En la discusión presupuestal de esta semana, tres senadores de distintos partidos –Pedro Bordaberry (Colorado), Javier García (Nacional) y Eduardo Brenta (Frente Amplio)– coincidieron, desde enfoques distintos, en algo más profundo que el reparto de recursos: el Estado necesita herramientas para evaluar lo que hace. No sólo para saber en qué gasta, sino para determinar si las políticas públicas cumplen lo que prometen y, sobre todo, si pueden justificarse públicamente. La evaluación, en este sentido, deja de ser un trámite administrativo: es una forma de rendición de cuentas con consecuencias políticas y éticas.
Bordaberry propuso incorporar “normas de eficiencia” y mecanismos de “medición” al presupuesto, bajo la órbita del Tribunal de Cuentas, con el fin de evaluar resultados concretos y corregir políticas que no estén cumpliendo sus objetivos. “Uruguay gasta, pero tiene que mejorar”, señaló, al tiempo que subrayó la necesidad de poner el foco en impactos reales: “Si tengo menos alumnos que atender, no tengo por qué pedir más presupuesto”.
García, por su parte, criticó la falta de trazabilidad en el gasto y propuso fortalecer herramientas ya existentes –como el Tribunal de Cuentas y la Agencia de Monitoreo y Evaluación de Políticas Públicas–, además de incorporar nuevas tecnologías para mejorar el control del gasto público. “Es plata de la gente y no del Estado”, recordó, y lamentó que el presupuesto contenga más burocracia pero ninguna referencia clara al seguimiento de resultados.
Brenta enmarcó su intervención en un horizonte estratégico: un proyecto de país que articule crecimiento, distribución, innovación y cohesión social. Reivindicó un Estado fuerte y territorial, con empresas privadas dinámicas y participación social activa, capaz de integrar nuevas tecnologías en clave democratizadora.
Estas intervenciones, pronunciadas en un desayuno organizado por la Asociación de Dirigentes de Marketing, abren una oportunidad inusual: discutir no sólo cuánto se gasta, sino cómo se justifican las decisiones. Porque cuando la política se arrima a preguntas como medir, revisar o corregir, emergen cuestiones que no son nuevas ni meramente técnicas. ¿Qué entendemos por “eficiencia”? ¿Ante quién se rinde cuentas? ¿Qué tipo de razones valen cuando el Estado explica lo que hace?
La filosofía política, que lleva siglos pensando sobre la justicia, el poder y la legitimidad, tiene más para aportar que lo que suele admitirse. Basta asomarse a tres referencias contemporáneas –Rainer Forst, Jürgen Habermas y John Rawls– para bosquejar un estándar más exigente de evaluación democrática.
Forst: el derecho a la justificación
Para Rainer Forst, toda norma, política o decisión pública debe poder justificarse ante quienes resultan afectados. Ese “derecho a la justificación” no es un gesto ético decorativo, sino la base misma de la legitimidad democrática. Su núcleo es la reciprocidad: los poderes públicos deben ofrecer razones que nadie pueda rechazar razonablemente sin quedar sometido. La idea de una “República nouménica” –metáfora kantiana que Forst retoma– apunta a instituciones que hagan exigible, caso por caso, la reciprocidad de razones.
Evaluar, en ese marco, no es un control ex post (después del hecho), sino parte de la colegislación ex ante (antes del hecho). Los ciudadanos dejan de ser meros destinatarios: pasan a ser coautores de las razones que sostienen las políticas. La pregunta deja de ser “¿funciona?” y pasa a ser “¿es justificable para todos los afectados, especialmente los más vulnerables, y con derecho a réplica?”.
Habermas: de la mayoría al procedimiento
Jürgen Habermas da un paso más. Una política no es legítima sólo por su aprobación mayoritaria: debe llegar al derecho a través de procedimientos que conecten la formación libre de opinión con la toma institucional de decisiones. Lo que importa no es sólo el resultado, sino el camino que se recorre para llegar a él.
Evaluar implica entonces examinar los procesos deliberativos: ¿quiénes fueron convocados? ¿Hubo condiciones de inclusión, acceso simétrico a la información, libertad de expresión? ¿Qué argumentos fueron considerados, cuáles fueron descartados y por qué? La legitimidad no se mide por la rapidez de la decisión, sino por la racionalidad pública del proceso y por su revisabilidad.
El Estado necesita herramientas para evaluar lo que hace. No solo para saber en qué gasta, sino para determinar si las políticas públicas cumplen lo que prometen y, sobre todo, si pueden justificarse públicamente.
Rawls: justicia como equidad y razón pública
Desde la tradición liberal igualitaria, John Rawls ofrece dos criterios prácticos. Primero, el principio de justicia: las políticas deben ser compatibles con un esquema pleno de libertades básicas y deben mejorar la situación de quienes están peor. Segundo, una pauta de forma: las decisiones deben ofrecer “razón pública”, es decir, justificaciones accesibles a cualquier ciudadano razonable, sin recurrir a doctrinas sectarias o intereses particulares.
Rawls propone medir el impacto de las políticas sobre los “bienes primarios”: libertades, oportunidades reales, ingreso y riqueza, y las bases sociales del autorrespeto. Evaluar, en su clave, es preguntar: ¿mejora esta norma la posición de los menos aventajados sin erosionar las libertades básicas?
Hacia una guía mínima: seis criterios para evaluar la gestión pública
Si el Estado quiere dejar atrás la lógica de gasto sin resultados, puede avanzar hacia una normativa exigible, con criterios claros. Una guía mínima, inspirada en estos marcos, podría incluir:
» Justificación recíproca exigible (Forst). Cada norma debe explicitar objetivos, evidencias, supuestos y alternativas consideradas. Los afectados deben tener derecho a réplica, y la autoridad, deber de respuesta.
» Participación deliberativa con trazabilidad (Habermas). Procesos abiertos e inclusivos con registro público de argumentos y su impacto en el diseño final. Audiencias ciudadanas y minipúblicos sorteados en políticas de alto impacto.
» No-dominación y anticaptura comunicativa. Controlar que ningún actor imponga métricas sin escrutinio público. Esto incluye pruebas de legibilidad de documentos, publicación de modelos y reglas de transparencia.
» Imparcialidad estructural y razón pública (Rawls). Pruebas de impacto distributivo con foco en los menos aventajados. Justificaciones formuladas en razón pública, con atención prioritaria a libertades básicas y oportunidades reales.
» Rendición reflexiva y aprendizaje institucional. Evaluar tanto resultados como procesos. Incluir cláusulas “sunset” (disposiciones con fecha de expiración automática), revisión iterativa, ajustes escalonados y mecanismos de aprendizaje.
» Fortalecimiento de órganos existentes con independencia funcional. Dar mandato técnico y recursos propios al Tribunal de Cuentas y a la Agencia de Evaluación, exigiendo respuestas fundadas del Ejecutivo a sus informes y abriendo espacios de participación.
De la “eficiencia” a una ecología de la evaluación
Conviene afinar el vocabulario: eficiencia (hacer más con menos) no es lo mismo que eficacia (cumplir objetivos) ni que efectividad (producir cambios relevantes). Y ninguna de las tres garantiza legitimidad. Una política puede ser eficaz y eficiente, pero si no puede justificarse públicamente, carece de validez democrática.
En ese sentido, la evaluación no puede ser sólo técnica. Tiene que conectar hechos con normas, decisiones con razones, gasto con justicia. Lo que se mide importa, sí. Pero lo que se justifica transforma.
Eduardo López Feoli es licenciado en Educación Física y estudiante de Filosofía y Educación.