Hemos leído en la diaria la muy buena nota de Gabriel Tenenbaum “Agarrar la brújula y girar el timón: lavado de dinero y drogas ilegalizadas”, texto que compartimos enteramente. Pero no se menciona allí la posibilidad de legalizar las drogas (todas ellas, no sólo el cannabis) y, tomando como modelo para hacerlo, el golpe de timón que sí dio José Batlle y Ordóñez y su grupo, allá por 1920, cuando, en diametral oposición a la “ley seca” impuesta en Estados Unidos en esa época, no se prohibió sino que se habilitó la producción estatal y monopólica del etanol, que continúa exitosa luego de un siglo.
La ley seca produjo tal desastre generando el tráfico ilegal de las bebidas alcohólicas, las mafias y las antimafias y el movimiento ilegal de grandes masas de dinero, que duró sólo 14 años y debió ser derogada. Ahora está sucediendo lo mismo multiplicado por 100, pero no se deroga la ilegalidad impuesta por Estados Unidos en 1980 bajo la amenaza de penas diversas (creemos que todas económicas) a los países que no la respeten.
¿De dónde surge la imposición de la norma de “ilegalidad” más allá de la simple noción de “riesgo”? La prohibición incrementa la fama y el atractivo de lo deseado, cosa que sabemos, por lo menos, desde la historia de Adán y Eva y su pecado original.
El argumento de la defensa de la salud, especialmente de los jóvenes, está contradicho por el notorio aumento de los adictos luego de los más de 40 años de aplicación del combate a la ilegalidad y el monumental aumento de los consumidores no adictos (atraídos por “lo prohibido”) pues son quienes proporcionan el mayor capital al negocio.
Sintetizando de los manuales usuales de diagnóstico la noción de adicción, podemos decir que: el uso del objeto de adicción es cumplido frecuentemente en proporciones mayores o durante un período más largo que lo inicialmente pretendido; existe un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el uso; hay reducción de importantes actividades sociales, laborales o recreativas debido al uso; se continúa el uso a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes que parecen causados por dicho uso.
Expresados así, estos ítems nos muestran que no sólo hay numerosas sustancias que se usan de ese modo, sino que también múltiples hábitos, costumbres, aficiones, etcétera, llegan a imponerse de tal modo en la conducta de muchas personas que cumplen holgadamente con estos criterios.
Con esto se destaca que las conductas adictivas o dependencias, tomadas en este sentido amplio, forman parte de un patrón universal del comportamiento humano y, si no sobrepasan ciertos límites, cumplen importantes funciones de reaseguramiento y protección, de compensación de sentimientos de pérdida, de alivio de la angustia y de desahogo de los impulsos y de los deseos gratificantes.
Como se ve, esto está referido tanto a cosas normales, como el coleccionismo, hábitos diversos (alimentarios, por ejemplo), aficiones varias (cine, TV, fútbol, videojuegos), como a patologías como la pica, la bulimia, muchas parafilias o cualquier otro tipo de exceso repetitivo de una conducta gratificante para el sujeto que incluye, por supuesto, el abuso de sustancias.
Determinar la diferencia entre una afición gratificante y una dependencia enfermiza que altera la calidad de vida –no sólo del sujeto sino también de sus prójimos– es lo que se pretende definir a través del cumplimiento, o no, de los ítems del diagnóstico; pero siempre nos encontramos con una amplia gama de casos, quizás la más numerosa, que está en una situación intermedia, y es difícil de precisar hasta qué punto esa conducta le es útil y cuándo comienza a serle perjudicial. Debemos el mayor respeto a los modos usados por las personas para compensar sus fallas o frustraciones o para atemperar sus conflictos, máxime cuando, en general, tenemos poco para ofrecerles a cambio. Debemos, además, alejarnos de una imposición nacida de una sociedad pudiente de consumo que lava sus culpas frente a la miseria del mundo erigiéndose en mentora de una moral acrisolada.
Por supuesto, no cabe duda de que nuestro deber, como científicos, está en advertir a la población y enseñar a las nuevas generaciones los riesgos a los que se exponen con la exageración en el uso de determinadas sustancias, así como lo hacemos con cualquier otro tipo de peligro para la vida propia o ajena, como ser las enfermedades contagiosas o los accidentes. Pero advertir de los peligros no es lo mismo que tratar de suprimirlos, tarea esta a todas luces imposible. ¿Qué haríamos, pues, con los cuchillos, los automóviles o las ventanas elevadas? La tarea será conocer los peligros y aprender a convivir con ellos, atenuándolos en lo posible.
Y entonces, ¿por qué con el tema de las sustancias llamadas ilegales se ha seguido la vía de prohibirlas? Esto ha generado una enorme masa de nuevos “delincuentes” y por ende una masa similar de aparato represivo, masas que se infiltran mutuamente siendo difícil a menudo distinguir una de otra. Pero, además, los consumidores se ven afectados de manera notable por esta situación. Pues si la sustancia es ilegal y quien la consume no será penado por ello, igualmente entra en el circuito delictivo y es, por lo menos, un inmoral (pecaminoso, dirían desde las religiones).
¿Por qué con el tema de las sustancias llamadas ilegales se ha seguido la vía de prohibirlas? Esto ha generado una enorme masa de nuevos "delincuentes" y por ende una masa similar de aparato represivo.
La culpa correspondiente (de aquellos que la sufren, que son muchos) se convierte así en una patología agregada y no es la única. También observamos un trastorno de identidad (especialmente en el adolescente, cuya identidad inestable está en reformulación continua) pues, de ser alguien que se divierte, o que se identifica con sus pares, o que desafía a sus mayores, pasa a ser un inmoral o, peor aún, un delincuente.
Estos males de la ilegalidad de la droga parecen menores porque no son muy visibles, aunque sí muy extensos, y porque están opacados por las terribles distorsiones sociales y económicas producidas por el narcotráfico y su represión.
Pero, además de favorecer al narcotráfico, ¿a quiénes favorece esta situación absurda que maneja dinero por millones de millones? Parece que la lista es larga: favorece al lavado, a la evasión de impuestos, al comercio ilegal de armas, a muchos bancos, a grandes empresas relacionadas, a muchos partidos y personajes políticos de muchos países, a la pobre masa pauperizada de los encargados del menudeo…
Lo describe a la perfección Tenenbaum en su artículo. También Roberto Saviano, amenazado de muerte por la mafia, nos enseña mucho sobre este tema en sus libros.
Pero ¿quiénes actualmente defienden la legalización? Algunos hablan, tímidamente, de flexibilizar la ley de la marihuana y de legalizar los psicodélicos (extraídos del mundo “fungi” y con efectos no sólo recreativos sino también benéficos para la salud), pero ni se habla del grueso de las drogas (cocaína, morfina, heroína, anfetaminas, fentanilo, y todas las nuevas que vayan a inventarse porque son un pingüe negocio).
Pregunta: ¿no sería mucho mejor legalizar el consumo de todas esas sustancias, con control estatal de su producción, adquisición y distribución, agregando, además, la promoción de los riesgos de dicho consumo y el auxilio a los adictos? Esta actitud de quitar totalmente el control de la mercancía a las mafias ¿no redundaría en un enorme beneficio económico estatal para promocionar la salud de la población? ¿No simplificaría en gran medida el control de la delincuencia al disminuir sensiblemente la circulación de dinero fácil? ¿No bajaría sensiblemente el costo de la seguridad y mejoraría su organización?
Sólo nos queda una reflexión: como ya dijimos, poderosos y oscuros intereses se oponen con gran intensidad a tomar esas medidas tan obvias. Si nuestro pequeñito Uruguay se animara a ponerle el cascabel al gato y se ofreciera como banco de prueba para la legalización de las drogas recreativas, podría convertirse en un ejemplo mundial para el combate del narcotráfico, así como lo fue el viejo batllismo, no sólo para el alcohol sino también para los juegos de azar, el trabajo sexual, el divorcio, el aborto, el voto femenino…
Alberto Weigle es psiquiatra de niños y adolescentes y psicoanalista.