¿Quiénes hacen ciencia? ¿Y para qué? Hay muchas respuestas posibles. Algunas son muy personales, otras tienen que ver con las sociedades en las que vivimos y aun otras tienen que ver quizás con la sociedad en la que nos gustaría vivir. A continuación, algunos ejemplos deshilvanados de esas posibles respuestas.

Un vívido ejemplo de quién hace ciencia, y para qué, está en la película Lorenzo’s Oil (traducida como Un milagro para Lorenzo), de 1992, que cuenta la historia real de Lorenzo Odone y sus padres Michaela (Susan Sarandon) y Augusto (Nick Nolte). Además de Sarandon y Nolte, una protagonista inusual de la película es la bioquímica de los aceites, más concretamente de los ácidos grasos: moléculas compuestas principalmente por cadenas de carbonos e hidrógenos y que son el componente fundamental de las grasas animales y vegetales.

Lorenzo Odone fue diagnosticado a los seis años con una enfermedad neurodegenerativa, adrenoleucodistrofia, causada por defectos en la eliminación de un tipo de ácidos grasos llamados ácidos grasos de cadena muy larga. Al acumularse en el cuerpo, algunos de estos ácidos grasos de cadena muy larga tienen efectos tóxicos y, en particular, dañan la cubierta de grasa de los nervios (la vaina de mielina). Los ácidos grasos de cadena muy larga se encuentran en varios alimentos, pero una dieta libre de ellos no impide que sus niveles estén elevados en pacientes con adrenoleucodistrofia, porque el propio cuerpo humano también los produce. ¿Cómo lograr bajar a niveles normales los ácidos grasos dañinos? Esa fue la pregunta que Michaela y Augusto Odone, desesperados ante la falta de perspectivas que les ofrecían los médicos, intentaron responder ellos mismos, pese a que ninguno tenía formación en medicina o ciencias básicas (Michaela era profesora de Francés y Augusto era economista).

Para resumir la historia, lo que los Odone propusieron, a través de su estudio de la literatura científica y de experimentar con ajustes en la dieta de Lorenzo, fue que distintos tipos de ácidos grasos de cadena más corta competían como precursores de los ácidos grasos de cadena muy larga y que, aumentando los niveles de algunos de esos ácidos grasos más pequeños, se podía redirigir la producción endógena de ácidos grasos de cadena muy larga hacia variantes no tóxicas. Esa mezcla de ácidos grasos de cadena más corta, que inhibe la producción en el cuerpo de ácidos grasos de cadena muy larga tóxicos, es el aceite de Lorenzo que le da el título a la película. En la actualidad, esta y otras combinaciones de ácidos grasos más pequeños constituyen una terapia muy efectiva en algunos casos para prevenir el avance de la adrenoleucodistrofia.

Hace varios años, leí una entrevista a Augusto Odone. La primera pregunta que le hacen es: “¿Se ve a sí mismo como un científico? Después de todo, ha hecho una contribución importante”. Augusto responde: “No, lo que me guía no es el amor a la ciencia, sino el amor a mi hijo y mi deseo de ayudarlo”. Más adelante en la entrevista, añade algo en esa misma veta que en su momento me impactó: “Los científicos son personas muy simpáticas y trabajadoras, pero su principal objetivo es publicar artículos en revistas prestigiosas”. Otro fragmento notable de la entrevista es cuando Augusto cuenta que un científico famoso le dijo una vez: “No se puede apurar el paso de la ciencia, tiene su propio ritmo”, a lo que Augusto replicó: “Eso es un bolazo”.

Aunque la réplica de Augusto tal vez sea demasiado categórica, no le faltan ejemplos en que apoyarse. Quizás el más famoso sea el proyecto Manhattan, que empezó en agosto de 1942, llegó a emplear a unas 130.000 personas, en julio de 1945 testeó exitosamente la primera bomba de fisión nuclear en el desierto de Nuevo México y, menos de un mes más tarde, permitió que Estados Unidos arrojara otras dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. A partir de ese momento, los científicos y científicas, en particular los físicos, pasaron a ser considerados un componente clave en el arsenal de cualquier nación con aspiraciones. Algunos adoptaron ese rol con gusto. Otto Frisch, un físico austríaco que participó de forma determinante en el descubrimiento de la fisión nuclear y luego en el proyecto Manhattan, contaba que sus colegas en Los Álamos habían salido eufóricos a festejar al enterarse de la bomba sobre Hiroshima. Otros, en cambio, lamentaron haber perdido el control sobre sus descubrimientos e incluso llegaron a refugiarse en la ficción para intentar, al menos allí, recobrarlo.

Uno de ellos fue Leo Szilard –también físico y con roles protagónicos en la historia temprana de la primera bomba atómica–, quien en 1961 publicó “La voz de los delfines”. En el cuento un grupo de científicos le hace creer al mundo que ha descubierto cómo hablar con delfines, quienes a su vez serían mucho más inteligentes que las personas. Los delfines empiezan a tomar un papel cada vez más importante en la conducción de los asuntos humanos, y el cuento termina cuando, gracias a los consejos que los científicos supuestamente reciben de ellos, se llega al desarme global y al fin de la Guerra Fría. Un detalle divertido es que el primer país en proponer en las Naciones Unidas que se adopten los consejos de los delfines es –sí, adivinaron– Uruguay.

Quiénes hacen ciencia, por qué y para qué la hacen, tiene múltiples respuestas. Después de todo, aunque la ciencia se escude tras su "rigor de ajedrecistas", no deja de ser una actividad tan humana como cualquier otra.

Otro científico escritor fue el astrofísico Fred Hoyle, el autor original del término Big Bang, usado en forma peyorativa porque era la teoría rival a la suya, la del universo en estado estacionario por creación continua de materia. En 1957, Hoyle publicó la novela La nube negra, en la que una nube de gas interestelar llega al sistema solar y bloquea la luz del sol. En La nube negra los científicos y científicas son los protagonistas no sólo porque descubren la nube y predicen su llegada, sino porque eventualmente logran entablar contacto con ella, dado que resulta ser una criatura inteligente. Aunque la novela es más bien trágica, termina con la esperanza de que el conocimiento avanzado proporcionado por la nube permita asegurar el futuro de la humanidad.

Una de las muchas cosas notables de La nube negra es el cálculo que hace uno de los personajes del tiempo que va a demorar la nube en llegar al sol, sin conocer qué tan lejos está ni a qué velocidad se mueve, pero sabiendo cómo cambia su tamaño aparente en el cielo a medida que se aproxima. Inspirados por este cálculo, psicólogos de la percepción propusieron que nuestro cerebro opera de manera similar, por ejemplo, cuando un jugador o jugadora de fútbol debe estimar el momento preciso en el que tiene que saltar a cabecear un centro. De hecho, en una carta a la revista científica Nature, dos especialistas en el tema comentaban: “Todo el trabajo que existe en esta área tiene sus orígenes en una nota a pie de página y un par de bocetos en una novela de ciencia ficción”.

Otro aspecto interesante de la novela es que Hoyle, sin que fuera en absoluto religioso, plantea que debe haber seres que crearon el universo con sus leyes físicas particulares (“¿Por qué estas y no otras?”, dice en un momento la nube), que entre otras cosas tal vez contemplen la necesidad de la aparición de la vida. A Hoyle le costaba tanto creer en el concepto de que la vida pudo haber aparecido por mera casualidad, que llegó a apoyar la teoría un tanto estrafalaria de la panspermia, que postula que la vida surgió en algún lugar del universo con condiciones iniciales favorables y de allí se diseminó a través de cometas u otros objetos interestelares.

Estas posturas de Hoyle, que inevitablemente lo terminaron llevando al ostracismo científico, podrían haberlo amigado con el agente Mulder de The X-files, que tenía el famoso afiche en su oficina con un platillo volador y la frase “I want to believe”. Hace poco, me topé en Twitter con la mención a un reporte de un caso médico, publicado en la muy seria revista British Medical Journal, que parecía sacado de un capítulo de The X-files. Fui a buscar el artículo y me encontré no sólo con una historia notable, sino también con una manera genial de clasificar a las y los científicos.

El artículo se titula “Diagnóstico hecho por voces alucinatorias” y cuenta el caso de una mujer que empieza a escuchar voces que le dicen que tiene un tumor cerebral y que vaya a hacerse una tomografía. Al principio, la mujer piensa que está loca, pero como las voces insisten, consulta a un psiquiatra que eventualmente consigue que le hagan la tomografía, más que nada para tranquilizarla, porque no tenía síntomas de lesiones intracraneales. La tomografía, sorprendentemente, arroja la presencia de un tumor cerebral benigno de tamaño considerable; la mujer es operada, se cura y las voces no vuelven a aparecer nunca más. El psiquiatra presentó el caso en una conferencia y dividió las reacciones en dos tipos. Por un lado, estaban los “X-filos”, encantados con el caso y su apoyo a la existencia de fenómenos paranormales más allá del conocimiento científico estándar (uno podría imaginarlos exclamando: “I want to believe!”). Por otro lado, estaban los “X-fobos”, que rechazaban a los “X-filos” y postulaban, en cambio, que un tumor cerebral tan grande podría haber afectado las funciones cognitivas de la mujer, generando una respuesta de alarma en forma de voces alucinatorias.

En general, la ciencia está dominada por la “X-fobia” y avanza en la comprensión de la naturaleza sin mayores vueltas metafísicas o, como decía el físico Steven Weinberg, “mientras más se entiende el universo, menos propósito se le encuentra”. La “X-filia” se rebela contra este estado de cosas, aunque con dudoso éxito. Una pequeña experiencia personal de “X-filia” me ocurrió luego de que se me diera por leer un artículo, publicado nada menos que en The Lancet, sobre las experiencias cercanas a la muerte en sobrevivientes de paros cardíacos que, además del célebre túnel de luz, en algunos casos incluían la sensación de abandonar el cuerpo y comenzar a flotar por encima de él (“Out of Body Experience”). Un tiempo después, releyendo la novela Kim, de Rudyard Kipling, de 1901, tuve la sorpresa de encontrarme con que, cerca del final, hay una descripción precisa de una experiencia cercana a la muerte, en la que uno de los protagonistas, el lama, a punto de morir ahogado, abandona su cuerpo, asciende, se ve a sí mismo desde lo alto y luego decide regresar al dolor de su cuerpo mortal, en un llamativo paralelismo con testimonios actuales de estas experiencias. Pero, aunque fenómenos de este tipo tengan un registro histórico fascinante y un indudable halo místico, tampoco resisten a los “X-fobos” que, en su afán por amargarles la vida a los “X-filos”, ya han logrado reducirlos a algunas pocas fallas neurológicas.

En suma, para concluir: quiénes hacen ciencia, por qué y para qué la hacen tiene múltiples respuestas. Después de todo, aunque la ciencia se escude tras su “rigor de ajedrecistas” –para citar a Borges–, no deja de ser una actividad tan humana como cualquier otra.

Miguel Arocena es doctor en Ciencias Biológicas, docente e investigador en la Facultad de Odontología, en la Facultad de Ciencias y en el Instituto Clemente Estable.