedad para superar las injusticias y avanzar hacia la igualdad. Lejos queda la idea de que el concepto se reduce a la “neutralidad” que rehúye al tratamiento de los temas considerados tabú.

Hemos visto cómo la mayoría del Codicen sostiene un discutible concepto de laicidad; a veces se parece más a la neutralidad que a la posibilidad de acercar a los y las estudiantes a la diversidad de puntos de vista sobre los diferentes temas, como en el caso de la educación sexual. Otras veces, como en el caso del terrorismo de Estado, decide la sustitución de una concepción científica, consensuada por historiadores e historiadoras, por algo que se parece más al reflotamiento de la “teoría de los dos demonios”, que exime de responsabilidad a los partidos que fueron protagonistas de los hechos. A tal punto que en la bibliografía de los cursos de noveno se incluye “La agonía de una democracia” como texto de consulta.

En síntesis, hace 150 años que se trazaron las principales líneas de nuestra educación pública en una obra fundamental de nuestra cultura. En 2024 vale la pena leer, siempre con espíritu crítico, La educación del pueblo.

Nadie discute frontalmente la gratuidad y la obligatoriedad como principios de nuestra educación. Aunque también es reconocida, la laicidad peligra por el alarmante avance del Poder Ejecutivo sobre la necesaria autonomía de la ANEP. La defensa de esta última es un asunto que corresponde al movimiento popular, ya que sin ella “la educación del pueblo seguirá el vaivén de las convulsiones políticas, y tendrá una existencia intermitente, débil y enfermiza”, como señalara José Pedro Varela 150 años atrás.

Julián Mazzoni es consejero del Codicen de la ANEP, electo por el colectivo docente.