Si hay algo indiscutible en la vida de cada uno de los habitantes de este mundo, es que todos, en alguna forma u otra, actuamos y, en cada caso, esperamos (¿exigimos?) un resultado y nos hacemos responsables del éxito o fracaso obtenido. Y esto vale indiferentemente de la intención que acompañe a la acción.

Cuando esta actuación tiene o puede tener consecuencias para un núcleo de personas, de ellas dependerá que el resultado esperado tenga andamiento tal cual fue ideado, que sea aceptado en parte o que sea rechazado. Al igual que a los niños, si en el proceso educativo se les frustra evitando su intervención (cuando seas grande entenderás), sentirán la misma sensación que los niños y, si no son muy “corajudos”, optarán por la retirada aun cuando su aporte pudiera tener consecuencias de importancia en el comportamiento final del grupo.

Si recordamos que para actuar, en general, nos basamos en hechos objetivos, para juzgar lo actuado lo haremos subjetivamente, con todas las cargas que esto significa. Si ahora le agregamos que del fruto de la discusión hay un delegado electo y este debe representar a quienes llevaron a cabo la discusión frente a otro grupo de delegados, el resultado final puede llevar a que nuestro delegado deba juzgar nuevamente para actuar, lo que puede significar diferencias con su posición delegada. ¿Cómo deberá actuar? Naturalmente, volviendo a sus representados para consultarlos.

Si ahora hablamos de representantes nacionales, el fenómeno es el mismo pero con responsabilidades mucho mayores: involucran a un país y sus relaciones con otros.

Cuando hablamos de democracia nos estamos refiriendo a que los habitantes del país lo gobiernan a través de sus aportes, que son sus mandatos a ser respetados y llevados a cabo por los correspondientes representantes. ¿Qué quiere decir esto? Que los cambios producidos en el contenido de los proyectos respecto a lo mandatado deben ser consultados nuevamente a quienes son los responsables de decidir en último caso. De lo contrario, el mandatado se convertirá en mandante y tergiversará el criterio de gobierno democrático. Esto sucede en la democracia indirecta, aumentando el fenómeno con la presentación de un programa de gobierno antes de las elecciones, que, entre otros defectos, tiene un carácter general con artículos que se convertirán en leyes, y en cuya interpretación juegan roles importantes elementos subjetivos que manejará el representante y que pueden alejar el resultado de aquel que creyeron haber interpretado los votantes del pueblo.

Es claro que con el correr del tiempo este comportamiento deriva en frustración y desinterés de los que deberían ser los verdaderos gobernantes y, frente a la imposibilidad de producir un cambio en el comportamiento de los representantes, se opta por la pasividad, la desconfianza y se llega al límite conocido de “que se vayan todos” y aparezcan los Milei. Lo otro es ver si alguno de los que están atornillados a sus cargos puede usar su poder para que nos den algo así como “un puestito”.

Si a esto se agrega muchas veces el vacío de las discusiones floripondiosas en el Parlamento o la implementación del enchastre del contrincante como medio de disminuir la calidad de sus dichos, la pregunta acerca de la calidad de esta democracia se revela como justa y la pregunta de la razón de los sueldos que todos pagamos aparece como justa si, además, tenemos en cuenta que son fijados por ellos mismos.

El problema de la inmunidad por dichos en el ámbito del Parlamento, que se extiende a otros comportamientos fuera de él, produce una sensación de impunidad, especialmente porque aparece como un privilegio del poder de los electos. Si ahora sumamos los últimos hechos políticos que no sólo condenan a representantes electos a penas de prisión por actividades ilícitas y utilización de su poder sobre la Policía para poder ser encubiertos, o cuando son electos a dedo para puestos de poder y también son encarcelados, no es de esperar que quienes deberían ser los gobernantes, es decir, el pueblo, despojado de ese poder, no renuncie a su derecho frente a la imposibilidad de actuar políticamente.

La democracia se ha convertido en una votocracia en cada período electoral. Esta situación produce, en el mejor de los casos, un círculo vicioso de inactividad (como no puedo, no actúo, y si actúo, no podré, por no ser de los “electos”) o una situación de violencia frente a las leyes que, dictadas por otros, no me consideran. En ese caso, “creo mis propias reglas de juego, y basta”. El resultado de este comportamiento dependerá de si vivo en un barrio privado o en un asentamiento, pero será fuentes de desequilibrios sociales a los que los electos por votocracia podrán responder punitivamente, creando así situaciones en las que, como la experiencia lo indica, los más débiles cargarán con las mayores penas.

La democracia se ha convertido en una “votocracia” cada período electoral. Esta situación produce, en el mejor de los casos, un círculo vicioso de inactividad.

Si seguimos analizando el sistema de interacciones enumeradas, llegaremos a la conclusión de que existe un alejamiento cada vez mayor de situaciones estables deseadas para la construcción pacífica y “justa” de una sociedad.

Pero, ¿cuál puede ser el método que nos lleve a evitar este alejamiento? Todo parecería indicar que el respeto a la mezcla de voluntades de los integrantes de la sociedad, creando ideas que representen intereses y límites, sería el camino a seguir. Para ello, en una democracia representativa, los representantes deben consultar a sus representados si su actuación (crear leyes, por ejemplo) es correcta en el sentido de estos últimos. Esto no sólo es justo, sino que crea el interés de los ciudadanos por la búsqueda solidaria de soluciones a los problemas que les atañen en su conjunto, interviniendo activamente en la política nacional.

De lo que estamos hablando no es un invento: la iniciativa popular y el referéndum existen ya hace mucho en diferentes países, con resultados positivos. Tomemos como ejemplo a Suiza o Confederación Helvética, con 20 cantones y seis semicantones, donde cada tres meses se votan en un número que puede llegar a diez o más referéndums e iniciativas populares de orden municipal, cantonal y confederacional, cuyos resultados entran automáticamente en vigor. El número de firmas necesario para validar un referéndum o iniciativa a nivel nacional, en un país con nueve millones de habitantes, es de 50.000 firmas en un período de 100 días para el referéndum o de 100.000 en 18 meses para una iniciativa. En otros países, como Canadá, o en algunos estados de Estados Unidos, los referéndums e iniciativas son de uso corriente.

Con estos antecedentes no cabe duda de que este sistema puede aplicarse en nuestro país, pero en una forma más profunda que la ya existente y limitada a conseguir firmas equivalentes a la cuarta parte de los ciudadanos registrados: toda ley o decreto debe ser consultada al pueblo y aceptada por este. Muchas formas son posibles para realizar esta operación y, en la época en que las votaciones se llevan a cabo por computadora, la consulta de cada representante a sus representados puede hacerse con un alto grado de seguridad por internet (e-voto), sobre todo en un país como el nuestro, donde existen dos celulares por habitante.

Además de esta opción, quedan algunos puntos sensibles a considerar:

1) Determinación de los sueldos de los integrantes del sistema político por una comisión independiente y electa por sorteo entre todos los habitantes del país. Esta será instruida por economistas, sindicalistas y la Universidad de la República.

2) Elección de la Corte Electoral en forma similar a la comisión anterior.

3) Elección de la Suprema Corte de Justicia por voto popular para mantener la independencia de poderes.

4) Cambio de las hojas de votación. Los votos adjudicados serán a la persona y no dependerán de su posición en la lista, se podrán tachar nombres o reemplazarlos por otros en forma independiente del partido al que pertenezca el o la reemplazante. Las listas serán formadas por personas electas por sorteo entre toda la población y no por partidos políticos, que sí podrán intervenir, quizás recomendando.

Ignacio Stolkin es ingeniero químico.