Una noticia en la diaria del 16 de agosto pasó inadvertida (que sepamos) por politólogos, sociólogos y analistas varios, siempre tan atentos a los vaivenes de la política en todos sus ámbitos. Una reunión “distópica”, ideológicamente hablando. La información decía que “la OPP [Oficina de Planeamiento y Presupuesto] busca construir una ‘estrategia nacional de desarrollo’: [para ello] se reunió con el PIT-CNT y cámaras empresariales para fijar una hoja de ruta”.

Se trata de una de las noticias más trascendentes de los últimos tiempos, a la que no se ha dado la debida atención. Obvio: en los tiempos que corren es más fácil ocuparse de lo urgente que de lo importante. Claro está que las resultancias dependerán de que las buenas intenciones no apisonen el camino a ese infierno tan temido del desaliento.

Hay un acuerdo generalizado de que la economía de nuestro país, a la par de otros países de la región, padece un larguísimo período de bloqueo al desarrollo de sus fuerzas productivas. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se dividió en “zonas de influencia” de dos grandes potencias vencedoras: Estados Unidos y sus aliados, por un lado, y la Unión Soviética y sus países dependientes, por otro. Esta situación condujo a la “división internacional del trabajo”: los países subdesarrollados pasaron a regirse por lo que se conoció como el “estatuto de la dependencia”, un pacto no escrito entre las grandes potencias. En este lado de la cortina los países, entre los cuales estuvo Uruguay, debieron cumplir reglas impuestas por los poderosos del mundo. Pasaron a ser proveedores de materias primas de sus economías y receptores de productos industrializados y elaborados con esas mismas materias primas.

En varios países (Brasil, Argentina, Colombia) surgieron tímidos empresariados locales que intentaron rebasar el marco impuesto. Los partidos liberales y de izquierda intentaron infructuosamente, mediante alianzas, llevar adelante estrategias de liberación nacional. Pero nunca América Latina logró alternativas seguras para desarrollar su propia industria “pesada” para sostener las “industrias livianas”. Se producen telas y carne enlatada, pero las maquinarias de elaboración y envases del producto deben venir de otros países. Y ello, pese a que estos países son ricos en metales apropiados para la producción de maquinaria.

En Brasil se formó una importante clase empresarial industrial, con mentalidad desarrollista, que se propuso agregar valor a sus materias primas, para competir con las empresas de los países más avanzados. Presidentes que los apoyaron, como Getúlio Vargas, Jânio Quadros y Jango Gularte, terminaron mal sus intentos de salirse del redil. En Bolivia, con “reformistas” como Víctor Paz Estenssoro, en Argentina con Juan Domingo Perón, en Perú con Víctor Raúl Haya de la Torre, en Chile con Salvador Allende, en Uruguay con Luis Batlle, hubo, en diferentes épocas, intentos de despegues que siempre se toparon con el horcón del medio de fuerzas extranjeras (aliadas a entreguistas locales) que lo impidieron, mediante políticas regresivas y adscritas al estatuto global, al ritmo de golpes de Estado.

Hubo siempre una gran dificultad para la aplicación de proyectos de cuño marxista, con pretensión de orientar a las masas hacia una alternativa socialista, de producción colectiva y apropiación también colectiva del producto interno bruto (PIB), mediante el manejo estatal de las economías. La debilidad de los sectores capitalistas nacionales nunca propició la creación, en las sociedades de relativo desarrollo, de clases obreras capaces de liderar alianzas, con densidad y energía suficientes para proponer proyectos socialistas.

Siguiendo el ejemplo leninista (de proyectar el socialismo en un país atrasado, que luego fracasaría estrepitosamente en Rusia), hubo intentos aislados, como el de Cuba, que aún sobrevive al borde de la inanición debido a su aislamiento, y el de Allende en Chile, rápidamente neutralizado por fuerzas siempre atentas a impedir ejemplos poco edificantes al mundo libre. Y así impidieron cualquier intento de liberación, con golpes militares, asfixia económica, deterioro de los términos de intercambio, amparo a partidos, sectores militares y candidatos de derecha que aseguraran gobiernos genuflexos, proclives a aceptar la sumisión de por vida.

Entendemos que el camino propiciado por la OPP, el PIT-CNT y los empresarios dispuestos a la elaboración de un plan de desarrollo para el país no es una mala idea. Esperemos que germine a mediano, o tal vez a largo plazo.

En algunos otros intentos, se trató de suplir la falta de una clase obrera que liderara el proceso de liberación nacional, con sectores militares (Juan Velazco Alvarado en Perú; más acá en el tiempo, Hugo Chávez en Venezuela) dispuestos a rebelarse contra el yugo estadounidense, pero siempre con limitaciones y derivas nada favorables a los pueblos. En otros casos se intentó, por la vía más corta, aplicar estrategias de focos guerrilleros que “hicieran de los Andes la Sierra Maestra de América Latina” (en palabras del periodista francés Régis Debray). En todos los casos, nunca hubo una clase obrera con capacidad de sustentar proyectos de cambios profundos, sin apelar a una ampliación de sus políticas de alianzas a otros sectores de la sociedad. Y siempre dejando por el camino arraigados “principios”, ya que nada asegura la supervivencia sólo aferrada a restos de naufragios.

Todo intento de búsqueda de una sociedad que trascienda al capitalismo se topa con resistencias infranqueables. Más que nada porque no existe una base social sólida (fuerte y numerosa), capaz de sostener una ideología colectivista informada en los principios del marxismo. En estas sociedades dependientes, lo que crece son los espacios sociales marginales y las clases medias, urbanas y campesinas, proclives siempre a propuestas basadas en el individualismo, el egoísmo social, el anticolectivismo y la negación a todo lo que sea “asistencialismo”. A menos que tal actitud (proveniente del Estado) sea para ayudarlos a salir de las crisis económicas, climáticas, ecológicas o de la simple aplicación de las reglas de mercado, a las que veneran cuando les son favorables, pero vituperan si les ocasionan perjuicios.

En algunos países, la izquierda ha tomado debida nota de sus debilidades. Plantear hoy, en el marco del dominio imperialista, propuestas de ese tipo, sólo puede conducir a nuevas derrotas, como ya ha quedado demostrado a lo largo de las últimas décadas. Se necesita mucho más que tomos de teorías de la revolución y programas de 80 páginas; se necesita la visión estratégica para conectar los puntos de acuerdo entre diferentes sectores sociales, que permitan conformar planes de desarrollo favorables al país y a su gente.

Es lo que nos está informando la diaria, que agrega: “Con el foco en la construcción de ‘políticas públicas concretas’, representantes empresariales y sindicales elaborarán aportes para el diseño del plan de trabajo que terminará de ser confeccionado luego de que se presente el presupuesto quinquenal”.

Si no se quiere hablar de “socialdemocracia”, no hablemos. Hablemos de “democracia avanzada” o cualquier otra denominación que nos resulte potable o menos “vergonzante”. Hablemos de “progresismo”, de “aproximación al socialismo”, hablemos de lo que quieran, pero con ideas que puedan ser comprendidas –y asumidas– por una mayoría (masa crítica) de población, capaz de entender y sustentar un programa de gobierno. Ningún proyecto vale si no tiene gente detrás que apoye, que presione, que luche por aplicarlo en la realidad en la que vivimos y viviremos.

En buena medida, el abandono de propuestas para trascender al sistema capitalista, opresor, explotador de economías de otros pueblos, se transforma en un bloqueo al desarrollo económico-social imprescindible para el bien de la humanidad. Pero eso rige para economías desarrolladas; no es lo mismo en contextos de dependencia.

Ciertas propuestas, aplicadas a estos países, no deberían ser desechadas por “reformistas” por cierta ortodoxia, poco actualizada, nostálgica de pasadas glorias y muy decidida al calificativo esquemático exprés. Son intentos que, en la búsqueda de destrabar el desarrollo y liberar a nuestra economía de la dependencia, pasan a ser revolucionarios1 y hay que prestarles la debida atención.

Por eso, entendemos que el camino propiciado por la OPP, el PIT-CNT y los empresarios dispuestos a la elaboración de un plan de desarrollo para el país no es una mala idea. Esperemos que germine a mediano, o tal vez a largo plazo.

Carlos Pérez Pereira es escritor, experiodista y militante de Fuerza Renovadora.


  1. “Esto igualmente se sigue denominando revolución”. Aplaudidas expresiones de Danilo Astori en un acto en el Palacio Peñarol (1989), cuando fue candidato a la vicepresidencia por el Frente Amplio, en fórmula con Liber Seregni.