¿Por qué negamos al otro? Esta pregunta, que atraviesa siglos de reflexión filosófica, se vuelve especialmente urgente en nuestro tiempo. Desde los mecanismos más sutiles de invisibilización hasta las formas más brutales de eliminación física o simbólica, los seres humanos hemos desarrollado una sorprendente capacidad para hacer desaparecer a quien consideramos diferente, molesto o amenazante.

No se trata de un fenómeno marginal o excepcional. La negación del otro constituye una constante antropológica que se manifiesta desde las relaciones interpersonales más íntimas hasta las grandes decisiones políticas que definen el rumbo de las sociedades. Es el mecanismo que permite al poderoso no ver la miseria del débil, al conquistador aniquilar al conquistado, al usuario de redes sociales “cancelar” a quien piensa distinto.

Tres pensadores nos ofrecen claves para entender las modalidades específicas que adopta esta negación en nuestro tiempo: Simone Weil revela la invisibilización del débil, José Antonio Marina nos alerta sobre las nuevas formas de cancelación digital, mientras que Pablo Malo muestra cómo la propia moralidad se convierte en instrumento de exclusión del otro.

Antes de la mañana me cancelarás tres veces

Simone Weil identifica el mecanismo más sutil de negación del otro: la invisibilización por fuerza. “La fuerza es lo que hace de quien está sometido a ella una cosa”, observa en su análisis de La Ilíada. Quien sufre la fuerza se vuelve literalmente invisible para quien la ejerce.

Weil denomina a esto “gravitación social”: gravitamos hacia el poder y huimos de la debilidad. “Creemos amar a los desgraciados, pero en realidad los evitamos como si fueran leprosos”, sostiene. Su concepto de “atención” se opone a esta dinámica: la capacidad de dirigir conscientemente nuestra mirada hacia quien más necesita ser visto.

José Antonio Marina identifica la modalidad contemporánea: la “cultura de cancelación” digital. Vivimos un “sobrecalentamiento moral” en el que actos antes neutros reciben “juicio moral muy vindicativo”. La cancelación funciona como “práctica popular” de “borrar públicamente” personas, “condenándolas a muerte civil”. Las redes potencian esta regresión emocional en la que los usuarios desarrollan una capacidad emocional infantil, confundiendo necesidad con deseo y experimentando cualquier contradicción como agresión intolerable.

Pablo Malo completa el diagnóstico mostrando cómo la moralidad misma se vuelve instrumento de negación. La “hipermoralización” hace que comportamientos neutros ingresen súbitamente al ámbito moral, activando mecanismos tribales. Conceptos como “microagresión” amplían exponencialmente lo moralmente reprobable. El “wokismo” establece una nueva religión secular con división absoluta entre puros e impuros.

Las tres formas de borrar al otro

Estos tres pensadores revelan modalidades que operan simultáneamente: la invisibilización por omisión (Weil), la cancelación digital por exclusión (Marina) y la exclusión hipermoral por contaminación (Malo).

El débil desaparece del campo perceptivo del poderoso: las personas en situación de calle que evitamos mirar, los desplazados de Sudán ignorados mientras la atención se concentra en Gaza. El diferente es expulsado del espacio simbólico, privado de palabra por considerarse su voz ilegítima. El “impuro” es declarado moralmente tóxico, y el contacto mismo resulta peligroso.

JK Rowling ilustra perfectamente esta dinámica: declarada “transfóbica”, convertida en intocable moral. La enorme mayoría de los ataques a la escritora no hacen nada por defender a las personas trans: se dedican exclusivamente a destruirla. Es el patrón típico del vampirismo moral que usa el dolor ajeno como combustible para la crueldad.

Estas modalidades se potencian mutuamente: la invisibilización entrena para no ver; la cancelación digital, para no escuchar; la exclusión hipermoral, para no sentir compasión. ¿Cómo salimos de este círculo autodestructivo?

Ya no hay debate intelectual, sino emergencia emocional que activa todos los mecanismos de cancelación. El otro se convierte automáticamente en un agresor que debe ser neutralizado.

¿Y si nos dejamos de estupideces?

Seguir negando sistemáticamente al débil, al diferente y al moralmente impuro es una estupidez que nos destruye como especie. Reconocer estos mecanismos constituye el primer paso para desarrollar estrategias de resistencia.

El primer camino implica desarrollar lo que Weil denomina “atención verdadera”: la capacidad de ver realmente al otro, especialmente cuando ese otro es débil, diferente o molesto. Esta atención no es un sentimiento espontáneo, sino una decisión ética sostenida que requiere práctica y disciplina. Implica resistir la gravitación social hacia el poder y dirigir conscientemente nuestra mirada hacia quien más necesita ser visto.

La segunda vía requiere resistir la “cancelación digital”: una “censura por ortodoxia” con fuerte componente moral que elimina voces diferentes. Como advierte Marina, cuando las universidades dicen “no me plantee problemas que me puedan alterar”, perdemos “toda posibilidad de pensamiento crítico”.

Finalmente, siguiendo a Malo, es necesario practicar lo que él denomina “abolicionismo moral”: volverse “ateos de la moralidad” del mismo modo que nos volvimos ateos de Dios. No se trata de abolir completamente la moralidad, sino de “domarla”, reduciendo al máximo la moralización innecesaria. Significa introducir racionalidad en los conflictos, extraer de ellos sus resonancias morales y buscar salidas negociadas en lugar de planteamientos absolutos entre “buenos” y “malos”.

Los vampiros del dolor ajeno

Para entender la profundidad del problema, necesitamos examinar su mecanismo neurológico. Los “bebés digitales narcisistas” son el producto de una infantilización sistemática donde algoritmos diseñados para maximizar el compromiso emocional generan una regresión: usuarios con capacidad emocional de tres años que confunden sistemáticamente necesidad con deseo, víctima real con pose moral.

Lo esencial es que no pueden reconocer esta diferencia. Experimentan como “necesidades” meros caprichos: no ser ofendidos, recibir validación constante, que se confirmen sus opiniones. El usuario que dice defender derechos mientras acosa masivamente no percibe la contradicción: confunde la dopamina de la indignación moral con la defensa genuina. Cada like produce descargas que deterioran la tolerancia a la frustración, capacidad esencial para reconocer al otro.

El resultado es un ciclo perverso: cualquier contradicción se vivencia como agresión intolerable. Ya no hay debate intelectual, sino emergencia emocional que activa todos los mecanismos de cancelación. El otro se convierte automáticamente en un agresor que debe ser neutralizado.

Así se entiende la deshumanización sistemática: cuando un tema tiene alto rendimiento dopamínico, no hay escrúpulos para deshumanizar poblaciones enteras utilizando tragedias reales como combustible para la superioridad moral. Estamos ante parásitos del dolor ajeno cuando usan cualquier sufrimiento como pretexto para deshumanizar a otros, priorizando el ataque sobre la defensa genuina de las víctimas.

El ejemplo más revelador es la comparación Gaza-Sudán. En Sudán ocurre exactamente lo mismo –hambre, muerte, desplazamiento, violaciones, bebés secuestrados para esclavitud–, pero afecta a diez veces más personas. Sin embargo, a nadie le importa en redes. La diferencia es tristemente clara: en Sudán no se puede culpar a Israel ni a los judíos. Mal negocio para quienes buscan nutriente narcisista más que justicia real.

El “sobrecalentamiento moral” de Marina necesita un enemigo identificable que permita la satisfacción dopamínica de la indignación tribal. Sudán carece de esa funcionalidad algorítmica. ¿Significa que todos los que se preocupan por Gaza son parásitos del dolor? Obviamente, no. Pero explica la sobrerrepresentación mediática y la demonización que pone en peligro la vida de ciclistas israelíes en España con total impunidad.

Per me si va ne la città dolente

La negación del otro no es un defecto moral superable con buenas intenciones. Es una tendencia antropológica profunda, amplificada exponencialmente por la tecnología digital, que requiere estrategias conscientes de resistencia.

Como advertía Carlos Menem con su “sabiduría” plebeya: si alguien se sienta a tu mesa y se pone a hablar de moral, cuando se vaya hay que contar los cubiertos. Los hipermoralistas son seres abyectos porque disfrazan de acción moral una drogadicción dopamínica. Lo que hay que hacer es tomar distancia y recuperar los ámbitos donde se pueda dialogar con las personas que opinan diferente, especialmente con quienes opinan diametralmente opuesto, porque de otra manera no hay acuerdos posibles.

Existe un principio ético mínimo que puede servir como base: “Donde hay necesidad, nace un derecho”. Un sagrado inviolable por el que todas las vidas humanas deben ser respetadas. Si pudiéramos acordar este fundamento básico, podríamos construir un diálogo genuino, incluso con quienes piensan radicalmente diferente.

En un momento histórico de polarización extrema y fragmentación digital, recuperar la capacidad de no negar al otro se vuelve tarea de supervivencia democrática. Una sociedad que sistemáticamente niega al otro termina negándose a sí misma. Como escribió Weil, “no hay nada más horrible que ver a un hombre caer en la desgracia sin tender la mano”. Pero antes de tender la mano hay que ver. Y ver al otro –realmente verlo– es quizás el acto más revolucionario de nuestro tiempo.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.